lunes, 26 de diciembre de 2011

Estado de derechismo

Tengo frente a mí dos caricaturas de Paco Calderón recientemente publicadas en Reforma. La primera (http://j.mp/vLRLJ6), a propósito del informe “Ni seguridad, ni derechos: ejecuciones, desapariciones y tortura en la ‘guerra contra el narcotráfico’ de México” de Human Rights Watch, propone que los defensores de los derechos humanos protegen a los narcotraficantes. La segunda (http://bit.ly/rGfZog), con motivo del asesinato de dos estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa durante una manifestación, presenta a los muertos como un gracioso regalo navideño de la policía para los “mitoteros”.

Detengámonos en ambas caricaturas por un momento. Preguntémonos: ¿qué quieren decir?, ¿en qué contexto?, ¿a qué tratan de apelar? Nótense detalles como el color de la piel de cada uno de los personajes, su ropa, su lenguaje corporal, los símbolos con que el caricaturista escoge dotarlos de identidad. Nótese, también, que se publican cuando el hostigamiento y las agresiones contra defensores de derechos humanos e integrantes de movimientos sociales registran un franco recrudecimiento —véanse, por ejemplo, el informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (http://bit.ly/vBQEfu), la declaración de la Delegación de la Unión Europea en México (http://bit.ly/uPQc9S), el estudio de Pablo Romo Cedano (http://bit.ly/sIF649) o los boletines compilados por el Centro Nacional de Comunicación Social (http://bit.ly/stdjwu) al respecto. Y nótese, finalmente, que ninguna de las imágenes cuestiona la responsabilidad de las autoridades ni en la violación de los derechos humanos ni en el uso excesivo de la fuerza contra la población civil.

No me interesa el caricaturista como autor. Me interesan, más bien, sus caricaturas como síntoma, como expresión de un fenómeno que propondría denominar “estado de derechismo”: una manera de interpretar la realidad en la que se conjugan una creciente ansiedad de clase con una idea ávidamente punitiva de la legalidad; una forma de representar el conflicto en la que la función de la ley es solamente mantener el orden y repartir castigos (e.g., multas, toletazos, cárcel, balazos), no promover la participación ni garantizar derechos (e.g., al debido proceso, a la información, a la presunción de inocencia, a la libre manifestación); una mirada en la que cualquier tipo de interpelación, denuncia o crítica al poder, de activismo, movilización o protesta social, es susceptible de ser deslegitimado como un acto de provocación, de rebeldía o, incluso, de complicidad con el crimen.

No se trata de un fenómeno marginal ni pasajero. El estado de derechismo es, hoy, el producto cultural más acabado y más exitoso del sexenio que termina.


-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 26 de diciembre de 2011

lunes, 5 de diciembre de 2011

¿Otra vez el país de un solo hombre?

A veces nos da, todavía, por hacer como si viviéramos en el país de un solo hombre. Por hacer como si la abigarrada red de intereses que nos gobierna, la dimensión estructural de muchos de nuestros problemas, la conflictividad inherente a esa sociedad diversa que somos, la tenaz debilidad de nuestras instituciones o la consabida dependencia de la economía mexicana con respecto a la de Estados Unidos fueran todas susceptibles de cambiar súbita y radicalmente según una pregunta: ¿quién será el próximo Presidente?

No digo que la elección del jefe del Ejecutivo sea irrelevante; tampoco que dé igual que gane uno u otro candidato. Digo, más bien, que la forma en que nuestra conversación pública comienza a ocuparse del 2012 acusa cierta propensión, digamos, a exagerar la diferencia que —para bien o para mal— puede hacer un cambio de inquilino en Los Pinos. Y es que en los últimos días encontramos en la prensa planteamientos como, por ejemplo, que Josefina Vázquez Mota es la única que puede llevar a México, ella sola, hacia la “democracia liberal” (Macario Schettino); que Andrés Manuel López Obrador quiere ser como Hugo Chávez y gobernar “sometiendo”, él solito, “al poder legislativo y al judicial, al Ejército y a la policía, a la prensa y el empresariado” (Rubén Cortés); que Enrique Peña Nieto proseguirá la guerra “entregando a Washington”, por sus pistolas, “el control del territorio nacional” (Luis Javier Garrido); etcétera.

A pesar de la cantidad de iniciativas presidenciales que se han visto frustradas durante los últimos cinco, diez, quince años; a pesar de los considerables frenos al poder del Presidente que han representado la Constitución, el Congreso, la Suprema Corte, los gobernadores, los órganos autónomos, la sociedad civil, los sindicatos, los empresarios, los medios de comunicación, los “mercados” o la endeble composición de nuestras finanzas públicas; a pesar de que según los concisos latinajos de Sartori pasamos del hiper- al hipo- presidencialismo; a pesar de ésos y otros pesares parece que insistimos en coquetear con el absurdo de que en la elección de una persona están cifradas, a plenitud, la gloria o la ruina de la república.

La evidencia acumulada durante nuestra experiencia democrática, de 1997 a la fecha, tendría que haber jubilado aquella vieja representación del Presidente como un “monarca absoluto” (Daniel Cosío Villegas) que reinventa el país conforme a su voluntad cada seis años. Porque hoy sabemos que importa la elección presidencial pero importan también muchas otras cosas que no dependen, en sí, de su resultado; sabemos que importa el liderazgo pero importan también las reglas, los instrumentos, las capacidades, los apoyos, el equipo, los recursos, los adversarios, las circunstancias, la suerte; sabemos, pues, que importa el poder presidencial pero importa también una multitud de otros poderes (formales e informales) con los que el nuevo Presidente, sea quien sea, tendrá que habérselas.

Con todo, quizás ocurre que la sensación de naufragio que deja este sexenio, aunada a la inflación de expectativas propia de la temporada electoral, contribuye a promover una especie de nostalgia por eso que Juan Espíndola Mata llamó el “mito presidencial” (véase su magnífico ensayo al respecto, El hombre que lo podía todo, todo, todo. Ensayo sobre el mito presidencial en México, México, El Colegio de México, 2004). O quizás ocurre, como lo supo ver Alfonso Reyes, que en esa especie de nostalgia por la imagen de un Presidente todopoderoso hay algo más que una mera fantasía: “Atlas que sostenía la república; hasta sus antiguos adversarios perdonaban en él al enemigo humano, por lo útil que era, para la paz de todos, su transfiguración mitológica”.


-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 5 de diciembre de 2011

lunes, 7 de noviembre de 2011

Ascender a lo local


Durante la década de 1980 lo local se convirtió en el ámbito predilecto de una esperanza: los efectos sociales del proceso de modernización posrevolucionaria (e.g., menor analfabetismo, mayor grado de urbanización, aumento de la pluralidad social), aunados al impacto de recurrentes crisis económicas (e.g., 1976, 1982, 1986), parecieron cristalizar en un crecimiento de las oposiciones locales que anticipaba, para muchos, la posibilidad de una democratización “de la periferia al centro”.

Hoy, treinta años después, lo local se nos presenta como una pesadilla: o como un ámbito de gobiernos “penetrados” por el narcotráfico, de autoridades “rebasadas” por la violencia, de policías “corrompidas” y de territorios “controlados” por el crimen organizado; o como un ámbito de “caciques” o “virreyes”, de “dinerocracia” sin límites, de amos y señores que reinan en sus “feudos” sin oposición alguna. Como un ámbito, en suma, en el que parecen conjugarse desgobierno y tiranía –y a propósito del cual comienzan a menudear voces llamando a intervenir, digamos, “de arriba hacia abajo” (e.g., desapareciendo institutos y tribunales electorales locales, creando una policía nacional única, recentralizando competencias y atribuciones, fortaleciendo la facultad del Senado para declarar desaparición de poderes).

¿Cómo pasamos de concebir lo local como una promesa democrática a percibirlo como una amenaza anárquico-autoritaria? No se me oculta, desde luego, la burda simplificación que implican ambas imágenes. Pero no creo equivocarme al identificarlas como distintivas de lo que ha sido, grosso modo, la representación de lo local en la narrativa del cambio político en México. Una narrativa pensada desde y para el centro, desde y para esa mezcla de arrogancia, desprecio, indiferencia y desconocimiento que caracteriza la “mirada federal” (como la ha llamado Fernando Escalante) con respecto al “interior de la República” (expresión, por lo demás, harto sintomática de la exterioridad en la que se ubica a sí misma dicha mirada). Una narrativa, pues, en función de la cual la desafiante complejidad de los universos políticos locales suele quedar reducida a la mera cuestión de si ha habido o no alternancia –como si el hecho de que otro partido gane las elecciones significara que todo ha cambiado, como si la continuidad de un mismo partido en el gobierno significara que todo sigue igual.

Y es que mientras no entendamos lo local en sus propios términos, emancipado de las fantasías que vicariamente proyectamos sobre su ámbito, seguiremos sin entender qué demonios ha pasado en este país durante las últimas tres décadas. No es que haya que “bajar” el nivel de análisis sino más bien, como quería el mejor Marx, que hay que “ascender a lo concreto”.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 7 de noviembre de 2011.

lunes, 24 de octubre de 2011

Los números y las historias


Hace algunas semanas Diego Enrique Osorno publicó, en Gatopardo, un inquietante testimonio sobre el México de la última década: el de la alternancia y, al mismo tiempo, el de los zetas. Hay muchas observaciones interesantes, agudas, algunas incluso francamente incómodas, en su texto. Me detengo en una: “es probable que la lógica seguida por los medios de comunicación de aproximarse con vocación estadística, cuasi deportiva, a la violencia desatada en varios lugares del país –una lógica que yo también seguí– en algo ha de ser cómplice de la tragedia nacional". 

Veamos. Dice Osorno que el “furor democrático” que siguió a la derrota del PRI en el 2000 se tradujo, para reporteros como él, en un afán de tratar de abrir la caja de Pandora de la política mexicana, de averiguar qué se hacía con los dineros públicos, de indagar componendas y complicidades, de documentar y exhibir las entrañas de la corrupción. Comenzaba entonces la que prometía convertirse en la era del sufijo “gate”. A partir del 2007, sin embargo, tras la declaración de “guerra” con la que el Presidente Calderón inauguró su sexenio y la espiral de violencia que ésta detonó, aquel emocionante apetito de hacer investigación periodística degeneró en la tétrica rutina de hacer el recuento mortuorio: “De contar hasta la cantidad y el precio de las toallas compradas en la residencia presidencial de Los Pinos, se pasó a contar el número de los cadáveres que entraban a diario a la morgue más cercana a tu redacción”. Se estrenaba, pues, la era de los “ejecutómetros”.

La de Osorno es la crónica de una claudicación gremial pero es, también, la crónica de su rebeldía contra ella. Por un lado, un periodismo que se limita a contar muertos; por el otro, un reportero que insiste en tratar de relatar sus historias. Contra la frialdad de las cifras, el poder de la narrativa.

No es que el conocimiento cuantitativo sea insustancial o irrelevante. Al contrario, como sabemos gracias a los trabajos de Fernando Escalante, Eduardo Guerrero, José Merino o Diego Valle-Jones, las estadísticas ayudan a hacer inteligibles las relaciones de causalidad, la magnitud, los patrones de la violencia. El problema, más bien, está en el hecho de que los números han terminado por reemplazar a las historias en el espacio de nuestra conversación pública, en que sabemos más o menos cuántos pero no quiénes han muerto, en que las gráficas describen tendencias pero no comunican experiencias.

Tiene razón Osorno: un periodismo que se resigna a sólo llevar la contabilidad de las muertes es, en última instancia, un periodismo que abona el terreno para la indiferencia.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 24 de octubre de 2011

lunes, 10 de octubre de 2011

Un mejor periodismo es posible

La semana pasada el periódico La Prensa publicó en su primera plana fotografías de las dos cabezas que aparecieron sobre el cofre de una camioneta abandonada en los linderos del Estado de México y el Distrito Federal. Es difícil entender en qué clase de razonamiento se apoyó la decisión de reproducir sin atenuantes imágenes tan deliberadamente agresivas, cuál se pensó que sería su aportación en términos informativos. A la violencia propia del hecho en sí se sumó, pues, la violencia con que La Prensa optó por comunicarlo.

No se trata de un caso único ni que ocurra en el vacío. Para los medios de comunicación mexicanos, acostumbrados a preciarse más de su independencia con respecto al poder que de su compromiso para con el público, la llamada “guerra contra el crimen organizado” ha representado un desafío inédito. Algunos han escogido atrincherarse en un discurso de máxima libertad y mínima responsabilidad para no hacerse cargo de las consecuencias sociales de sus prácticas periodísticas. Otros, en cambio, han accedido a participar en un ejercicio de escrutinio público y deliberación autocrítica con el fin de mejorar la manera en que informan sobre hechos violentos: el Observatorio de los Procesos de Comunicación Pública de la Violencia.

Hace algunos días se hizo público un informe ejecutivo  reportando los primeros resultados de dicho ejercicio. El documento da cuenta de cómo múltiples medios de prensa escrita, televisión y radio ya han comenzado a adoptar buena parte de los criterios editoriales recomendados en el Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia: tomar partido contra la violencia, no convertirse en voceros involuntarios del crimen, atribuir responsabilidades concretas, respetar los derechos de las víctimas, entre otros.

Entre los mayores aciertos del informe destacan tres. Uno, mostrar que en muchas ocasiones son las propias fuentes gubernamentales las primeras en adoptar estrategias de comunicación que violan la ley (e.g., la presunción de inocencia), que promueven la desinformación (e.g., presentando como consumados procesos judiciales que apenas comienzan) o que dan voz al crimen organizado (e.g., reconociéndole a delincuentes confesos la calidad de fuentes informativas o haciendo públicos sus interrogatorios). Dos, insistir en la importancia de la jurídico como enmarque narrativo, es decir, de darle sentido a los hechos vía su relación con la ley (e.g., no hablar de “ejecutados” sino de “asesinados”). Y tres, hacer explícita la necesidad de ampliar y elevar la calidad de la oferta informativa (e.g., ir más allá de los hechos inmediatos y explorar los contextos regionales o las vinculaciones internacionales de la violencia; abordar temas hasta ahora relegados como el lavado de dinero). 

En contraste, hay un par de aspectos que podrían mejorar. Uno sería el relativo a explicar minuciosamente el significado que tienen los atentados contra medios y periodistas, más allá de las manifestaciones de solidaridad gremial, como ataques contra el derecho que tiene la sociedad a estar informada. Otro sería el relativo al público al que va dirigido el informe, mismo que parece pensando más para medios y periodistas que para el propio público consumidor de noticias.

Con todo, el balance es positivo. No es menor el logro de que tantos medios de comunicación admitan que a veces sus criterios editoriales dejan mucho que desear, que criticarlos no significa querer censurarlos, que tienen una responsabilidad social que atender.

Un mejor periodismo es posible.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 10 de octubre de  2011

lunes, 26 de septiembre de 2011

Miseria del "destape"


La semana pasada Enrique Peña Nieto reconoció abiertamente sus aspiraciones presidenciales. El hecho, que tuvo mucho más de infomercial que de entrevista, ocurrió en el noticiero nocturno de Joaquín López Dóriga. El conductor le preguntó, “nada más por un formulismo”, si quería ser Presidente de México y el exgobernador respondió “sí quiero”, “sí aspiro”, “así de claro, así de abierto, así de franco”.

El resto del intercambio (que puede verse en http://bit.ly/p1xBDl) estuvo dedicado a un peloteo absolutamente insustancial: López Dóriga comentó declaraciones de otros aspirantes, insistió en la “cargada” que ya existe a su favor, preguntó contra quién preferiría competir, y Peña Nieto reiteró que sería “respetuoso” de los otros partidos, de las expresiones de apoyo, de la ley, de los tiempos, de los procesos, etcétera.

La conversación duró alrededor de once minutos. Sobre su gestión como gobernador o sobre su proyecto como aspirante presidencial López Dóriga no le hizo ni una pregunta. Ni una. Peña, por su parte, abundó en verbosidades tipo “estoy decidido a participar en la definición de cuál será el proyecto que mi partido enarbole”, “estoy convencido de que a ésta generación le corresponde y tiene la obligación y está en la gran oportunidad de demostrar que sí se puede”, “mi interés es que sean más las voces que evidentemente asuman la visión que compartimos”.  O sea, no dijo nada. 

Hoy, en el México de los 58 millones de pobres, de los 21 millones de mexicanos con hambre, de los 13 millones que se ganan la vida en la “informalidad”, de los 7 millones de “ninis”, de los 4.5 millones de niños obesos, de los 2.8 millones de desempleados, de los 230 mil desplazados y los 50 mil muertos por la “guerra”, del 1.7% de crecimiento económico promedio en los últimos diez años, del peor rendimiento educativo de todos los países miembros de la OCDE, de las reservas petroleras que se acaban, de una “tormenta judicial perfecta” a la vuelta de la esquina, así se las gastan el aspirante presidencial con mayor intención de voto en las encuestas y el periodista de mayor rating en la televisión: ninguna propuesta, ninguna pregunta.

Asistimos, pues, al aciago espectáculo de un país ávido de audacia, de imaginación y de soluciones; de un precandidato puntero que no tiene nada que decir salvo que tiene ganas; y de un veterano periodista que no sabe preguntar más que insignificancias sobre las “grillas” partidistas.

Así inauguran el PRI y Televisa el proceso electoral del 2012. Bienvenidos a lo que, Peña Nieto y López Dóriga mediante, promete ser una campaña pródiga en vanidad, venalidad y banalidad.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 26 de septiembre de 2011

lunes, 12 de septiembre de 2011

El problema con "el mal"

En días recientes varias voces han intentado darle un giro moral al tema de la violencia en México, introduciendo la noción de “el mal” en nuestra discusión al respecto. Se trata de un giro ambivalente, que por un lado parece ofrecer cierta novedad (pues su ámbito y sus lenguaje son distintos a los de la política de combate a la delincuencia), pero que por el otro resulta muy susceptible de redundar en beneficio de la negativa presidencial a revisar la “estrategia” (pues ¿quién puede oponerse a la intransigencia frente a “la maldad”?).

Tres ejemplos. Primero, Sophía Huett en La Razón: “¿Qué tipo de personas acatan la orden de asesinar? ¿Quién es capaz de jalar el gatillo ante la mirada impotente de quien espera la interrupción de su destino? No es un tema de gobierno, ni de políticas migratorias, ni de Estado fallido. Es, desde la concepción más simplista, tema de maldad humana. Un virus que se enquista en México”. Segundo, Jesús Silva-Herzog Márquez en Reforma: “¿Qué pasa por la cabeza de un hombre que cumple una instrucción para provocarle la muerte a otros? […] ¿Hay alguien que pueda explicar el mecanismo que lleva a nulificar las cuerdas elementales de la conciencia? […] El mal triunfa cuando es capaz de eliminar en los otros la capacidad de pensar, de evaluar, de ponderar moralmente sus acciones. Esa cancelación del pensamiento se extiende entre nosotros”. Y tercero, Héctor Aguilar Camín en Milenio: “Hay la violencia y hay el mal. Parte de nuestra violencia de pronto da la impresión de pertenecer al terreno del mal más que al del crimen […] Es como si la violencia fuera rompiendo umbrales de autocontención, destruyendo a marchas forzadas los límites de lo admisible, lo tolerable, lo imaginable”.

Entiendo el asombro que motiva este tipo de reflexiones, la sensación de que hay actos cuya crueldad sobrepasa nuestra capacidad de entendimiento. Me preocupan, sin embargo, las consecuencias.

Porque “el mal” es una categoría que remite a lo absoluto, a lo ontológico, a lo inescrutable; una categoría que no admite reparos de orden mundano y que, por lo mismo, resulta muy atractiva para inhibir el desacuerdo. Y es que, como escribió Richard Bernstein a propósito del discurso de la maldad tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 (El abuso del mal, Buenos Aires, Katz, 2006), la apelación a “el mal” puede fácilmente convertirse en un recurso político harto efectivo para simplificar problemas complejos, para invalidar ideas diferentes, para acallar a quienes piensan distinto y poner fin a la deliberación democrática. Así, cualquiera que disienta de la visión oficial sobre cómo luchar contra “el mal” puede ser tachado, como ocurrió con los críticos de la “guerra contra el terror” en Estados Unidos, y como ha ocurrido con los críticos de la “guerra contra el crimen organizado” en México, de apologista del enemigo.  

No es que sea inútil la reflexión moral. Al contrario. Ocurre, en todo caso, que hoy en día su utilidad pasa por considerar no sólo las causas sino también las consecuencias de nuestra manera de pensar los problemas.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 12 de septiembre de 2011


Coda.  Jesús Silva-Herzog Márquez responde en su blog. En la sección de comentarios continúa la discusión. 


Coda II. José Carlos Hesles propone ésta reflexión sobre de "lo indecible".


Coda III. "Barrilete cósmico" hace un interesante esfuerzo "hegeliano" (i.e., tesis, antítesis y síntesis) a propósito del mismo tema.


Coda IV. Héctor Aguilar Camín acusa recibo y advierte la necesidad de "una moral laica robusta que nos permita mirar sin tintes religiosos ni tentaciones exterminacionistas el siniestro espectáculo de la brutalidad".

lunes, 29 de agosto de 2011

De asalariados y catrines


¿Qué clase de insulto quiere ser “pinche asalariado de mierda”? ¿Qué significa cuando va dirigido a un hombre de piel morena que porta uniforme de policía? ¿Qué sentido adquieren esas palabras en el contexto de un punto de revisión del alcoholímetro, pasadas las doce de la noche, en la colonia Polanco de la ciudad de México? ¿Y qué añade el hecho de que quien las pronuncia con gestos ostensiblemente agresivos, amenazantes, sea una mujer de piel blanca que corona la trastada con un “no saben con quién están hablando, cabrones”?

Cualquier persona mínimamente socializada en México sabe reconocer, creo, las coordenadas del episodio en cuestión: la furiosa afirmación de una diferencia de clase más o menos vinculada al color de la piel; el inmenso desprestigio social que pesa sobre los cuerpos policiacos; la utilización interesada de ese desprestigio para oponerles resistencia o incluso desobedecerlos cuando están haciendo su trabajo; los alardes de prepotencia de quienes tienen, o saben comportarse como si tuvieran, mucho dinero o mucho poder o muchas influencias; el justificado temor que esos alardes infunden en los policías que, sabiéndose vulnerables, prefieren no “meterse” con la persona “equivocada”.

Seamos francos: no hay nada en ello que constituya una novedad. Lo único nuevo fue que esta vez alguien lo grabó y el video circuló en redes sociales y medios de comunicación. Así, la novedad no fue lo que pasó, sino que eso que pasó se convirtió en noticia. Y en tema, por ende, de la conversación pública.

Sin embargo, como anotó Andrés Lajous el viernes pasado, la discusión al respecto poco a poco se redujo a emitir juicios sobre la actuación de los policías en eso que llamamos, como si se tratara de un mero trámite sin complicaciones, la “aplicación de la ley”: a si están o no capacitados, a si actuaron prudentemente, a la imagen de autoridad que proyectaron, etcétera.

Así, los comentarios sobre nuestro malogrado “estado de derecho” terminaron imponiéndose por encima de cualquier reflexión a propósito de la violencia que hay en nuestras relaciones de clase. Lo primero, aparentemente, es un problema; lo segundo, la normalidad.

Peor aún, hubo quienes interpretaron el episodio haciendo suyo el vocabulario brutalmente clasista de las llamadas “Ladies de Polanco”. Por ejemplo, Ciro Gómez Leyva, quien en su artículo “Sí, parecen pinches asalariados de mierda” aseveró, con absoluta naturalidad, que “en efecto, el video los muestra (a los policías) como unos pobres muertos de hambre a quienes se puede, casi se debe, maltratar”.

¿Es necesario decir algo más?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 29 de agosto de 2011.

lunes, 15 de agosto de 2011

De muertos y distinciones


La revista Nexos de este mes publica una interesante reflexión de José Antonio Aguilar sobre la forma en que ha cambiado nuestra manera de elaborar simbólicamente las muertes asociadas con la llamada “guerra contra el crimen organizado”. Si antes, apegados al guión presidencial, imaginábamos a los muertos como delincuentes (primero como bajas que las fuerzas armadas causaban a bandas criminales, luego como saldos de luchas intestinas o entre cárteles rivales); ahora, después de San Fernando y de Javier Sicilia, comenzamos a representárnoslos cada vez más como víctimas.

El problema, dice Aguilar, es que esa narrativa de los muertos como víctimas supone una equiparación que termina colocándolos a todos (al migrante, al sicario, al policía, al secuestrador, al transeúnte, al capo o al soldado) en un mismo plano moral: “si todos son víctimas, entonces desaparecen los victimarios”. La exigencia de saber sus nombres y conocer sus historias es tan legítima como urgente, advierte Aguilar, pero no todos los muertos son iguales. Hay que distinguir.

Desde una estricta perspectiva liberal, basada en el imperativo de adjudicar responsabilidades individuales, el argumento es impecable. Ocurre, sin embargo, que si no hay información sobre la identidad de los muertos resulta materialmente imposible hacer esa distinción. Peor aún, hacerla sin saber bien a bien quiénes eran implica incurrir en el riesgo de convertir a las víctimas en criminales (e.g., el Presidente en el caso Villas de Salvárcar; el Ejército en el caso Tec de Monterrey). Cuando ni siquiera existe averiguación previa en el 95% de los homicidios vinculados a la “guerra”, el alegato de que “probablemente 90% de esa gente estuvo vinculada al crimen organizado de una u otra manera” (Calderón) es tan siniestro como el de que “los delincuentes también son víctimas” (Sicilia) o que “sufren igual” (Ferriz de Con). Antes de distinguirlos es indispensable identificarlos.

Y algo más. Si aspiramos a distinguir entre los muertos conforme a un criterio de responsabilidad moral, además de identificarlos habría también que dejar de distinguirlos conforme a ese inmoral criterio de clase que reina en nuestra conversación pública: entre los muertos que tienen un nombre (e.g., Yolanda Ceballos Coppel, Paola Gallo, Fernando Martí, Silvia Vargas, Hugo Alberto Wallace) y los que son sólo un número (e.g., 72 migrantes en San Fernando, 218 cadáveres en fosas de Durango, 18 michoacanos cerca de Acapulco, 11 cuerpos en Valle de Chalco, 6 decapitados en Pánuco). No todos los muertos son iguales pero hoy en México lo cierto es que hay muertos más iguales que otros.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 15 de agosto de 2011

lunes, 1 de agosto de 2011

Hacer olas


Transcribo libremente una historia con la que me topé leyendo un libro divertidísimo, al mismo tiempo inquietante y luminoso: La autobiografía de Lincoln Steffens (Berkeley, Heyday Books, 2005). El autor fue uno de los primeros exponentes de un estilo periodístico muy activista, que quería agitar conciencias y promover la reforma social, conocido como muckracking (algo así como “menear la mierda”). La historia transcurre en Nueva York, circa 1896.

Steffens trabajaba como reportero del New York Evening Post. Una tarde, vagando en la estación de policía, escuchó los pormenores de un robo recién cometido en la mansión de un magnate de Wall Street. De inmediato corrió a su oficina y, dado que el magnate en cuestión era un personaje público ampliamente conocido, escribió una nota al respecto. A la mañana siguiente, la noticia apareció como exclusiva del Post.

El editor de un diario rival, el New York Tribune, reprochó entonces a su reportero estrella, Jacob Riis, por haberse perdido esa nota. Riis le contestó que era fácil conseguir cuanto material de ese tipo hiciera falta. Así, en su edición de la tarde, el Tribune publicó la primicia de otro robo. Horas después, el editor del Post llamó a Steffens: no podían permitir que les ganaran la mano. Había que reportar más crímenes.

Al día siguiente el Post publicó un reportaje sobre el asalto a un club en la Quinta Avenida. El Tribune, por su parte, dio cuenta de dos robos más. Otros periódicos no quisieron quedarse atrás y, picados por la competencia, mandaron a sus reporteros a escudriñar la fuente policíaca. Al poco tiempo Nueva York padecía una de las peores olas criminales de su historia.

Ante el escándalo, los políticos achacaron la responsabilidad a sus adversarios, los pastores arengaron a sus fieles, el público demandó mano dura, los expertos ofrecieron raudas explicaciones e incluso el jefe de la policía (el mismísimo Theodore Roosevelt) se vio obligado a despedir al superintendente en turno.

Sin embargo, durante una reunión urgente del cuerpo de policía un comisionado, de apellido Parker, puso las cosas en perspectiva: en lugar de mirar los periódicos, exhortó a mirar el registro de crímenes y arrestos. Las cifras no reflejan ningún aumento, dijo. Lo que padece Nueva York es, fundamentalmente, una “ola de publicidad”. Luego de rastrear su origen, el jefe de la policía habló largamente con Steffens y Riis.

Días después, la ola de crimen había desaparecido. La prensa reportaba otras noticias, los expertos elaboraban sesudos análisis sobre las altas y bajas en los ciclos delincuenciales, policías y ladrones reanudaron sus actividades y los ciudadanos durmieron tranquilos otra vez. La caótica vitalidad de Nueva York volvió a su curso. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 1 de agosto de 2011

lunes, 18 de julio de 2011

Keynes, la comentocracia y el PRI

Decía el viejo Keynes que incluso las personas de temperamento más práctico, aquellas que se creen exentas de cualquier influencia intelectual, frecuentemente no son más que esclavas de las ideas de algún economista difunto. Guardadas las proporciones, algo similar podríamos decir hoy sobre ciertas voces de nuestra comentocracia: que su idea del PRI parece esclava de los slogans de algún estratega electoral desempleado.

Algunos ejemplos: que el PRI es “inmune al virus de la democracia” (Denisse Dresser); que los triunfos recientes del priísmo son una “bienvenida al pasado”, que tan malos han sido los gobiernos del PAN que más bien da la impresión de que “el PRI nunca se fue” (Sabina Berman); que los priístas no han saldado sus “deudas históricas”, que todavía tienen “mucho que explicar”, que no han aprendido las “lecciones del pasado” (León Krauze); que los gobiernos del PRI son la “tumba de la democracia” (Arnaldo Córdova); que estamos viviendo una “involución democrática” (Denise Maerker). Y un largo, largo etcétera. 

El problema es que esas opiniones difícilmente pueden habérselas con lo que ha sido el desempeño electoral del PRI durante este sexenio: con que los priístas han perdido 4 gubernaturas (Oaxaca, Puebla, Sinaloa, Sonora), pero han mantenido 13 (Campeche, Coahuila, Colima, Chihuahua, Durango, Estado de México, Hidalgo, Nayarit, Nuevo León, Quintana Roo, Tabasco, Tamaulipas y Veracruz) y han recuperado 6 (Aguascalientes, Querétaro, San Luis Potosí, Tlaxcala, Yucatán y Zacatecas); con que el PRI pasó de tener 106 diputados federales en 2006 a 237 en 2009; con que la intención de voto por el PRI para la elección presidencial del 2012, incluso sin ponerle nombre a los candidatos, lleva al menos dos años por encima de la intención de voto por el PAN y el PRD juntos (Monitor Mitofsky, junio 2011).

No es, desde luego, que la buena racha del PRI sea ejemplar ni inmaculada. Pero reducirla sólo a la operación de la “maquinaria” o a las malas artes de los “dinosaurios”, sin tomar en cuenta las tasas de aprobación de algunos gobiernos priístas, los niveles de abstencionismo en varios procesos electorales, o la magra competitividad y los errores de sus adversarios, es no querer hacerse cargo de las cosas.

Así pues, ¿no será más bien que buena parte de la comentocracia quisiera ser inmune a los resultados que están arrojando una y otra vez las urnas, permanecer omisa ante el hecho de que a los priístas no les está haciendo falta dar ninguna explicación, seguir haciendo como que toda victoria del PRI es contraria a la democracia? ¿Será que preferirían seguir contándose aquel cuento foxista de los “setenta años”, de que nunca hubo ni hay tal cosa como un México priísta?

No es sólo que frente a sus derrotas PAN y PRD parezcan empeñados en “darle la espalda a la realidad” (Jesús Silva-Herzog Márquez). Es, además, que ante la posibilidad de que el PRI regrese a Los Pinos muchos profesionales de la opinión parecen no percatarse, o no quererse percatar, de que el cuento que nos contamos en el 2000 no sirve, no puede servir, para el 2012. Dos sexenios no han pasado en vano.

Bien hubiera dicho el viejo Keynes: when the facts change, I change my mind. What do you do, sir?  

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 18 de julio de 2011