domingo, 28 de junio de 2009

Escuchar... ¿a quién?

Decía la semana pasada que, desde hace tiempo, muchos profesionales de la opinión parecen coincidir en que el problema de la democracia en México es que los políticos no escuchan a los ciudadanos. Y que para remediarlo unos pugnan por un cambio del personal político y otros por una serie de reformas institucionales.  

Con todo, hay una dificultad, no digamos ya en las implicaciones de sus respectivos remedios, sino en plantear el problema en esos términos: los políticos no escuchan a los ciudadanos. La idea suena contundente, categórica, un tanto abstracta pero muy comprometedora. Puestas así las cosas es difícil llevar la contraria. Precisamente por eso, porque el diagnóstico se impone menos por su claridad analítica que por la presión del malestar que lo inspira, habría que pensarlo dos veces. 

Para empezar, porque los ciudadanos son muchos. Y quieren cosas distintas. Unos demandan que haya más control de precios, otros que haya menos y otros que no haya; unos están a favor de la pena de muerte, otros en contra; unos desean que bajen los impuestos, otros que aumente la inversión pública; etcétera. Y muchos otros, tan honestamente como los demás, no tienen una opinión bien definida. Las voces de los ciudadanos (en las urnas, en las encuestas, en las marchas, en los medios) expresan preferencias muy diversas, a veces compatibles, a veces irreconciliables, a veces incongruentes. 

Escuchar a los ciudadanos es escuchar eso: diferencias. La política democrática, en México como en cualquier parte, consiste en expresarlas, admitirlas, organizarlas. No es el mandato de una “voluntad general” sino, como lo supo advertir Ralf Dahrendorf, la gestión de las diferencias. 

Hay múltiples razones para estar descontentos con el desempeño de nuestros políticos (dispendios, negligencia, ineptitud, irresponsabilidad, corrupción). Pero sostener que el problema es que no escuchan a los ciudadanos, es decir, que no representan diferencias, es confundir la gimnasia con la magnesia. Porque si no llegan a acuerdos, si no sacan adelante esta o aquella reforma, si no aprueban tal o cual iniciativa, es justamente porque no hay coincidencias, es decir, porque representan diferencias

Quizás lo que ocurre no es tanto que nuestra democracia tenga un problema de representación, sino que la representación democrática que tenemos se ha vuelto, para algunos, un problema. En otras palabras, que hay quienes comienzan a desesperarse con el inevitable regateo que supone la gestión de las diferencias. Acaso les está pesando más la certeza de que ellos tienen la razón que la convicción de que los otros también tienen el derecho de tenerla. 

--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 29 de Junio de 2009)

lunes, 22 de junio de 2009

Entre románticos e ilustrados

Desde hace algún tiempo, se dice mucho en la conversación pública que el problema de la democracia en México es que los políticos no escuchan a los ciudadanos. Los románticos explican que eso pasa porque nuestros políticos carecen de “sensibilidad”; los ilustrados, que porque no hay “incentivos”. Según los primeros, lo que hace falta es una renovación de la clase política; según los segundos, una reforma que permita la reelección consecutiva.

Para los románticos se trata de un asunto moral: de valores, de integridad, de compromiso. Los políticos no escuchan porque el bienestar del pueblo les tiene sin cuidado, porque lo único que les importa es el poder. Otra sería nuestra democracia si, en lugar de una punta de sinvergüenzas, los políticos fueran gente honesta y responsable.

Para los ilustrados es una cuestión de diseño institucional: de intereses, de reglas, de consecuencias. Los políticos no escuchan porque nada los obliga a hacerlo, porque no hay forma de llamarlos a cuentas. Nuestra democracia sería más funcional si hubiera mecanismos para que los electores premien o castiguen el desempeño de sus representantes.

La campaña por el voto en blanco les ha dado, a románticos e ilustrados, una causa común. Los unos lo promueven como acto de redención, como un catalizador para el despertar de las conciencias; los otros lo usan para encauzar el malestar, como una oportunidad para impulsar su agenda. Su argumento, como conjunto, es que nuestro deber ciudadano es anular el voto para cambiar a una clase política corrupta por la vía de la reelección. ¿Usted entiende? Yo tampoco. En la noche del voto nulo todos los gatos son pardos.

Un ejemplo: el artículo de Denise Dresser en Reforma la semana pasada, “Anular es votar”. Convoca al voto nulo para “expresar el descontento”, que los partidos “comprendan la crisis de representación que han creado” y entonces hagan “las reformas a que tanto se resisten”. No dice cómo ni por qué una cosa llevaría a la otra. No importa, pues suena muy convencida. La forma de su alegato es definitivamente romántica (afectada, conmovedora, heroica), mas el fondo es típicamente ilustrado (racionalista, impersonal, experto). En otras palabras, escribe como Elena Poniatowska pero piensa como Leo Zuckerman.

El resultado es una perorata sin mucha lógica pero con harta obstinación; una arenga mediante la cual Denise Dresser, envuelta en la bandera del malestar, se asume como portavoz de la mayoría y hace pasar por “consenso” las preferencias de esa minoría de la que forma parte. “Todo ello con la intención de fortalecer la democracia y asegurar su representatividad”.

--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 22 de Junio de 2009)

Borradores de la historia

Lo que dice la prensa hoy es el primer borrador de lo que escribirán los historiadores mañana –eso pensaba Philip Graham, mandamás del Washington Post durante los años cincuenta. No sé si sea cierta, pero es una idea interesante. Porque propone leer los periódicos como bosquejos de una historia en ciernes, como si entre sus páginas se insinuara la forma que acaso adquiera el presente cuando lo contemple la posteridad.

Repaso las noticias más importantes de las últimas semanas: la guerra contra el narcotráfico, el hacinamiento en las cárceles, escándalos de corrupción y/o negligencia, la contracción de la economía, la vulnerabilidad de las finanzas públicas, la caída del empleo, la impotencia de las instituciones públicas, la frivolidad de las campañas electorales, la polémica sobre el voto nulo. Si éstos fueran los elementos de un “primer borrador”, ¿de qué se trataría, según la idea de Graham, el relato de los historiadores al respecto? Conjeturo tres respuestas: 

a) De una nueva normalidad, esto es, de cómo nos acostumbramos a habitar en el país de esas noticias; de cómo aprendimos a adaptarnos cotidianamente a la inseguridad, a la incertidumbre, a la frustración; de cómo nada empeoró ni mejoró sino todo lo contrario; de cómo repetíamos que las cosas no podían seguir así, pero precisamente así siguieron siendo. Una historia más o menos como la que sugiere Natalia Mendoza Rockwell en Conversaciones del desierto (CIDE, 2008).   

b) De la decadencia, o sea, de cómo cada una de esas noticias constataba que el país se nos caía a pedazos; de cómo en algún momento la “transición” (al Estado de Derecho, al Libre Mercado, a la Democracia, al Primer Mundo) desvió el rumbo y, de ahí en adelante, todo fue de mal en peor; de cómo la élite en el poder no supo estar a la altura de lo que demandaban las circunstancias. Una historia, digamos, estilo Lorenzo Meyer: algo así como la versión siglo veintiuno de lo que para el siglo veinte fue la llamada “muerte de la Revolución Mexicana”. 

c) De la ruptura que viene, es decir, de cómo todas esas noticias eran el preámbulo de un golpe; de cómo la violencia del crimen organizado, la debilidad del gobierno, el oportunismo de la clase política y la impaciencia de la población abonaron el terreno para una “solución de mano dura”; de cómo el Presidente Calderón decidió hacerse cargo sacando al ejército a las calles y de cómo el ejército agradeció la decisión haciéndose cargo de dejar en la calle a Calderón. Una historia, en suma, como la que a veces parecen anticipar los textos de Javier Ibarrola en Milenio.  

Ni hablar: estos días nuestras noticias no dan más que para historias tristes.

--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 15 de Junio de 2009)

Tal para cual

¿Qué idea de ciudadanía supone acudir a las urnas para cancelar la boleta? ¿Qué concepto de democracia implica la convocatoria a votar en blanco? ¿Qué clase de proceso electoral es éste, en que la propuesta que más discusión genera es precisamente la de anular el voto? 

Es una idea, en principio, extraña: convertir el ejercicio de un derecho ciudadano (el voto) en una forma de protesta contra los partidos políticos (no elegir) cuyo resultado es, en la práctica, idéntico al de renunciar a ejercer ese derecho (no votar). Porque las circunscripciones uninominales se adjudican a quien gane más votos, sin importar el número de boletas anuladas; y las plurinominales se reparten proporcionalmente, a partir de la votación total emitida menos “los votos a favor de los partidos políticos que no hayan obtenido el dos por ciento y los votos nulos” (COFIPE, art. 12:2). Es decir que, por su impacto sobre la correlación de fuerzas en el Congreso, las boletas anuladas son iguales a las abstenciones. No cuentan

Votar en blanco puede ser un desahogo, una manera de manifestar rechazo, de comunicar descontento. Pero es un gesto mediante el cual, queriendo interpelar al poder, el ciudadano decide no ejercer el suyo o que otros lo ejerzan por él. Que sacrifica la posibilidad de una decisión efectiva (¿quién va a gobernar?) por la catarsis de un testimonio simbólico (¡ya basta!). Que busca reclamarle a la clase política su falta de representatividad anulando explícitamente el instrumento fundamental de la representación. Seamos sensatos: no es un movimiento de boicot contra la “partidocracia”, es la ciudadanía boicoteándose a sí misma.

El concepto de democracia implícito en la “abstención activa” (así le dicen) es el de una democracia secuestrada, que no es “nuestra” (de los ciudadanos) sino de “ellos” (los diputados, los partidos, los burócratas). Lo cual implica no nada más que entre “ellos” no hay desacuerdos legítimos, sino que entre “nosotros” tampoco. Si a “ellos” los empareja la corrupción, a “nosotros” nos iguala el hartazgo. Así, donde se empieza suponiendo que no hay diferencias entre los políticos, se termina haciendo como si todos los ciudadanos demandaran lo mismo: justamente lo que quieren, no es casualidad, los demócratas que promueven anular el voto (la reelección legislativa, reducir el número de legisladores, echar atrás la reforma electoral del 2007, etc.).

Critican a la clase política porque no se hace cargo, a los partidos por no ofrecer propuestas, proponiendo… un voto en blanco. Se supone que es una manera de decirles, a todos, que no merecen otra cosa. A mí me parece, más bien, lo contrario: una demostración de que esos demócratas y la clase política son tal para cual.

--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 8 de Junio de 2009)  

Lo peor no es la política

Hace apenas tres años, más o menos por estas mismas fechas, qué diferente era la conversación pública: la intensidad que caracterizó el proceso electoral del 2006, el furor con que se discutían las diferencias entre el candidato del PAN y el del PRD, la convicción con que sus simpatizantes tomaban partido. 

Por momentos, daba la impresión de que estábamos ante una encrucijada de proporciones míticas, que no había espacio para la mesura, que el país se lo dividían entre Oscar Mario Beteta y Julio Hernández López. Parecía, en aquel entonces, que la política era cosa seria. 

Ahora, a un mes de las elecciones del 2009, el rumbo de la conversación pública es muy otro. La clase política nos provoca repugnancia. Los partidos, en su descrédito, nos resultan indistintos: ninguno representa nada, lo único que les importa es el poder, unos y otros dan igual. Desde cualquier punto del espectro político y a propósito de la noticia que sea, la conclusión es la misma. Recojo al azar varios ejemplos.

Ricardo Alemán: “de suyo insultante, la partidocracia mexicana no tiene límite en su capacidad para depredar”. Ramón Alberto Garza: “los mexicanos estamos cansados de la política”. Jorge Camil: “todos quieren ganar elecciones, pero nadie quiere gobernar”. Federico Berrueto: “la descomposición a todos alcanza, aunque no a todos exponga”. Sergio Aguayo: “porque la corrupción política me provoca una náusea incontrolable, he decidido anular mi voto”. Jaime Sánchez Susarrey: “Habría que mostrar nuestra inconformidad con todos y cada uno de los partidos yendo a las urnas y anulando el voto con una leyenda: ¡Ya basta!”. Alberto Aziz Nassif: “¿estamos ante el fracaso de la democracia representativa?”. Sergio Sarmiento: “no sé que me irrita más. El narco o los políticos que buscan sacar su tajada del narco”. Jairo Calixto Albarrán: “Los sicarios son ojetes, pero los burócratas de seguridad no son mejores”. Pedro Miguel: “Tal vez los surtidores sucios que vemos brotar por todas partes […] constituyan, en alguna medida, un intento del cártel que ocupa el poder por culminar la expropiación a su favor de la vida pública”. 

Ya no es sólo que el desencanto nos impida ver las diferencias entre los partidos, que las hay, o que la frustración ante la aparente falta de alternativas nos induzca a no votar, que pasa. Ya no es nada más que la pasión del 2006 se nos haya vuelto la indiferencia del 2009. Es que comenzamos a confundir política y criminalidad, a hablar como si los partidos fueran cárteles, a comparar sicarios y burócratas, a equiparar políticos y narcotraficantes. 

Ese es el riesgo de coquetear con lo único peor que la política: la antipolítica. Que, una vez que se la echa a andar, cobra vida propia. Y entonces ya nadie sabe para quien trabaja ni a dónde va a llevar. 

--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 1 de Junio de 2009)

Periodismo de trascendidos

Hay una costumbre en el periodismo mexicano, una práctica institucionalizada en buena parte de nuestros diarios, que consiste en darle a los trascendidos un lugar privilegiado: Frentes Políticos en Excélsior, Templo Mayor en Reforma, Bajo Reserva en El Universal, Trascendió en Milenio, Pepe Grillo en Crónica, etc. 

Seamos claros: los trascendidos no son una excentricidad nuestra. Rumores más o menos enterados, versiones interesadas, especies que circulan con o sin sustento las hay en todas partes. Lo peculiar del caso mexicano, más bien, es la disposición a otorgarles un espacio propio en la prensa todos los días. 

Se trata de un espacio aparte, paralelo al de las notas informativas o las columnas de opinión, pero que cumple un propósito distinto. No hay en él la investigación a fondo ni el registro puntual de un suceso, la denuncia documentada ni el comentario crítico sobre algún asunto de actualidad. Lo que hay es la revelación de informaciones muy diversas (nombres, chismes, pleitos, estados de ánimo, zancadillas, recados, filtraciones), incluso contradictorias, mas de un idéntico carácter oficioso, es decir, que responden a un interés por que se den a conocer sin que haya demasiada claridad con respecto a su procedencia, su autenticidad o a sus implicaciones. 

Son informaciones poco fidedignas, no del todo comprobadas ni comprobables, pero que resultan verosímiles porque están ahí, en el periódico; porque de vez en cuando aciertan y cuando fallan no hay quien se acuerde; porque nuestra desconfianza tiende a darle más crédito a lo que parece confidencial que a lo transparente. Su credibilidad depende menos del rigor de su evidencia que de su capacidad para mover a la sospecha.

Así, el de los trascendidos es un periodismo necesariamente opaco, que existe al margen de las normas básicas de cualquier código de ética (veracidad, precisión, objetividad, identificación de fuentes), cuyos contenidos no entrañan responsabilidad (no llevan firma) ni se refieren necesariamente a hechos noticiosos (de eminente relevancia pública). Es un periodismo que opera, como regla, en la excepción; una suerte de “mercado informal” en la economía de nuestra conversación pública. 

Lo suyo es la especulación, el cuchicheo, los guiños, la maña, el golpeteo; en una palabra, la grilla. Ese es su origen, su razón de ser y su destino. Es intrigante, ocioso, efectista, mezquino, poco serio pero muy redituable. Mantiene el barco a flote, el río revuelto, a los pescadores ocupados y al público bien entretenido. No es poca cosa.  

--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 25 de Mayo)

Por una crítica de la crítica

Durante décadas aprendimos en México que el buen periodismo era, sobre todo, el periodismo de denuncia. Y aprendimos también que la mejor opinión era siempre la opinión crítica (contra el gobierno, se entiende). 

Nuestra sensibilidad como lectores de la prensa se forjó a la sombra de Tlatelolco, del golpe a Excélsior, del asesinato de Manuel Buendía; es decir, en la desconfianza de lo que informaran las fuentes oficiales o los medios oficialistas, en la resistencia contra la censura, en la oposición al régimen. 

Así, nos acostumbramos a que practicar la libertad de expresión significara llevar la contraria, a que las virtudes del crítico fueran la convicción, el coraje, la valentía. En la idea que nos hicimos de la ética periodística había mucho, y con razón, de moral de combate. 

El país de hoy, sin embargo, ya no es el de antes. 

Las condiciones y las certezas sobre las que se asentaba aquella forma de practicar el oficio ya no tienen la vigencia ni el lustre que tenían entonces. 

Seamos serios: el 2000 no fue un 1910, pero el 2006 tampoco fue otro 1988. 

Con todo, sobrevive entre nosotros una cierta concepción heroica, una predisposición a darle mayor credibilidad a quien acusa, a quien lamenta o a quien condena; a creer que quien critica, por el mero hecho de hacerlo, lleva la razón. 

Aunado a nuestro muy actual y acaso inevitable desengaño con la democracia, esa vieja inercia hace que le sigamos otorgando a los inconformes el privilegio de escucharlos como si fueran portavoces de la única verdad. 

Valdría la pena ensayar una lectura distinta, más exigente, de la prensa y de lo que escriben los profesionales de la opinión. Una lectura que no se resigne a los arrebatos retóricos del descontento (“es el colmo”, “no se vale”, “ya nomás faltaba”) y que conciba la crítica menos como un género de la protesta y más como un experimento en la autorreflexión. 

Una lectura, esa será la apuesta de este espacio. 

Una lectura que asuma la necesidad de hacer no sólo crítica sino, también, crítica de la crítica.  

--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 18 de Mayo de 2009)