lunes, 25 de junio de 2012

Anticlimático


Retomo una idea que planteó Fernando Escalante el martes pasado en éstas mismas páginas: “nuestra elección no tiene tragedia”. Y es que en México no estamos, como sí estuvieron recientemente los electores en Francia, Grecia o Egipto, ante una disyuntiva de auténtica gravedad, en la que nos vaya el futuro de por medio. Habrá quienes tengan sus razones para celebrarlo como una buena noticia. Para la democracia mexicana, sin embargo, no lo es.

La contienda ha transcurrido con tanta “normalidad” que su nota más destacada ha sido #YoSoy132: un movimiento que, como escribió José Antonio Aguilar, supo desafiar exitosamente la percepción de que la victoria de Enrique Peña Nieto era inevitable… pero tras cuyo desafío el candidato del PRI se mantuvo puntero sin grandes contratiempos.

Semejante “normalidad” no es resultado de ninguna “fortaleza institucional” ni prueba de supuesta “madurez política”. Es, más bien, testimonio del profundo divorcio que existe entre el país de los candidatos y el país realmente existente: el de la violencia, del crecimiento mínimo, de la economía informal, de los poderes fácticos, del desastre educativo, de la falta de margen frente a Estados Unidos. Lo fundamental no parece estar en juego. O no, por lo menos, en la cancha presidencial --la única a la que prestamos atención.

Como sea, en ese profundo divorcio entre el calor de las campañas y la frialdad de los hechos, en ese curioso contraste entre inflación de expectativas y déficit de realidad, hay una señal de desfondamiento. De que las decisiones más trascendentes, las diferencias que verdaderamente hacen diferencia, no están encontrando ni espacio ni expresión en el proceso democrático. De que la competencia está cada vez más limitada a una dimensión sólo simbólica o ritual; de que hay cada vez menos representación en el sistema representativo, cada vez menos poder en la lucha por el poder.

Así, no es que haga falta más unidad o dejar a un lado las diferencias. Es, muy por el contrario, que hace falta darle más contenido a la disputa, poner en el centro los antagonismos. El problema, en suma, no es que haya conflicto sino que el conflicto nos resulte tan francamente desprovisto de sentido.

No se me oculta lo anticlimático de este argumento a menos de una semana de la jornada electoral. Ocurre, sin embargo, que no he logrado hacerme muchas ilusiones. Antes que convencerme de su capacidad para hacer una diferencia, los candidatos me han convencido, si acaso, de que la posibilidad de un cambio significativo no depende del quién gane la elección presidencial. Lo verdaderamente importante, por el momento, pasa en otra parte.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 25 de junio de 2012

lunes, 11 de junio de 2012

Votar


Hay una paradoja en el hecho de que una forma de gobierno tan complicada como la democracia dependa de un instrumento tan modesto como el voto; en que un sistema que supone la gestión pacífica del conflicto, la representación de una amplia pluralidad de intereses e ideas, la toma de decisiones en un marco institucional de pesos y contrapesos, encuentre su fundamento en el acto de formarse en una fila, marcar un papel y meterlo en una caja.

Digamos, pues, que la complejidad inherente a la dinámica de un régimen democrático contrasta con lo rudimentario del voto como dispositivo para expresar preferencia.

Un ejemplo. Hace unos días se presentó “Brújula Presidencial” (en la dirección electrónica http://www.brujulapresidencial.mx/) un cuestionario que ubica las preferencias políticas de quien lo contesta en relación con las de los candidatos presidenciales. El resultado es esclarecedor y, al mismo tiempo, desconcertante. Uno puede ser lopezobradorista en temas de seguridad, ley y orden; peñanietista en temas de economía y finanzas; quadrista en temas de sociedad, religión y cultura; y vazquezmotista en temas de economía y trabajo. Es decir que el cuestionario sirve para identificar con claridad las posiciones con las que uno coincide o discrepa pero, al mismo tiempo, para caer en la cuenta de las dificultades que supone ponderar unas y otras a la hora de decidir por quién votar.

Ocurre que ese tipo de incongruencias (estar, por decir, más a la izquierda en temas de bienestar, familia y salud; pero más a la derecha en temas de economía y nacionalismo) no son un problema en sí, ni de uno ni de los partidos ni de los candidatos ni de la política mexicana, sino un rasgo saludable de la coexistencia democrática en una sociedad diversa. Pero ocurre también que el voto, como tal, no ofrece la posibilidad de expresarlas. Uno no vota por un candidato en ciertos temas y por otro en otros. Y el voto de un elector entusiasta vale exactamente lo mismo que el voto de un elector escéptico.

Cada que hay elecciones, sin embargo, resurge la queja de quienes no saben por quién votar porque nadie los convence. Se trata de una queja legítima pero problemática, pues supone que votar es una forma de afirmar resueltamente nuestras convicciones, no de habérnoslas honestamente con nuestras incongruencias --las propias, las de los partidos, las de los candidatos, las del país.

Quizás hace falta decir, pues, que tiene sentido votar aún y cuando ningún candidato nos convenza. Uno puede votar, en todo caso, por el candidato que mejor se avenga con el conjunto de sus muy particulares incongruencias. En lugar de esperar que haya un candidato que no nos genere dudas, votar por el candidato que nos genere las dudas con las que estamos más dispuestos a convivir.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 12 de junio de 2012.