lunes, 16 de diciembre de 2013

Días raros

“O ya no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que estaba entendiendo”
Carlos Monsiváis

Qué raros estos últimos días. Se suponía que luego de su desencuentro por la reforma fiscal, el PRI y el PAN habían negociado un trueque legislativo. Los panistas apoyarían la reforma energética que quería el PRI y, a cambio, los priístas apoyarían la reforma política que quería el PAN. El resultado, sin embargo, terminó siendo otro. Una reforma energética que parece más panista que priísta y una reforma política que parece más priísta que panista.

Qué raros estos últimos días. Durante su XIV Congreso Nacional, buena parte de los delegados del PRD manifestaron abiertamente su oposición al Pacto por México. No obstante, cuando se sometió a votación si el partido debía permanecer dentro de dicha instancia, la gran mayoría estuvo de acuerdo. Poco después su presidente nacional, Jesús Zambrano, anunció que de todos modos el partido se retiraba del Pacto porque el PRI y el PAN estaban negociando la reforma energética al margen de éste. Pero aún así, al final, la mayor parte del PRD votó a favor de la reforma política.

Qué raros estos últimos días. Desde fines de los años noventa hemos escuchado una y otra vez el diagnóstico de que el gobierno dividido (i.e., que el partido del Presidente no tenga mayoría en el Congreso) constituye un obstáculo para “las reformas que el país necesita”. En 2010, el gobernador Enrique Peña Nieto hizo suyo dicho diagnóstico y propuso explorar modificaciones en las fórmulas de integración del Poder Legislativo con el fin de garantizar la formación de “mayorías para gobernar” --ya fuera eliminando el tope a la sobrerepresentación, retomando la cláusula de gobernabilidad o reduciendo el número de legisladores plurinominales. Con todo, ahora que terminó su primer año de gobierno, sin ninguno de esos cambios y sin que su partido tuviera mayoría en las Cámaras, el presidente Peña Nieto logró sacar adelante su agenda de reformas en el Congreso.

Qué raros estos últimos días. Por un lado, hay izquierdas que lamentan como una gran derrota reformas cuya condición de posibilidad ha sido un creciente descrédito institucional del que ellas mismas han sido cómplices o incluso partícipes. Por el otro lado, hay derechas que celebran como un gran triunfo reformas hechas sobre las rodillas, con premura y desaseo, como si en la “modernidad” que largamente han anhelado fueran del todo irrelevantes la deliberación pública (que no hubo),  los trámites legislativos (que se dispensaron), los detalles reglamentarios (que no conocemos), la eficacia regulatoria (que no tenemos) y los problemas de implementación (que serán muchos).  

Qué raros estos últimos días. Dejemos dicho, así sea para sólo para futura memoria, que no augura nada positivo el hecho de que las prisas por reformar se hayan impuesto sobre la forma y el contenido de las reformas.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 16 de diciembre de 2013

lunes, 9 de diciembre de 2013

Primer año: encuestas e indicadores

Es difícil agregar algo a los balances sobre el primer año de gobierno de Enrique Peña Nieto que han menudeado en la conversación pública durante los últimos días. En general, parece haber más o menos coincidencia en que se ha tratado de un gobierno eficaz para administrar impresiones pero incapaz de articular argumentos; ambicioso en su agenda de reformas pero desorientado en su proyecto de país; audaz en la generación de expectativas pero limitado en la producción de resultados.

Con todo, más allá de las ponderaciones de la comentocracia, tres encuestas publicadas recientemente dan cuenta de cómo ha cambiado la percepción de la ciudadanía durante los últimos 12 meses. Según Parametría (http://j.mp/1gzQbjI), entre diciembre del 2012 y noviembre del 2013 la opinión efectiva sobre el trabajo del presidente (i.e., el resultado de restar la opinión negativa de la positiva) cayó en 50%, de 38 a 19 puntos. Según Reforma (http://j.mp/1j7tYM8), si en abril 50% aprobaba la gestión de Enrique Peña Nieto y 30% la desaprobaba; ahora, en noviembre, 44% la aprueba mientras 48% la reprueba. Finalmente, según BGC, Beltrán, Juárez y Asociados (http://j.mp/1bbPWt6), mientras que en mayo 55% estaba de acuerdo y 39% en desacuerdo con la manera de gobernar del presidente, para noviembre dichas cifras se habían invertido a 36 y 61% respectivamente.

Parametría explica dicha caída por “una suerte de escepticismo” con respecto a los beneficios que a corto o mediano plazo acarrearán las reformas. Reforma, como consecuencia de los “nuevos impuestos” (i.e., el gravamen adicional a los refrescos y la homologación del IVA en la frontera) así como de la mala calificación otorgada al gobierno en el combate al crimen organizado. Y BGC, Beltrán, Juárez y Asociados, como resultado de “una aguda percepción negativa sobre el estado de la economía”.

Los indicadores muestran que dichas percepciones negativas tienen fundamentos. En lo relativo a la economía (http://j.mp/1fbeeF9) la expectativa de crecimiento roza apenas el 1.3%; la tasa de desempleo se mantiene estable con un ligero aumento del 4.5% en enero al 4.8% en noviembre; la creación de empleos en octubre no llegaba todavía ni al medio millón; y el Indice de Tendencia Laboral de la Pobreza del CONEVAL (i.e., la proporción de personas que no puede comprar una canasta básica con su ingreso laboral) aumentó durante los primeros tres semestres del año. En lo relativo a seguridad (http://j.mp/18vhRkv), hay más continuidades que cambios tanto en la estrategia gubernamental como en la tendencia de la tasa de homicidios; se espera un incremento en los delitos de secuestro y extorsión; y los cambios en materia de derechos humanos “continúan siendo, en gran medida, exclusivamente retóricos”.

Un año después de que tomó posesión como presidente Enrique Peña Nieto, no es que la ciudadanía esté pesimista: es, más bien, que el país no marcha bien.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 7 de diciembre de 2013

lunes, 2 de diciembre de 2013

Otra crítica

El lunes pasado Jesús Silva-Herzog Márquez publicó en su columna de Reforma (http://j.mp/1fQXk1A) una crítica a la manera en que dicho diario está respondiendo al desafío que representan internet y el cambio tecnológico: encogiendo o clausurando los espacios “para el rigor y la profundidad”; dando cada vez más prioridad a frivolidades de nulo valor público; saturando sus páginas con imágenes y anuncios que dan al traste con su identidad gráfica y entorpecen la experiencia del lector.

Su argumento es que Reforma se equivoca al tratar de competir con los “nuevos medios” sometiéndose a sus prisas, sus gustos y su apariencia, en lugar de aprovechar aquello que lo hace distinto como periódico, “como instrumento que le ayuda a una sociedad a distinguir lo importante de lo trivial, la verdad del rumor, los hechos de la opinión”.

Comparto mucho del malestar que expresa JSHM --y no sólo con respecto a Reforma-- pero propondría plantear el problema en otros términos y añadir un tema para tratar de empujar un poco el horizonte de su crítica.

Porque el problema no está en las plataformas, en la diferencia material entre periódicos y “nuevos medios”, sino en la discrepancia entre dos ethos: el de lo periodístico y el de lo mediático. Dicho de otro modo, ni los “nuevos medios” son todos premura, puerilidad y ruido; ni los periódicos son todos precisión, calidad y trascendencia. Hay “nuevos medios” (e.g., ProPublica o Animal Político) más periodísticos que muchos periódicos; hay periódicos (e.g., The New York Post o Excélsior) más mediáticos que muchos “nuevos medios”. El problema, pues, no está en lo que unos u otros son --está en lo que unos u otros hacen.

Es cierto que la revolución digital ha estropeado el modelo de negocios de la prensa escrita. Ocurre, sin embargo, que ese fenómeno no se ha manifestado con la misma fuerza en México que en el resto del mundo. El motivo, todo parece indicar, es la distorsión que en el mercado publicitario mexicano introduce el llamado “gasto en publicidad gubernamental” --una transferencia de fondos públicos que, para efectos prácticos, opera como una suerte de subsidio informal a la industria no sólo de los periódicos sino de los medios en general. No deja de ser una cruel paradoja que sea Reforma, un diario que realmente hacía periodismo y entre cuyas innovaciones figuraba un esquema de financiamiento cuya viabilidad no pasaba por la generosidad del erario, el que ahora esté en aprietos.

Pues bien, si de todos modos la existencia de buena parte de la prensa mexicana depende del dinero público, ¿no sería hora de considerar la posibilidad de formalizar ese subsidio, de crear una regulación rigurosa que lo racionalice y transparente, para dedicar esos recursos no a mantener arbitrariamente a tal o cual medio sino a garantizar la supervivencia del periodismo como un bien público para la democracia?

La crisis de Reforma es más que la crisis de un periódico. Es un aviso de lo crítico que es el hecho de que más periódicos no estén en crisis.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 2 de diciembre de 2013

lunes, 25 de noviembre de 2013

20 de noviembre: ironías de una conmemoración

¿Cuál era originalmente el sentido de la celebración del 20 de noviembre? ¿Qué significado le dio el gobierno de Enrique Peña Nieto al aniversario del miércoles pasado? ¿Dónde habita la evocación de la Revolución Mexicana, cuál es su lugar en el espectro político-ideológico de la actualidad? ¿Son compatibles el nacionalismo revolucionario y la oposición democrática?

La primera ironía está en lo que explicaba el decreto que en 1936 estableció el 20 de noviembre como fecha oficial para recordar la Revolución Mexicana: “al conmemorarse este acontecimiento histórico con un desfile deportivo se refleja la voluntad pacifista y conciliadora de nuestro pueblo”. Se trataba, pues, de un aniversario deliberadamente civil --incluso civilizador-- a través del cual el régimen posrevolucionario marcaba su distancia del carácter armado y rebelde de la propia efeméride que celebraba.

La segunda ironía está en el sentido que Enrique Peña Nieto le dio a su primer 20 de noviembre como Presidente, improvisando una ceremonia no ya cívica como las de antaño sino abiertamente militarizada --como el comandante supremo Felipe Calderón lo hubiera querido. En palabras de Peña, “una de las instituciones creadas por el movimiento revolucionario es el Ejército Mexicano. Desde entonces, ha escrito páginas de gloria en defensa de nuestras instituciones. Ha sido factor de cohesión, estabilidad y desarrollo para el país. Ha sido una fuerza a favor de la paz y la tranquilidad de la población”. Para el primer gobierno priísta de la era democrática conmemorar los ideales de la Revolución mexicana significa conmemorar… a las fuerzas armadas.

La tercera ironía está en que el partido emanado de la Revolución hoy gobierna con la promesa de “modernizar” muchas prácticas y estructuras que constituyen su propio legado histórico, mientras que la oposición de izquierda --fundamentalmente el lopezobradorismo-- recupera buena parte de la ideología de la Revolución Mexicana como si ésta nada hubiera tenido que ver con el régimen autoritario que imperó en México durante casi todo el siglo pasado. Así, en tanto que el PRI ha vuelto al poder dejando de reconocerse en el país posrevolucionario que contribuyó a crear, la izquierda ha hecho suyo el viejo nacionalismo revolucionario que se negaba a reconocer como legítima a la oposición democrática.

Cuando teníamos un régimen predemocrático conmemorábamos la Revolución con un desfile cívico-deportivo. Ahora que tenemos un régimen postautoritario la conmemoramos con una ceremonia militar. El programa del PRI que gobierna en el siglo XXI consiste en no asumir responsabilidad de lo que dejó el PRI que gobernó en el siglo XX. Y la oposición de izquierda de hoy insiste en reivindicar una ideología que era anatema para la oposición de izquierda de antes.

A veces ocurre que las conmemoraciones históricas son como aquel perro del que hablaba Karl Kraus: le aúllan a la luna mientras orinan sobre las tumbas.

--  Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 25 de noviembre de 2013

lunes, 11 de noviembre de 2013

Calendario cívico

El calendario laboral vigente en México cuenta con un total de siete días de descanso obligatorio: 1 de enero, 5 de febrero, 21 de marzo, 1 de mayo, 16 de septiembre, 20 de noviembre y 25 de diciembre. El calendario escolar de la Secretaría de Educación Pública agrega, a su vez, tres días más: 18 de marzo, 5 de mayo y 15 de mayo.

Dejemos a un lado los días que no corresponden, como tales, a una efeméride –es decir, 1 de enero (año nuevo), 15 de mayo (día del maestro) y 25 de diciembre (Navidad). Reparemos, entonces, en los años a los que corresponden originalmente cada una de las conmemoraciones restantes. El 5 de febrero se remite al día en que fue proclamada la Constitución de 1917. El 21 de marzo, al natalicio de Benito Juárez en 1806. El 1 de mayo, a los mártires de Chicago de 1886. El 16 de septiembre, al grito de Dolores en 1810. El 20 de noviembre al inicio de la Revolución Mexicana en 1910. El 18 de marzo, a la expropiación petrolera en 1938. Y el 5 de mayo, a la batalla de Puebla en 1862. (No ahondo, por obvias razones de espacio, en los detalles curiosos ni en las fascinantes complejidades que hay en la historia de cada uno de esos días).

En términos generales nuestro calendario cívico se agota, pues, en tres grandes procesos históricos: la Independencia, la Reforma (en un sentido muy amplio) y la Revolución. Ésta última es la predominante en tanto que cuatro de los siete días patrios la evocan directa o indirectamente. Pero, contra lo que dice el lugar común, la mayoría no son en estricto sentido celebratorios de hechos de armas. Tres lo son (1810, 1862 y 1910) pero los demás se refieren a otro tipo de acontecimientos: una fecha de nacimiento (Juárez es el único prócer al que le ha sido dado tener un día de asueto obligatorio en su honor), una fecha constitucional, una fecha internacional (la del día del trabajo) y una fecha relativa a una decisión presidencial que, por polémica que haya sido, no implicó derramamiento de sangre (la expropiación petrolera).

De hecho, comparado con los de Estados Unidos (http://j.mp/1cdAjjQ), de Francia (http://j.mp/1gC3CSC) o de Argentina (http://j.mp/1eBTlFw), por poner apenas tres ejemplos, el mexicano no parece un calendario cívico particularmente inclinado a glorificar la violencia.

Lo que llama la atención, más bien, es que en los últimos 75 años de historia aparentemente no ha ocurrido nada ni ha vivido nadie digno de figurar en el catálogo de nuestras fechas patrias; que las múltiples transformaciones que experimentó México durante la segunda mitad del siglo XX, o en la primera década del siglo XXI, no hayan dado para recuperar algún episodio ni para celebrar a algún personaje.

Es como si una parte de la labor simbólica de crear país se nos hubiera acabado en 1938.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, noviembre 11 de 2013

lunes, 4 de noviembre de 2013

Investigar el gasto en publicidad gubernamental


¿Cuáles son las condiciones que hacen posible un periodismo independiente y de interés público? ¿Cómo evitar que las libertades de prensa o de mercado se conviertan en coartadas para no regular la relación entre medios de comunicación y poderes públicos? ¿Puede la industria de las noticias servir a la ciudadanía cuando no está organizada ni funciona conforme a criterios mínimamente transparentes?

En torno a este tipo de preguntas giró la brillante conferencia que Natalie Fenton impartió durante el primer seminario internacional “El estado del periodismo y los medios”, organizado la semana pasada por el CIDE. Profesora en Goldsmiths, Universidad de Londres, e integrante fundadora de la Coalición para la Reforma de los Medios en el Reino Unido, Fenton argumentó que la importancia de las prácticas periodísticas y los medios de comunicación en un sistema democrático demanda que las ciencias sociales se los tomen más en serio como objetos de estudio.

Su charla dio pie a un muy vivo intercambio que terminó recalando en el tema del gasto en publicidad gubernamental: en las cantidades a las que asciende, en lo que representa para las finanzas de la industria de las noticias, en la opacidad general que caracteriza la experiencia mexicana en la materia. Y es que salvo por contadas excepciones, como el informe “El costo de la legitimidad. El uso de la publicidad oficial en las entidades federativas” (http://j.mp/1aThLqx) coordinado por Artículo 19 y FUNDAR, en México no hemos indagado a fondo, no hemos generado un cuerpo de conocimiento que vaya más allá de las especulaciones o las anécdotas con respecto al flujo de dinero público hacia los medios.

La información con la que contamos es escasa e imprecisa pero suficiente como para formular algunas primeras preguntas de investigación.

Por ejemplo, en el anexo estadístico del Informe de Gobierno 2012-2013 hay un cuadro sobre “Gasto ejercido en servicios de comunicación social y publicidad en la Administración Pública Federal” (http://j.mp/18PZPs9, p. 20) que muestra los montos erogados para dicho rubro por cada entidad gubernamental entre 2001 y 2013.

En 2001, el total ascendió a 1.9 mil millones de pesos (mmdp); en 2003, a 3.1; en 2008, a 5.5; y en 2012, a 8.4 mmdp. ¿Cómo explicar ese crecimiento? ¿En qué medios, conforme a qué proporción y de acuerdo a qué criterios se gastó todo ese dinero?

En 2003, el presupuesto ejercido en Turismo como entidad de control presupuestario indirecto se incrementó en 5742%; en 2008, el de la Secretaría del Trabajo aumentó en 46590% y el de la Secretaría de la Defensa en 42195%; en 2009, el de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación se disparó en un 1542%; y en 2011, el de la Secretaría de la Marina creció en un 9656%. ¿A qué respondieron esos cambios tan drásticos?

Entre enero y junio de 2013, el total de gasto se contrajo en 94%. ¿Cómo han logrado sobrevivir los medios de comunicación a un recorte tan drástico en una de sus principales fuentes de financiamiento? ¿Han reducido sus costos o han encontrado otras formas de financiarse? ¿Y cómo ha impactado todo ello en sus líneas editoriales?

Bien dijo Natalie Fenton que “tan importante es que los medios de comunicación llamen a cuentas a los poderes públicos como que los ciudadanos llamen a cuentas a los medios de comunicación”.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 4 de noviembre de 2013

lunes, 28 de octubre de 2013

El INE y la visión “chilangocéntrica”

Ya en otras ocasiones me he referido a la visión “chilangocéntrica” que suele imperar en nuestra conversación pública: una visión que no se ocupa del ámbito local más que en términos de sus implicaciones para la política “nacional” y que, a fuerza de no ocuparse, termina por no saber dar cuenta de lo que ocurre en él o, peor aún, por representarlo como un ámbito reducido a oscilar entre la anarquía y el despotismo.

Vuelvo al tema porque identifico mucho de esa visión en la propuesta de reforma, ampliamente comentada durante las últimas semanas, que tiene como objetivo desaparecer tanto al Instituto Federal Electoral (IFE) y a los institutos electorales de los estados para crear un gran Instituto Nacional Electoral (INE) que se encargue de organizar todas, todas, las elecciones.

El diagnóstico es que el poder de los  gobernadores sobre los comicios locales está fuera de control, que los institutos no tienen capacidad para garantizar la integridad de los procesos electorales o se encuentran, incluso, capturados por los mismos gobernadores.

Y la presunta solución consiste en prescindir por completo de las propias entidades federativas sustrayendo la materia electoral de su ámbito de competencia para concentrarla, en cambio, en un único órgano que desde el centro meta en cintura a los gobernadores y ponga orden, de Tijuana hasta Chetumal, en los procesos electorales locales.

El diagnóstico es típicamente “chilangocéntrico” tanto en la generalización como en la abstracción. Por un lado, asume que la “provincia” es homogénea, no se detiene a observar especificidades ni a hacer distinciones. Por el otro, tampoco considera necesario recurrir a algún tipo de evidencia, no ofrece datos duros ni remite a casos concretos. Imagina, pues, que fuera del D.F. no hay más que “Cuautitlanes” con gobernadores “feudales”, instituciones sometidas y sociedades postradas . Hace como si la diversidad política regional no existiera ni hubiera información al respecto.

La solución es igualmente “chilangocéntrica” tanto al dar por descontada la posibilidad de encontrar alternativas locales como al suponer que la mejor opción es centralizar. Es decir, no se detiene a considerar el fortalecimiento del sistema de pesos y contrapesos a nivel estatal, ni tampoco repara en lo endeble que resulta la expectativa de querer controlar a los gobernadores desde la lejanía y el desconocimiento que imperan en la capital. No concibe que puedan existir soluciones locales ni que la viabilidad de una intervención “desde arriba” sea cuestionable. Hace como si la “provincia” no tuviera remedio y el centro fuera infalible.

La propuesta del INE no parte de un diagnóstico sino de un prejuicio. Y no es una solución sino un desplante…

Es difícil imaginar algo más “chilangocéntrico” que querer limitar a los “virreyes” de los estados instituyendo una nueva autoridad electoral con toda la fisonomía de una metrópoli.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 28 de octubre de 2013

lunes, 21 de octubre de 2013

Alfredo Corchado y la alquimia de la experiencia migratoria

La semana pasada se presentó en la ciudad de México Medianoche en México. El descenso de un periodista a las tinieblas de su país (Debate, 2013): un relato, a medio camino entre reportaje y testimonio, sobre el lado más oscuro de las transformaciones que ha vivido México durante las últimas dos décadas.

Su autor, Alfredo Corchado, es originario de San Luis de Cordero, un pequeño pueblo en Durango cerca de la zona hoy conocida como “el triángulo dorado”. A mediados de los años sesenta, cuando era apenas un niño, Corchado migró con su madre y sus hermanos a Estados Unidos, donde su padre trabajaba de bracero. Allá se quedó, allá creció, allá adquirió una educación sentimental atesorando recuerdos familiares y mucha música mexicana. Y allá, también, se hizo periodista. Pero treinta años después volvió, como corresponsal “extranjero” del Dallas Morning News, a una patria muy distinta de la de su nostalgia.

Medianoche en México es el producto de su trabajo como reportero y de su ajuste de cuentas, digamos, como Mexican-American en México. De ahí que sea un libro susceptible de ser leído, como bien apuntó Guillermo Osorno al presentarlo, en diversos registros: como una bitácora de ese profundo deterioro que llamamos “la guerra”; como una carta de amor filial; como una lección de periodismo bajo amenaza; como una saga del retorno lopezvelardiano al edén subvertido; como la crónica de un muy personal proceso de autodescubrimiento…

Yo he querido leerlo como la expresión de una sensibilidad liminar con respecto a México, de una suerte de feeling fronterizo con suficiente cercanía como para saber cómo son las cosas aquí pero suficiente distancia como para no haberse acostumbrado a que las cosas sean así. Una mirada anfibia, pues, de la que emana una visión del presente mexicano realista pero sin cinismo, inconforme pero sin ingenuidad.

En esa sensibilidad, en ese feeling, en esa mirada hay una alquimia a un tiempo contundente y conmovedora. Sus padres decidieron llevarse a la familia a Estados Unidos porque aquí no había oportunidades, no había futuro para ellos. Cincuenta años después Alfredo Corchado regresa y escribe un libro sobre México dedicado a sus padres “por enseñarme el arte de creer a pesar de todas las adversidades”.

Es la alquimia de la experiencia migratoria: crear esperanza donde ya no la había.

De eso se trata, en el fondo, el libro de Alfredo Corchado. De un mexicano de Estados Unidos que vuelve para regalarnos a los mexicanos de México el relato doloroso pero aún así esperanzado que él ha logrado entresacar, a partir de su propia experiencia, de nuestra desesperación.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 21 de octubre de 2013 

lunes, 14 de octubre de 2013

Recuerdo de Orwell

En un lúcido ensayo sobre la fuerza del autoengaño en política –sobre el hábito de creer cosas que uno sabe que no son ciertas o de negarse a admitir hechos evidentes–, George Orwell invitaba a sus lectores a llevar un diario en el que registraran sus opiniones sobre eventos importantes. De ese modo, cuando hubiera circunstancias o datos que mostraran cuán absurda era tal o cual opinión, podrían cotejar si dicha opinión no había sido, de hecho, la suya.

Era una fórmula muy apta para tratar de no incurrir en la frecuente práctica de sostener opiniones políticas con independencia de los acontecimientos a los que se refieren. Es decir, como si se bastaran a sí mismas, como si el adjetivo “políticas” le concediera a dichas opiniones el privilegio de no tener que confrontarse con la realidad. Seamos francos, remataba Orwell: “ver lo que ocurre delante de nuestras narices requiere una batalla constante”. Una batalla, se entiende, sobre todo contra nuestra obstinada capacidad de autoengañarnos.

El genio de Orwell estaba, más que en sus ideas o en su método, en su empeño de dar precisamente esa batalla. En su voluntad de mantenerse en guardia ante el acecho que las inercias, las pasiones y los prejuicios ejercen, desde el cubil del propio fuero interno, sobre nuestra disposición para habérnoslas con el mundo. Fue así como Orwell logró cultivar esa dignidad tan distintiva que tuvo su mirada, ese modesto pero transparente estilo basado en lo que él mismo denominó “el poder de encarar”.

Su prosa fue un elocuente testimonio de ese poder. Limpia, llana, directa, no buscaba agradar sino ser clara: decir lo que tenía que decir como tenía que decirlo. Y es que la integridad de la escritura era inseparable, para Orwell, de la integridad de la conciencia. “El mayor enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad”, dejó dicho en otro de sus ensayos. Alérgico a los eufemismos, a los lugares comunes y a las frases hechas, exigía a quienes escribimos pensar las palabras con las que trabajamos para evitar que las palabras hicieran el trabajo de pensar, o mejor dicho de no pensar, por nosotros.

Contra la comodidad del autoengaño y la impunidad de la palabrería en una conversación pública que a veces, demasiadas veces, tiene muy poco de genuina conversación y mucho de estéril griterío, he querido recordar a Orwell como un modelo, como un ejemplo en cuya obra encarna muy sobradamente una virtud que a veces, demasiadas veces, parece hacernos falta: la honestidad intelectual.    

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 14 de octubre de 2013

lunes, 7 de octubre de 2013

El racismo como historia viva

James Baldwin (1924-1987), cuya obra constituye una de las más logradas exploraciones críticas de lo que fue la experiencia negra en Estados Unidos durante el siglo XX, exigía concebir la historia no como sinónimo de un tiempo anterior, como aquello que dejó de existir, sino como algo que sigue existiendo: como una fuerza viva.

“La historia”, escribió en La culpa del hombre blanco (http://j.mp/196l7p5), “no se refiere sólo, ni siquiera principalmente, al pasado. Al contrario, su gran poder reside en el hecho de que la llevamos dentro de nosotros mismos, de que en muchos sentidos estamos inconscientemente controlados por ella. La historia está literalmente presente en todo lo que hacemos”.

La implicación fundamental de esa idea en la obra de Baldwin —que la historia no es lo que ya pasó sino lo que todavía está pasando— es que aunque el origen de las injusticias raciales se remonte a décadas o siglos anteriores, su persistencia a través del tiempo, sus ramificaciones hasta el día de hoy, generan cierto tipo de responsabilidad.

Y es que un individuo no puede ser llamado a cuentas por lo que la historia ha sido, pero sí por lo que él hace con la historia de la que forma parte y que forma parte de él. Uno no escoge tener la piel blanca, pues, pero sí escoge qué actitud asume con respecto a todos los privilegios que aún en la actualidad conlleva tener ese color de piel.

Recuerdo a Baldwin y su idea del racismo como una historia viva a raíz de la irrupción de múltiples episodios más o menos recientes en la conversación pública mexicana: por ejemplo, del artículo de Mario Arriagada sobre la llamada “prensa de sociales” (http://j.mp/1b0AK0O); de un par de notas en torno a la discriminación explícita que practican las agencias de publicidad (http://j.mp/1fTpKZk o http://j.mp/16BZZcd); de las expresiones raciales que en las redes sociales se endosaron contra los maestros de la CNTE (http://j.mp/1fbgFtA); de la humillación por parte de un funcionario local que padeció un niño tzotzil que vendía dulces en Villahermosa (http://j.mp/16sa9dm); de cómo dos semanas después del paso de las tormentas “Ingrid” y “Manuel” por Guerrero, las autoridades sólo habían atendido a 60 de más de 700 comunidades indígenas que habitan en la región de La Montaña (http://j.mp/18dULAs); de los casos trata y explotación sexual que padecen muchos menores de origen indígena(http://j.mp/GD76ES)
de la mujer mazateca que, tras serle negada atención médica en un centro de salud en Oaxaca, terminó dando a luz en plena intemperie (http://j.mp/192pFgb); etcétera.


Lo que vemos cuando vemos todas estas manifestaciones acumuladas de racismo no es otra cosa que el rostro de una historia muy vieja pero muy viva. Una historia de la que no hemos sabido, o no hemos querido, hacernos cargo.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 7 de octubre de 2013

lunes, 30 de septiembre de 2013

Reformas como “productos milagro”

Exagerar los beneficios que acarrearía la aprobación de tal o cual reforma hasta el punto de promoverla como si se tratara de un “producto milagro”, de esos que prometen curar simultáneamente todo tipo de dolencias u obtener resultados inmediatos sin hacer mayores esfuerzos, es una de las rutinas retóricas más desgastantes de nuestra conversación pública. Porque en su afán de suscitar adhesiones dicha rutina termina condenando las reformas no a que fracasen sino, en todo caso, a que decepcionen.

Desde hace ya tiempo (¿ 1994? ¿1997? ¿2000? ¿2006? ¿2012?) que en México existe un clima de opinión muy propicio para la inflación de expectativas: en el que suelen imperar ánimos más precipitados que reflexivos, tonos más exaltados que esperanzados, voluntades más preocupadas por mostrarse muy convencidas de que hay que cambiar que ocupadas en hacerse cargo de los cambios posibles.

Así, cada elección presidencial, cada periodo de sesiones en el Congreso, cada negociación importante entre los partidos tendemos a representárnosla como “la hora de la verdad”, como una disyuntiva en la que hay que elegir “entre el pasado y el futuro”, como la última oportunidad para hacer “las reformas que el país necesita”, para lograr “el cambio verdadero”, etcétera.

No se me oculta que hay de reformas a reformas, que habrá algunas que puedan hacer diferencias significativas y otras que no tanto. Tampoco ignoro que hay intereses muy concretos que ganan cuando nos relatamos la vida pública en un registro, digamos, de tan corto horizonte y tanta intensidad.

Lo que me pregunto, en todo caso, es cuál será el efecto acumulado de esa manera de contarnos nuestra historia contemporánea como la historia de una crisis sin fin, como una sucesión interminable de coyunturas perenetorias. ¿Qué tipo de propuestas tienen mayor probabilidad de éxito cuando el electorado espera resultados rápidos y contundentes? ¿Qué clase de figuras políticas saben canalizar mejor la impaciencia, la frustración, la furia? ¿Qué noción de futuro puede engendrar un presente tan volcado sobre sí mismo, tan falto de perspectiva?

Quizás convendría replantear la manera en que nos hemos acostumbrado a pensar las reformas. Dejar de concebirlas como actos e imaginarlas más como procesos; poner el énfasis no tanto en quién las promulga sino en cómo se ejecutan.

Hay un punto en el que la responsabilidad no es ya solamente de quienes venden “productos milagro”. Es, también, de quienes insisten en seguirlos comprando... 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, 30 de septiembre de 2013

lunes, 23 de septiembre de 2013

Reformas y capacidades

Una de las causas más frecuentes del fracaso de proyectos reformistas, sobre todo en los países en desarrollo, es la falta de capacidades institucionales. No basta con que los diagnósticos sean certeros, con que haya voluntad y dinero, ni siquiera con que las reformas susciten amplio consenso. Lo más importante, lo fundamental, es que existan instituciones que ejecuten exitosamente las reformas en cuestión, que conviertan las buenas intenciones en buenos resultados.

El ímpetu reformista del gobierno de Enrique Peña Nieto acusa un notable déficit en ese sentido. Plantea transformaciones muy ambiciosas en distintos ámbitos, pero no se hace cargo de la necesidad de contar con los capacidades institucionales para hacerlas viables, para encauzar y sancionar esas transformaciones. Y es que hay una gran diferencia entre tener ganas de cambiar las cosas y tener capacidad de cambiarlas.

Aunque, visto el modus operandi del peñanietismo, lo que habría que preguntar es más bien si de veras hay ganas de cambiar cuando no hay ganas de construir capacidad de cambio. Dos ejemplos:

1)   La reforma fiscal aspira a recaudar más recursos y elevar la carga impositiva sobre los grupos de mayores ingresos. Sin embargo, no fortalece la magra capacidad redistributiva del Estado mexicano (véase la famosa gráfica de la OCDE en http://j.mp/1agjDYx) ni modifica sustantivamente la estructura del presupuesto. Es decir, se trata de una reforma que busca aumentar los ingresos pero sin comprometer al gobierno a gastar mejor.

2)   La reforma energética promete elevar la producción de hidrocarburos a un menor costo para ampliar la renta petrolera y promover un mayor desarrollo económico. Sin embargo, entre 2001 y 2012 los  excedentes petroleros (i.e., los ingresos derivados de la diferencia entre el precio fijado en la ley de ingresos y el precio promedio de la mezcla mexicana) ascendieron a 955 mil millones de pesos (véanse el análisis de datos de D4 en http://j.mp/14xC1eI) sin que esa renta petrolera adicional se tradujera en un gasto mejor orientado para promover el desarrollo. Es decir, se trata de una reforma que busca aumentar la extracción de riqueza del subsuelo pero sin mejorar la capacidad del gobierno para disponer de esa riqueza de un modo más transparente y productivo.

¿De qué sirve reformar para dotar al gobierno de mayores recursos si no se reforma, a su vez, la forma en que el gobierno gasta?

Que en la agenda presidencial no tengan prioridad ni la rendición de cuentas ni el combate a la corrupción dice mucho, lo dice todo, sobre la falta de capacidades institucionales con la que tarde o temprano se toparán las reformas…

Al tiempo.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 23 de septiembre de 2013

lunes, 9 de septiembre de 2013

Reformar es implementar

Las dificultades que para la reforma educativa representa no sólo la oposición de la CNTE, sino el debilitamiento de liderazgos locales del SNTE en varios estados de la República (e.g. Aguascalientes, Campeche, Chihuahua, Nuevo León, Quintana Roo, Veracruz, Yucatán), no parecen haber hecho mella en el ímpetu reformista del gobierno de Enrique Peña Nieto.

Al contrario, favorecido por la mala imagen pública que –justa o injustamente– tiene el gremio magisterial, el Presidente desdeñó las protestas como obra de “grupos minoritarios” y celebró que la reforma ya fue aprobada. Más aún, aprovechó para mandar el siguiente recado: “con respecto a las reformas […] es natural que se den resistencias, que las minorías sean escuchadas, que se han abierto mesas de diálogo y de atención. Y agotaremos la vía del diálogo, precisamente, para evitar la toma de otras acciones que están en las atribuciones del Estado mexicano”. Segunda llamada, segunda.

Hay un problema en que el deteriorado prestigio social de los maestros se haya convertido en la punta de lanza de la reforma educativa. En que la evaluación se haya pensado más como un mecanismo punitivo que como un instrumento que contribuya a la profesionalización docente. En que mientras la dirigencia del SNTE ha sido silenciada y sometida, la disidencia magisterial ha adoptado una estrategia conservadora de rechazo a la reforma en lugar de una estrategia progresista que contrarreste su mala imagen pública y proponga una reforma alternativa. Hay un problema, pues, en el hecho de que la batalla por la reforma educativa se esté configurando como una batalla en la que el gobierno parece concebir a los maestros como un obstáculo a vencer y los maestros al gobierno como una fuerza a la que hay que plegarse (el SNTE) o contra la que hay que resistirse (la CNTE).

Porque las modificaciones constitucionales y legislativas son apenas el principio. Reformar no es sólo cambiar lo que digan las normas; es, sobre todo, implementar esos cambios: convertir las nuevas normas en planes de acción, los planes de acción en acciones, las acciones en resultados. Lo que sigue, en suma, es un largo y escarpado proceso, lleno de imprevistos y complicaciones.

En ese proceso los maestros no deberían concebir al gobierno como una fuerza a la que hay que plegarse o contra la que hay que resistir sino como su principal aliado para liberar la carrera docente del control de las cúpulas sindicales. Y el gobierno no debería concebir a los maestros como un obstáculo a vencer sino como el principal agente para la transformación del sistema educativo. Pues si no es con ellos, ¿con quién?

No es lo mismo ganar una coyuntura que lograr un cambio estructural.

-- -- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 9 de septiembre de 2013