domingo, 28 de marzo de 2010

¿Otra vez la falsa conciencia?

Había entre los viejos marxistas más ramplones, los que creían que lo suyo era ciencia y lo demás ideología, una manera de desdeñar opiniones adversas a la suya que consistía en relativizarlas como producto de una “falsa conciencia”, de una percepción distorsionada de las cosas. La fórmula suponía que había una realidad objetiva de las relaciones sociales y, por ende, una única percepción correcta de la misma: la propia. Todas las que no coincidieran con ella eran directamente subjetivas, interesadas, inválidas.

Acudir al expediente de la “falsa conciencia” era, pues, una forma de deslegitimar cualquier otro criterio; de zanjar la discusión incluso antes de comenzarla; de cancelar, en suma, la posibilidad de un intercambio democrático entre diferentes puntos de vista.

De aquel marxismo chabacano ya no quedan más que ruinas. Pero variaciones del argumento de la “falsa conciencia” siguen circulando todos los días, en nuestra conversación pública, haciéndose pasar por análisis o crítica. Tres ejemplos.

Guillermo J. García, sobre la reforma política, en el blog de Nexos: “México está lleno de mitos que no nos permiten innovar políticamente […] Para discutir cambios sistémicos hay que quemar mentalmente los mitos que asustan al cambio […] Lo que necesitamos es romper paradigmas y generar nuevos incentivos. Las candidaturas ciudadanas y la reelección son uno de ellos. Es un cambio de incentivos. Es un cambio de actitud. Es romper telarañas mentales que sólo atrasan el cambio en el país”.

Macario Schettino, sobre la supuesta parálisis legislativa, en El Universal: “El problema es la incapacidad de salir de esa forma de pensar que llamamos nacionalismo revolucionario, que se refleja en no poder explotar el petróleo como país civilizado, ni poder cobrar impuestos como es debido, ni destruir el corporativismo obrero, ni terminar con los subsidios a los campesinos, ni meter en orden a la educación pública, hasta los más altos niveles. Esta mentalidad se mantiene en el PRD y en buena parte del PRI. Y es eso lo que ha impedido las decisiones”.

Heriberto Yépez, sobre la educación superior, en Milenio: “En las universidades repartimos los más altos saberes sin entender que su posesión tendrá un inevitable efecto psíquico, cuya manifestación visible será desde una arrogancia gremial hasta neurosis individuales muy marcadas. Enseñar filosofía, artes, letras o psicología sin un proceso de preparación psíquica del aprendiz es como darle una pistola a un borracho. Sin saberlo, hacemos eso que el libro que más inflación psíquica ha producido en el mundo –la Biblia– llamaba dar perlas a los cerdos”.

Contra la soberbia implícita en esa forma de denigrar a quienes piensan distinto (como si estuvieran confundidos, fueran débiles mentales o padecieran trastornos psicológicos) convendría tener muy presentes las palabras de Pascal: “El error no es lo contrario de la verdad, es el olvido de la verdad contraria”.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, lunes 29 de marzo de 2010)

domingo, 21 de marzo de 2010

La otra informalidad

Decía la semana pasada que en México tenemos una relación francamente esquizofrénica con la economía informal: en las solemnes alturas de la conversación pública nos la representamos como un problema; pero en el ajetreo cotidiano de nuestras calles se trata, para cada vez más personas, de una solución.

Con todo, hay algo muy discutible en esa manera de plantear el tema. No me refiero al término “solución”, que evidentemente tiene un sentido más descriptivo que prescriptivo, sino a aquello de que la informalidad es un fenómeno que ocurre en “nuestras calles”. La expresión quizás sea válida como metáfora --decir que algo pasa “en las calles” para dar a entender que pasa en la vida real, a ras de suelo, en la trama menuda de todos los días-- mas resulta equívoca por lo susceptible que es de ser interpretada literalmente, como si la economía informal fuera sinónimo del comercio ambulante. Porque no, no lo es.

De hecho, según los datos más recientes (2003) del INEGI, la composición de la economía informal es la siguiente: servicios comunales, sociales y personales, 33.6%; comercio, restaurantes y hoteles, 32.7%; industrias manufactureras, 17.9%; transporte, almacenaje y comunicaciones, 8.7%; y construcción, 7.1%.

Así, a pesar de constituir menos de la tercera parte de la economía informal, el comercio ambulante se ha convertido en el ejemplo paradigmático de la misma y en el villano favorito de sus detractores, es decir, de quienes insisten en ver la informalidad como el mal en sí y no como un síntoma.

Los habrá que quieran explicar ese estigma como consecuencia de que los vendedores ambulantes son el rostro más visible de la economía informal, precisamente porque se instalan en plena calle y a la luz del día. Y sí, tal vez haya algo de eso. Pero también es posible que el estigma sea producto no tanto de que los ambulantes son su rostro más visible sino, más bien, de que hay un sesgo de clase en nuestra manera de ver la informalidad.

Porque si admitimos una definición mínima de la economía informal como el intercambio de bienes y servicios por el que no se pagan impuestos, que escapa a la regulación por parte del Estado y en el que no se respetan los derechos y obligaciones establecidos en la ley, ¿dónde está nuestra indignación contra la informalidad laboral que padecen, por ejemplo, sirvientas, choferes, nanas, cocineras, jardineros y demás trabajadores que se desempeñan en el servicio doméstico? ¿Por qué nos molesta tanto la economía informal que hay en las calles pero tan poco la que hay en casa?

No es que esta otra informalidad sea invisible. Es que escogemos no verla.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, lunes 22 de marzo de 2010)

domingo, 14 de marzo de 2010

Esquizofrenia de la informalidad

Cuando se habla de la economía informal en nuestra conversación pública se habla, por lo general, en clave parasitaria: porque los informales no pagan impuestos; porque ensucian y se apropian de la vía pública; porque en ocasiones su mercancía es “pirata” o robada o de contrabando; porque encarnan una forma de competencia desleal contra el comercio establecido; porque su actividad tiene efectos negativos sobre el crecimiento, la productividad y la innovación; etcétera.

Un par de ejemplos relativamente recientes. Gabriel Quadri en el programa de televisión Entre Tres: “Yo veo en esta ciudad todo el sistema de transporte colectivo, el metro, todas las estaciones tomadas, invadidas, saturadas, en la inmundicia menos imaginable, en la pestilencia, en la ocupación ilegal del espacio”. Y Jorge Suárez Vélez en su blog Diario de la crisis: “En un mundo en el que, por motivos políticos, el gasto público es intocable, la única alternativa es tratar de cerrar el déficit incrementando el cobro de impuestos. Pero ese proceso no es trivial por varios motivos. […] El tamaño de la economía informal presenta un gran problema. Eso lleva a que al causante cautivo se le crucifique antes que se decida asumir el costo político de incrementar la base de contribuyentes”.

Así, hablamos de la economía informal como de una anomalía, un lastre, una rémora; como un fenómeno que no sabemos mirar más que a la distancia, desde “fuera”, con obstinada lejanía cuando no con franco desprecio; que insistimos en explicar más como un resultado perverso de la legislación laboral que como una consecuencia lógica del diferencial en los salarios; y que pareciera importarnos solamente por sus costos en términos fiscales, no por sus implicaciones en términos de inseguridad para los trabajadores.

Ocurre, sin embargo, que entre un tercio y la mitad de la población en edad de trabajar se gana la vida en la economía informal (32.5% según el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado; 54% según la Organización Internacional del Trabajo); que ante la contracción de la actividad económica la informalidad ha fungido como un extraordinario amortiguador para mitigar la caída en el poder adquisitivo de las familias de menores ingresos; que ya hay bancos buscando cómo crear un sistema de créditos para el sector informal…

Hay, pues, mucho de esquizofrénico en nuestra relación con la informalidad. En la conversación pública nos la representamos como un problema pero en la calle, en la vida cotidiana de un número cada vez más grande de mexicanos, no es un problema. Es una solución.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, lunes 15 de marzo de 2010)

lunes, 8 de marzo de 2010

La crisis está en otra parte…


Declara el coordinador de la bancada del PAN en el Senado, Gustavo Madero: “Seamos sensibles a lo que nos dice la gente. Escucho con mucha atención los reclamos de los ciudadanos, la inconformidad, la desilusión sobre el sistema político. Por eso estoy convencido de que debemos aprobar la reforma política, porque es una demanda de la sociedad”. Pero la encuesta más reciente de María de las Heras, publicada el lunes pasado en Milenio, señala que 9 de cada 10 mexicanos entienden “poco o nada” sobre la reforma política y que a 6 de cada 10 lo que les importa es la economía, el desempleo y la inseguridad.


Dice Mario Campos en un “chat” de El Universal que Twitter y otras redes sociales de Internet son “tecnologías que fortalecen la democracia, que permiten una mayor participación” y que dan “más poder a los ciudadanos”. Y Ana Paula Ordorica, en su columna de Excélsior hace unas cuantas semanas, celebra que el Secretario de Gobernación haya inaugurado un “blog” para discutir la reforma política: “qué poco se necesita para abrir canales de comunicación con la ciudadanía. Los políticos pueden escuchar hoy a los ciudadanos… si quieren”. Pero según el estimado de la Comisión Federal de Telecomunicaciones, en 2009 hubo 28.5 millones de internautas en México, es decir que menos del 27 por ciento de los mexicanos tuvo acceso a la red. Además, de acuerdo con una investigación de Guillermo Perezbolde, en enero de este año había apenas 146 mil usuarios de Twitter en México, el 5 por ciento de los cuales produjo el 95 por ciento del contenido publicado.

Reclaman los abajofirmantes del desplegado “No a la generación del no” que “trece años llevan detenidas las reformas de fondo que el país necesita”, e instan a los legisladores a aprobar la reforma política propuesta por el Presidente Calderón para que no termine “en el mismo camino: la negación, la parálisis”. Pero un vistazo a la base de datos del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM indica que de 1997 a la fecha se han aprobado más de 50 reformas constitucionales en múltiples materias como derechos humanos, derechos y cultura indígenas, fiscalización de las finanzas públicas, procesos electorales, procuración de justicia, seguridad pública, transparencia y acceso a la información, etc.

En resumen: la clase política se desvive por quedar bien ante reclamos ciudadanos que no reflejan las preocupaciones de una inmensa mayoría que ni siquiera los entiende; los comunicadores asumen que Internet es la punta de lanza de una democratización en la que más del 70 por ciento de los mexicanos está excluido; para la crème de la crème de la intelectualidad, la academia, los medios, la cultura, los negocios y la tecnocracia las únicas reformas que importan son, aparentemente, las que no se hacen.

Caray, da la impresión de que la crisis está en otra parte…

-- Carlos Bravo Regidor

(La Razón, lunes 8 de marzo de 2010)