Una de las causas más frecuentes del fracaso de proyectos
reformistas, sobre todo en los países en desarrollo, es la falta de capacidades
institucionales. No basta con que los diagnósticos sean certeros, con que haya
voluntad y dinero, ni siquiera con que las reformas susciten amplio consenso. Lo
más importante, lo fundamental, es que existan instituciones que ejecuten exitosamente
las reformas en cuestión, que conviertan las buenas intenciones en buenos
resultados.
El ímpetu reformista del gobierno de Enrique Peña
Nieto acusa un notable déficit en ese sentido. Plantea transformaciones muy
ambiciosas en distintos ámbitos, pero no se hace cargo de la necesidad de
contar con los capacidades institucionales para hacerlas viables, para encauzar
y sancionar esas transformaciones. Y es que hay una gran diferencia entre tener
ganas de cambiar las cosas y tener capacidad de cambiarlas.
Aunque, visto el modus
operandi del peñanietismo, lo que habría que preguntar es más bien si de
veras hay ganas de cambiar cuando no hay ganas de construir capacidad de
cambio. Dos ejemplos:
1)
La reforma fiscal aspira a
recaudar más recursos y elevar la carga impositiva sobre los grupos de mayores
ingresos. Sin embargo, no fortalece la magra capacidad redistributiva del
Estado mexicano (véase la famosa gráfica de la OCDE en http://j.mp/1agjDYx) ni modifica sustantivamente la estructura del presupuesto. Es decir,
se trata de una reforma que busca aumentar los ingresos pero sin comprometer al
gobierno a gastar mejor.
2)
La reforma energética promete elevar
la producción de hidrocarburos a un menor costo para ampliar la renta petrolera
y promover un mayor desarrollo económico. Sin embargo, entre 2001 y 2012
los excedentes petroleros (i.e., los ingresos derivados de la
diferencia entre el precio fijado en la ley de ingresos y el precio promedio de
la mezcla mexicana) ascendieron a 955 mil millones de pesos (véanse el análisis
de datos de D4 en http://j.mp/14xC1eI) sin que esa renta petrolera adicional se tradujera en un gasto mejor
orientado para promover el desarrollo. Es decir, se trata de una reforma que
busca aumentar la extracción de riqueza del subsuelo pero sin mejorar la
capacidad del gobierno para disponer de esa riqueza de un modo más transparente
y productivo.
¿De qué sirve reformar para dotar al gobierno de mayores
recursos si no se reforma, a su vez, la forma en que el gobierno gasta?
Que en la agenda presidencial no tengan prioridad ni
la rendición de cuentas ni el combate a la corrupción dice mucho, lo dice todo,
sobre la falta de capacidades institucionales con la que tarde o temprano se
toparán las reformas…
Al tiempo.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 23 de septiembre de 2013
La otra posibilidad es que las reformas estén planeadas así a propósito, con el objetivo explícito de fastidiar a los ciudadanos para alimentar a las élites priístas.
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