lunes, 28 de diciembre de 2009

Recuerdo de Flandrau

Charles M. Flandrau, residente norteamericano en el México de Don Porfirio, solía hacer muchas preguntas sobre los horarios, la política o las costumbres de los mexicanos. Las respuestas de sus interlocutores, sin embargo, solían parecerle inexactas, incoherentes, ineficaces. “No es”, decía, “que sepan muy poco. Es que saben demasiado. El México teórico –el de las constituciones, las leyes de reforma, los estatutos o los libros de viajes– hace tiempo que dejó de importarles. Es el México de cada día, más bien, el que les interesa […] Y ese México cotidiano, práctico, es un México enteramente distinto, infinitamente más misterioso y fascinante”.

En alguna ocasión, de paso por un pueblo en la sierra veracruzana, Flandrau le preguntó a una señora “¿llueve aquí en el verano tanto como en el invierno?”. Luego de un breve silencio, la señora se encogió de hombros y contestó “no hay reglas fijas, señor”. Semejante respuesta constituyó, para Flandrau, una revelación que marcaría el inicio de su romance con el país: “En eso, estoy seguro, yace mucho del indisputable encanto de México. No hay reglas fijas. La experiencia de cada quien es diferente y cada quien, en cierto sentido, es un pionero abriéndose brecha –como Cortés en su prodigiosa marcha desde la costa. Uno nunca sabe, desde la más amplia hasta la más insignificante circunstancia de la vida, qué esperar, no hay una verdad última. Esto no es así porque los mexicanos sean mentirosos fáciles e instintivos, sino porque no emplean los métodos habituales para determinar y difundir la información. En casa (quería decir en Estados Unidos) demandamos y obtenemos hechos. En México se subsiste con rumores y nunca se demanda nada más. Una persona rigurosa, sistemática y precisa siempre detestará México y muy rara vez sabrá decir nada amable sobre él, ni siquiera sobre el paisaje. Pero si uno no es proclive a exagerar la importancia de la exactitud y se muestra perpetuamente interesado en lo casual, en lo exuberante y en lo problemático, entonces México se le presenta como una larga novela, escrita con descuido pero cautivadora” (traduzco libremente de la edición de 1910 de su libro Viva Mexico!, publicado en Nueva York por D. Appleton and Company).

Hago memoria de las noticias que colmaron los periódicos durante el 2009, leo los resúmenes que aparecen en algunas columnas de opinión, repaso mis notas y subrayados sobre nuestra conversación pública y me asalta, de repente, el dichoso recuerdo de aquella vieja lectura de Flandrau. Será porque, cansado del entusiasmo de los teóricos y de la solemnidad de los quejumbrosos, echo de menos esa capacidad de mirar a México con afecto y, al mismo tiempo, con ironía: esa empatía ajena a toda condescendencia, esa crítica sin afán de pontificar.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, lunes 28 de Diciembre de 2009)

lunes, 21 de diciembre de 2009

El “personaje periodístico” del 2009

Pregunta Leopoldo Gómez en Tercer Grado, de Televisa, cuáles fueron los “personajes periodísticos” del 2009. Joaquín López Dóriga contesta que él hubiera preferido quedarse con José Emilio Pacheco “y sus dos grandes premios, el Cervantes y el Reina Sofía” pero “ni modo, tengo que decirlo, es Juanito”. Respuesta interesante: no tanto por lo que dice del 2009 sino por lo que dice, más bien, de lo que se entiende por “periodístico” hoy en México.

De entrada, que el conductor del noticiario con mayor audiencia en la televisión sienta la necesidad de distinguirse de su propia elección, de hacer un deslinde entre su preferencia personal (un poeta galardonado en España) y la periodística (un vendedor ambulante metido a jefe delegacional en Iztapalapa) ofrece un primer indicio: que lo “periodístico”, en este caso, resultó algo tan indecoroso que hasta el señor que nos da las noticias todas las noches se toma sus distancias.

Pero hay más. Ciro Gómez Leyva, al igual que el resto de los integrantes del programa, coincidió con López Dóriga en darle el primer lugar a Juanito, mas agregó que en el segundo sitio estaría... Javier Aguirre. “Luego, el abismo” remató. Carlos Marín intervino para matizar: “encima de Javier Aguirre estaría, pero a una distancia abismal de Juanito, Barack Obama. Después Aguirre […] Obama pero muy debajo de Juanito”. En serio, eso dijo. Otro indicio: lo “periodístico” no requiere ningún sentido de las proporciones.

Finalmente, la discusión perdió todo el entusiasmo inicial cuando sus participantes recalaron en los nombres de algunos integrantes del gabinete y en los de otros figurones de la vida política. Tercer indicio: lo “periodístico” tiene que ser escandaloso o no es.

En cierto sentido, la malograda historia de Rafael Acosta en Iztapalapa es un elocuente comentario sobre la clase política perredista. Sobre sus pleitos de familia, su estratificación interna, su relación con la legalidad, sus bastiones clientelares, sus astucias y malas artes, en fin, sobre sus múltiples miserias y contradicciones. Que no son nada insólitas ni exclusivamente suyas, por cierto, pero que no todos los días se despliegan, como esta vez, con tanta franqueza y tan al aire libre.

La fascinación con Juanito, sin embargo, va mucho más allá de ese tema. Digamos, para abreviar, que retrata de cuerpo entero la “altura de miras” (¡como se les llena la boca cuando pronuncian esa frase!) que impera en nuestros medios. Señalarlo como el “personaje periodístico” del año que termina es un ilustrativo comentario sobre la calidad del periodismo que tenemos.
-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, lunes 21 de Diciembre de 2009)

lunes, 14 de diciembre de 2009

La otra violencia

Hay una violencia que satura nuestra conversación pública. Es una violencia explícita, directa, deliberada, muy visible por lo que hay en ella de transgresión al orden establecido, por cómo altera el curso esperado de las cosas, y que por más o menos frecuente que sea no podemos representárnosla salvo como un fenómeno escandaloso, excepcional, aberrante.

Es la violencia de la que hablamos cuando hablamos de la inseguridad.

Hay otra violencia, sin embargo, que no figura en nuestra conversación pública. Es una violencia implícita, silenciosa, involuntaria, que lejos de representar una perturbación constituye el propio orden establecido, que no trastoca sino que es en sí misma el curso esperado de las cosas. Es una violencia a la que estamos perfectamente acostumbrados, que no vemos porque hemos aprendido a convivir con ella todos los días, que forma parte de nuestra idea de la normalidad.

Es la violencia de la que no hablamos cuando hablamos de la pobreza.


Pienso, por ejemplo, en la cobertura que hacen los medios de comunicación. En que dar las noticias sobre la inseguridad significa relatar robos, asaltos, secuestros, ejecuciones, tratar de identificar a los perpetradores, entrevistar a víctimas o testigos, fotografiar las escenas del crimen, denunciar a las autoridades negligentes o coludidas, mientras que dar las noticias sobre la pobreza es, si acaso, reportar los cálculos más recientes del CONEVAL.

Así, la inseguridad son historias de todos los días; la pobreza, estadísticas de vez en cuando.

El resultado es un clima de opinión muy susceptible ante la inseguridad, incrédulo o incluso hostil contra los intentos de medir esa violencia o de ponerla en perspectiva, pero muy indiferente al crecimiento de la pobreza, impasible ante el drama de esa otra violencia que son el hambre, las carencias, la falta de oportunidades. Un clima de opinión que oscila, selectivamente, entre gritos de sobresalto y bostezos de desinterés, y en el que encuentran mucha más resonancia la oferta Verde de restaurar la pena de muerte o los coqueteos paramilitares del alcalde de San Pedro que la propuesta Levy de crear un sistema de seguridad social universal.

Un clima de opinión, en resumidas cuentas, más propicio para una política del miedo que para políticas de redistribución.

En esas estamos.

-- Carlos Bravo Regidor

(La Razón, lunes 14 de Diciembre de 2009)

lunes, 7 de diciembre de 2009

Ironía de la reelección

Es muy común escuchar que los representantes en el Congreso no nos representan, que miran por sus intereses particulares antes que por el bien del país, que la nuestra más que una democracia es una “partidocracia”, etcétera. Son frases hechas, que no comunican una idea clara sino acaso una confusa sensación de malestar, pero que a fuerza de repetirse una y otra vez se han convertido en una muletilla, casi en un mantra, de nuestra conversación pública.

También es muy común escuchar que el remedio estriba en modificar la Constitución para permitir la reelección inmediata, que de ese modo los representantes se verían obligados a rendir cuentas sobre sus decisiones para intentar permanecer en el cargo, a tratar satisfacer las expectativas de los ciudadanos, y que éstos contarían así con un instrumento para premiar o castigar en las urnas el desempeño individual de sus legisladores. Se trata de una medida que, teóricamente, crearía un incentivo para resolver el supuesto déficit de representación que padece nuestro régimen político.

Tras las elecciones de julio pasado, la Fundación Este País, el IPN y el ITAM organizaron una encuesta sobre el “sentir ciudadano” en estos asuntos (Este País, no. 222, septiembre 2009). Los resultados confirmaron lo que predica la muletilla: que 47% de los que votaron por un partido, y 62% de los que anularon su voto o se abstuvieron de votar, no se sienten representados por sus legisladores. Sin embargo, a la sesgada pregunta “¿qué tan de acuerdo estaría usted con que se apruebe una ley que permita a los diputados que hayan cumplido con sus electores volver a ser candidatos en la siguiente elección?”, sólo el 49% de los que votaron por un partido, el 43% de los que anularon su voto y el 45% de los abstencionistas, estuvieron de acuerdo con la posibilidad de permitir la reelección.

El jueves pasado, Reforma publicó otras dos encuestas. En la primera, el 74% de los diputados federales respondió que estaba a favor de permitir la reelección legislativa. En la segunda, el 68% de los ciudadanos se manifestó en desacuerdo con ella. Es decir que en este tema, efectivamente, las preferencias de los representantes no corresponden con las de sus representados.

La ironía, pues, es que quienes apuestan por la reelección como fórmula para hacer más representativa, para “mejorar la calidad” de nuestra democracia, están promoviendo, al hacerlo, una reforma que no refleja la voluntad de la mayoría de los ciudadanos, sino la voluntad de la mayoría de esos legisladores que, según la muletilla, no nos representan.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 7 de Diciembre)

lunes, 30 de noviembre de 2009

Para pensar los centenarios

En septiembre de 1910, como parte de las celebraciones del centenario de la independencia en la Ciudad de México, el Presidente Porfirio Díaz inauguró el Hemiciclo a Juárez, un complejo escultórico en mármol de Carrera que adorna, desde entonces, el flanco sur de la Alameda Central.

Con ese monumento Díaz honraba a Juárez por partida doble: primero, como líder del partido liberal que impulsó las leyes de reforma entre 1859 y 1860; segundo, como segundo padre de la patria luego de su heroico papel en la “segunda guerra de independencia” (así se llegó a denominar, por un tiempo, a la guerra de intervención francesa que tuvo lugar entre 1862 y 1867).

Las múltiples pugnas entre los hombres de aquella generación, y más específicamente entre Díaz y Juárez a partir de la restauración de la República en 1867, así como el fallido levantamiento armado que el propio Díaz encabezó contra el presidente Juárez en 1871 (conocido como “rebelión de la Noria”), quedaban convenientemente sepultadas bajo el peso del mármol que inmortalizaba al prócer Juárez.

La posteridad, en la pax porfiriana, los reconciliaba.

Durante esas mismas festividades el Presidente Díaz encabezó otra ceremonia, esta para colocar la primera piedra de un nuevo Palacio Legislativo. A los pocos meses, la estructura de acero que sostendría la cúpula central estaba casi terminada. Sin embargo, tras el estallido de la revolución mexicana y la renuncia de Díaz a la presidencia (en mayo de 1911), la construcción quedó suspendida.

Y así permaneció, como un espectral esqueleto, por más de veinte años. Hasta que en 1933 el arquitecto Carlos Obregón Santacicilia propuso readaptar el proyecto para hacer, aprovechando el armazón metálico que ya estaba edificado, un monumento a la gesta revolucionaria. De modo que el recinto originalmente destinado al espacio parlamentario que Don Porfirio nunca pudo inaugurar terminó convertido, en 1938, en monumento a la revolución que lo había derrocado.

Con los años, los restos de Venustiano Carranza, Francisco I. Madero, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas y Pancho Villa, varios aliados y varios enemigos en vida, serían reunidos en el mausoleo que se encuentra en su interior.

La posteridad, ahora en la pax posrevolucionaria, a todos volvía a reconciliar.

Aprendamos, pues, del pragmatismo de aquellas conmemoraciones, de su capacidad para imaginar una posteridad en la que cupieran todos: no para rendirle pleitesía al pasado ni para reprocharle al presente que no encontramos nada que celebrar, sino para convocar al porvenir que podemos darnos.

Será el de una pax democrática o no será.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 16 de Noviembre)

lunes, 23 de noviembre de 2009

¿Adiós al PRI?

Fue hace casi veinticinco años que Gabriel Zaid escribió aquella frase magnífica, simultáneamente serena y perturbadora, de complejísima sencillez, que inauguraba un horizonte hasta entonces inexplorado en nuestra reflexión política: “sería muy extraño que el PRI fuera eterno”.

Así comenzaba “Escenarios sobre el fin del PRI” (Vuelta, no. 103, junio de 1985), un ensayo en el que Zaid supo desafiar los límites de la imaginación histórica y perfilar lo que en ese momento era un futuro inminente pero inconcebible: no el fin del PRI como organización partidista sino el fin de su ciclo hegemónico, de su virtual monopolio del sistema político mexicano.

Y es que durante los años previos, todavía bajo la presión de la crisis de 1982, el PRI había reconocido su derrota en varios comicios municipales pero, al mismo tiempo, había recurrido al fraude para imponerse en otros. El partido-sistema parecía debatirse, titubeante, entre admitir las victorias de la oposición o atrincherarse a como diera lugar. Era en ese contexto, y en la víspera de las elecciones para gobernador en Chihuahua (en las que se anticipaba que el PAN daría una batalla sin precedentes), que Zaid lanzaba su desafío: habrá vida más allá del PRI, es decir, habrá futuro.

Su pregunta no era cuándo, sino cómo. Descartaba, por exaltadas y quiméricas, las soluciones escatológicas: un golpe de Estado, una revolución, el súbito encumbramiento de un “ayatola” que purifique la vida pública, un terremoto que devore a la clase política, una traición o un asesinato que rompan todos los equilibrios. “Hacen falta”, decía, “escenarios de fin por maduración, que también son posibles y quizás más probables, a través de cambios graduales, invisibles, acumulativos, de esos que acaban con un imperio, una tradición o simplemente un negocio”.

La respuesta empezaba, para Zaid, en la política local, en respetar la voluntad de los electores en los estados, en “democratizar la provincia”. Así, concluía que “bastarían unas cuantas gubernaturas reconocidas a la oposición para que la reacción en cadena fuera incontenible, para dar esperanzas y reanimar decisivamente a toda la sociedad, para desencadenar la madurez política del país”.

Entre entonces y ahora, dieciocho estados y el Distrito Federal han experimentado la alternancia. En seis de ellos (Chihuahua, Nuevo León, Nayarit, Yucatán, Querétaro y San Luis Potosí), los electores han decidido devolverle, con sus votos, el poder al PRI. Ya vimos lo que pasó con la negociación del presupuesto este año, ya sabemos quién es el precandidato que encabeza las intenciones de voto para la próxima elección presidencial…

Tenía razón Zaid en aquello de que después del PRI-sistema no vendría la catástrofe. Lo que vino, tras asentarse los polvos de la alternancia, son los gobernadores del PRI.

-- Carlos Bravo Regidor

(La Razón, Lunes 23 de Noviembre de 2009)

lunes, 9 de noviembre de 2009

Modernidad, modernidad

Hay una figura retórica, bastante común en nuestra conversación pública, que consiste en explicar las dificultades del presente como resabios de una época anterior que no se resigna, digamos, a sucumbir. Es un recurso del que se echa mano para expresar inconformidad con algún aspecto del estado de cosas que no responde a nuestros deseos o expectativas, una manera de decir la frustración que nos provoca el hecho de que el país insista en no ser como quisiéramos que fuera.

Se trata de una forma de interpretar la realidad típicamente moderna: optimista, muy segura de sí misma, ostentosamente convencida de que hace falta rehacerlo todo conforme a los dictados de su razón. Una mirada para la que México siempre ha sido un lugar sin mucho oficio ni beneficio, un vasto depósito de atavismos, herencias e inercias de los que hay que desprenderse para levantar el vuelo hacia la tierra prometida de la modernidad, es decir, al futuro.

Esa ha sido, en cierto sentido, nuestra historia. De los Austrias a los Borbones, de la independencia al Porfiriato, del nacionalismo revolucionario al neoliberalismo, de la transición al desencanto con la democracia, el verbo se repite una y otra vez: reformar, reformar y reformar.

Leo la prensa de los últimos meses y me encuentro, aquí y allá, con nuevos brotes de ese viejo voluntarismo, con abundantes diagnósticos sobre lo que haría falta cambiar para ser, ahora sí, “verdaderamente” modernos. En algunos casos el fardo son los partidos y la clase política; en otros, una sociedad sin cultura cívica; en algunos, la oligarquía empresarial y sus privilegios; en otros, las empresas paraestatales y sus sindicatos; en algunos, que los impuestos son demasiados; en otros, que los impuestos no son suficientes; en algunos, que las reglas que tenemos ya no sirven; en otros, que las reglas nunca se hacen respetar; etcétera.

No pongo en duda la existencia ni la gravedad de nuestros problemas. Me pregunto, más bien, si esa esquizofrenia reformadora no será, de hecho, síntoma de que ya accedimos a la modernidad. O de que siempre hemos habitado en ella. O de que queremos “los beneficios de la modernidad pero no la modernidad misma” (Edmundo O’Gorman). O de que la nuestra ha sido más bien una desmodernidad, “una aniquilación de tensiones por exceso de modernidad” (Roger Bartra).

No lo sé. Pero si tuviera que tomar partido, me quedaría con lo que dijo Henri Meschonnic: que la modernidad es una obra de teatro cuya trama consiste en no tener fin, una batalla que siempre está comenzando de nuevo, un eterno volver a empezar.

-- Carlos Bravo Regidor
(
La Razón, Lunes 9 de Noviembre de 2009)

lunes, 2 de noviembre de 2009

Seriedad parlamentaria

Hay algo inquietante en el perfil que adquirió la discusión sobre la ley de ingresos para el próximo año, en la impresión general que dejan las negociaciones.

Está, en principio, el hecho de que ninguna de las partes involucradas en el proceso legislativo supo articular una propuesta puntual para hacerse cargo de la contracción en la actividad económica. Que a pesar de una caída del PIB estimada entre el 7 y el 8%, una tasa de desempleo que se calcula alrededor del 6.4% y una de subempleo que ronda el 9%, el grueso de los desacuerdos se concentró en cómo tapar el “boquete” en las finanzas públicas, es decir, en responder como si el problema fuera sólo fiscal.

Pero está, además, la absoluta falta de argumentos, la nula necesidad que tuvieron los partidos políticos de siquiera pretender que estaban considerando algún criterio de equidad o eficiencia recaudatoria. Que no hubo, pues, ningún esfuerzo de deliberación pública, de salir a explicar los pros y contras de las alternativas disponibles o las razones para votar de una u otra manera, sino apenas un duelo de declaraciones destinadas a achacarle los “costos” al adversario.

Todo lo cual, a fin de cuentas, nos regaló perlas de seriedad parlamentaria como “debemos actuar responsablemente […] hoy, aquí, nuestra fracción ha dado muestras de que anteponemos nuestros intereses partidarios por el bienestar del país” (diputado Francisco Rojas); “el PAN es el que está en el gobierno, y el paquete es del gobierno […] no es el paquete del PRI. Que lo defiendan, que lo voten, etcétera. No es responsabilidad nuestra, salvo en lo que estamos en contra” (senador Carlos Jiménez Macías); “nosotros no medimos lo que hacemos en función de costos y menos de costos políticos. Medimos lo que hacemos en función del beneficio del país” (diputado Francisco Rojas); “el gobierno tiene que tener claro que gobernar implica costos y los deben de asumir, y no tienen por qué buscar que los asuman otros” (senador Carlos Jiménez Macías); “la cerrazón y la negativa de la mayoría del PRI a la propuesta de Calderón no dejó otra alternativa, la cual es insuficiente e incompleta” (diputado César Nava); “las diferencias que pudiésemos tener con el PRI no valían para interrumpir la aprobación del paquete fiscal. El país es más importante” (senador Santiago Creel); “¿por qué no suben a la tribuna a responderme si son tan hombrecitos?” (diputado Gerardo Fernández Noroña); “lo suyo no fue una abstención, fue una aprobación maricona” (senadora Beatriz Zavala); “es como cuando alguien tiene una amante: se quieren, hacen cosas juntos, pero las tienen que hacer a escondidas” (senador Federico Döring).

Así razonan nuestros legisladores ante la crisis económica: que la recesión se arregle sola, somos muy machos, la culpa es de los otros, es por el bien de la patria.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 2 de Noviembre de 2009)

lunes, 26 de octubre de 2009

"Latino in America"

La cadena CNN trasmitió, la semana pasada, un programa especial sobre la situación de la comunidad hispana en Estados Unidos: “Latino in America”.

El formato del programa se mantuvo, de principio a fin, fiel a la tradición norteamericana del periodismo narrativo. Un periodismo que busca ir más allá del rigor de los datos o las cifras, que no se conforma con reproducir las opiniones de los expertos, que contrasta con la premura y la despersonalización que imponen los vértigos del ciclo mediático para, en cambio, concentrarse en la experiencia cotidiana de las personas, en la trama menuda pero significativa de sus rutinas, sus esperanzas, sus frustraciones.

El resultado fue un mosaico de historias que supo reflejar, con gran empatía, la diversidad que existe al interior de la comunidad hispana: una exitosa chef venezolana en Miami; una pareja dominicana en Charlotte cuyos hijos, ciudadanos norteamericanos, ya no quieren identificarse a sí mismos como “latinos”; una adolescente de origen guatemalteco en Los Ángeles que, por falta de apoyo familiar y un embarazo no planeado, no logró graduarse a tiempo de high school; un actor Mexican-American que busca ampliar su repertorio con papeles que no sean de jardinero, inmigrante o delincuente; una niña que viajó sola desde Centroamérica para cruzar la frontera y tratar, sin éxito, de reencontrarse con su madre en Estados Unidos; un inmigrante mexicano asesinado brutalmente en el pequeño pueblo de Shenandoah, cuyos homicidas fueron castigados con sentencias mínimas; etc. Pero un mosaico que hizo evidente, también, los límites de la discusión sobre el tema en la propia CNN.

Y es que su barra de programación está el noticiero de uno de los líderes de opinión más hostiles contra la comunidad hispana, Lou Dobbs, célebre por difundir información falsa y dolosa contra los inmigrantes indocumentados (representándolos, por ejemplo, como leprosos, criminales o violadores) y por elogiar la labor “patriótica” de grupos vinculados con el supremacismo blanco. Nada de lo cual figuró en “Latino in America”.

Múltiples organizaciones comunitarias, promotoras de los derechos civiles y observatorios de medios se han congregado en una campaña, bastadobbs.com, para exigir a CNN que se haga cargo de la incongruencia: ¿quieren ser parte de la solución, promoviendo el entendimiento y la integración de la comunidad hispana, o parte del problema, dando espacio en su pantalla a un discurso de odio como el que promueve Dobbs?

El mercado de televidentes “latinos”, el de mayor crecimiento en los últimos años, está esperando su respuesta.

-- Carlos Bravo Regidor

(La Razón, Lunes 26 de Octubre de 2009)

lunes, 19 de octubre de 2009

1982 entre nosotros

Hay años que expresan épocas enteras. Que no siempre tienen la suerte (o la desgracia) de colarse en el calendario cívico, de convertirse en instrumentos para forjar patria, pero cuya influencia sobre el presente a veces es más palpable que la de aquellos cuyo aniversario conmemoramos con días de asueto, monumentos, desfiles, discursos o minutos de silencio.

1982 es, en la historia reciente de México, uno de esos años. No fue el último del milagro mexicano (que hizo agua desde fines de la década del sesenta) ni el primero de las privatizaciones (que arrancarían un par de años después), mas terminó convirtiéndose en el año emblemático de ese tránsito, digamos, entre el “desarrollo estabilizador” y el “neoliberalismo”.

Annus horribilis según cualquier indicador (PIB, tipo de cambio, inflación, deuda externa, desempleo, déficit público, precio del petróleo, etc.), quizás la imagen que mejor lo representa es la del presidente López Portillo en su último informe de gobierno: furioso, desesperado, patético, advirtiendo “no vengo a vender paraísos perdidos”, decretando la nacionalización de la banca porque “ya nos saquearon, no nos volverán a saquear” y pidiendo perdón, con lágrimas en los ojos y dando un puñetazo sobre el pódium, “a los desposeídos y marginados […] por no haber acertado a hacerlo mejor”.

Fue el año cero de la crisis, término que desde entonces empezó a significar no sólo una coyuntura difícil, una fase de inestabilidad económica, una encrucijada entre la recuperación o el colapso sino además, como lo ha explicado Claudio Lomnitz, “un grave obstáculo para la producción de imágenes creíbles sobre un futuro deseable”. Y eso que, en ese momento, todavía no sabíamos lo que nos depararía el sexenio del presidente Salinas.

Con todo, en los últimos años nos hemos empeñado en interpretar el desencanto ciudadano en clave democrática, como si fuera resultado del encuentro entre las abultadas expectativas que generó la alternancia en el poder y los resultados, más bien modestos, que ha reportado. Seguramente hay algo de eso en la antipatía que inspira hoy, como conjunto, la clase política.

Puede ser, sin embargo, que ese desencanto tenga que ver también con el legado de 1982. Que nuestra imposibilidad para imaginar el porvenir sea, pues, previa a la “transición”. Menos la consecuencia de una alternancia decepcionante que de una falta de credibilidad incubada, durante las últimas tres décadas, en la progresiva erosión de lo público, es decir, de la capacidad de habitar y darle sentido a un mundo en común. A que vivimos, desde hace más tiempo del que parecemos dispuestos a reconocer, en el país del sálvese quien pueda.

-- Carlos Bravo Regidor
(
La Razón, Lunes 19 de Octubre de 2009)

lunes, 12 de octubre de 2009

25 años de La Jornada

Hubo un tiempo, no hace tanto, en que La Jornada era un periódico joven. Que ofrecía información fresca, diferente; que procuraba reflexiones originales, análisis precisos y punzantes; que brindaba una visión propositiva del país.

Fundada en 1984, supo convertirse en el espacio de encuentro para corrientes de opinión muy críticas: con el programa de ajuste económico que se puso en marcha luego de la crisis del 82; con el abandono de la política de masas del régimen de la Revolución Mexicana; con una cultura nacional que hacia las de coartada para todo tipo de abusos, intolerancias y atrasos.

El suyo nunca fue un periodismo imparcial, que pretendiera comunicar los hechos con distancia y sin tomar partido, sino un periodismo comprometido, explícitamente de izquierda. Era, pues, un periódico con proyecto: social, democrático, contestatario.

En sus páginas pioneras, a un tiempo militantes y desparpajadas, se consolidaron voces como el Por mi madre bohemios de Carlos Monsiváis, la Plaza pública de Miguel Ángel Granados Chapa, La ciencia en la calle de Luis González de Alba; la escuela de fotoperiodismo que fueron Pedro Valtierra, Rogelio Cuéllar y Frida Hartz; suplementos como las Histerietas de Jis y Trino, La Jornada Semanal de Roger Bartra o Juan Villoro, etc. Grandes artesanos de cuyos oficios renovadores ya no queda, en La Jornada de hoy, ni el polvo.

Iba que volaba para ser el periódico de la transición pero en algún momento (¿1994, 1997, 2000?) perdió la vitalidad, el ingenio, los talentos que lo habían caracterizado.

Así, mientras el país se abría a nuevas incertidumbres La Jornada se fue encerrando en sus viejas certezas hasta volverse eso que es hoy: un periódico sectario, amargo, sin matices ni complejidad, adicto a cargar las tintas y a encuadrarlo casi todo conforme a la lógica de una teoría de la conspiración. Un periódico al que, aparentemente, no le ha quedado más que compensar por las luces que ha perdido con una cada vez más inflamada combatividad.

La semana pasada, por ejemplo, informaba sobre el conflicto en Luz y Fuerza del Centro resumiendo: “Lozano Alarcón se lanza con todo y descabeza al SME”. En la Rayuela, esta ponderación: “Frente a la planta de luz rueda la cabeza con un mensaje garrapateado sobre una hoja: Para que aprendan a respetar”. Ayer mismo, su nota principal era “El gobierno asalta instalaciones de LFC, ordena su extinción”. Y en la Rayuela: “Parte de guerra: las armas nacionales se vistieron de gloria. Tropas al mando del general sin estrellas arremetieron contra trabajadores desarmados”.

Reviso ejemplares viejos de La Jornada y me convenzo de que estaba destinada a convertirse en El País mexicano. Leo los ejemplares de estos días y veo, ay, que terminó siendo el Alarma de la izquierda.

-- Carlos Bravo Regidor
(
La Razón, Lunes 12 de Octubre de 2009)

lunes, 5 de octubre de 2009

Recortes a la cultura

Recibo un correo electrónico, de una persona que no conozco, invitándome a una “movilización contra recortes a la cultura”. El 2 de octubre, a las 15:30 horas, frente al Palacio de Bellas Artes. La sintaxis, aparentemente, ha sido la primera víctima de los recortes: “ante la crisis económica y social por la que atraviesa México los presupuestos a educación y cultura deben aumentarse, más que nunca el país requiere de apoyarse en estos sectores como la ÚNICA vía pacífica mediante la cual se evitará que el resquebrajamiento de la nación en oleadas de descontento y violencia”.

El mensaje, sin embargo, tiene su interés. No porque sea original (más o menos en esa misma tesitura se han expresado, para llevar agua a su molino, el rector de la UNAM, la Conferencia del Episcopado Mexicano, la bancada perredista en el Senado, el Consejo Coordinador Empresarial y la Confederación Nacional de Organizaciones Populares) sino por lo sintomático que resulta como forma de articular una demanda, de apelar a un repertorio simbólico.

Primero se advierte que hay dificultades, se menciona el presupuesto, se hace alusión a una violencia inevitable en caso de no darles lo que piden al “Frente en Defensa del Arte y la Cultura” y demás abajofirmantes. El lenguaje no podría ser más transparente, más afín al de una extorsión. Más teatro, más museos, más música… o, ya sabemos, ahí viene el 2010.

Luego sigue la referencia de rigor a la Constitución. La amenaza de ruptura elevada, entonces, a rango de garantía individual. Porque la movilización, dice el texto con toda solemnidad burocrática, se fundamenta en “la defensa de nuestro derecho a la cultura consagrado en la fracción novena del artículo cuarto constitucional”.

Y finalmente, para completar el cuadro, está el toque de legitimidad histórica que ofrece una vaga evocación de Tlatelolco, la fantasía parasitaria de que la lucha de entonces y la de ahora son la misma: “hoy como hace 41 años es indispensable salir a la calle a la defensa de las libertades democráticas”.

Estos son, en suma, los términos en que se plantea la demanda: ¡más presupuesto o no respondo chipote con sangre fracción novena del artículo cuarto el pueblo unido jamás será vencido!

Con todo, no deja de haber algo involuntariamente conmovedor, triste, en este asunto. Porque más allá del amago chantajista y de la hueca retórica sesentayochera hay gente que perderá su trabajo, proyectos que quedarán inconclusos, públicos ávidos de oferta cultural. Todo lo cual merecería una formulación menos arcaica, propuestas serias, liderazgos más creativos. Otra cultura de la cultura.

-- Carlos Bravo Regidor
(
La Razón, Lunes 5 de Octubre)

lunes, 28 de septiembre de 2009

Historia, ¿para qué?

Hace casi treinta años se publicó Historia, ¿para qué?, una colección de ensayos sobre el significado de la reflexión histórica en México luego de la matanza de Tlatelolco. No era una lección de revisionismo light ni una insulsa diatriba contra la “historia oficial”, como las que proliferan ahora, sino una apremiante meditación en torno a la legitimidad y la utilidad del pasado tras ese quiebre cultural en el que supo convertirse el 2 de octubre.

Casi todos habitantes paradigmáticos del flanco izquierdo de la generación del 68 (el casi son Luis Villoro, Luis González y José Joaquín Blanco), sus autores procuraban reivindicar una idea de la historia abiertamente politizada, militante, comprometida con un programa de transformación social. 

Y es que convencidos como estaban de que “en todo tiempo y lugar la recuperación del pasado, antes que científica, ha sido primordialmente política” (Enrique Florescano), les parecía “cada vez más insostenible la pretensión de desvincular la historia en la que se participa y se toma posición de la historia que se investiga y se escribe” (Carlos Pereyra). 

Querían, pues, una historia crítica que ejerciera de contrapeso al “discurso del poder” (Adolfo Gilly); una historia abocada a desenmascarar la Revolución Mexicana como nuestra “mayor hazaña ideológica […] la gran cortina de humo que ha ocultado, justificado, impugnado, enrarecido la percepción y la práctica del asunto fundamental: el desarrollo del capitalismo mexicano” (Héctor Aguilar Camín); una historia que le devolviera al presente un sentido de trascendencia, que fungiera como un  saber que “nos cohesiona y, de algún modo, nos instala en el porvenir” (Carlos Monsiváis). 

Mucha agua ha corrido, desde entonces, bajo el puente de aquel desafío. El país es otro pero no en el sentido que ellos, en aquel entonces, imaginaban. ¡Cuánta razón llevaba el viejo Marx en aquello de que los hombres hacen su propia historia pero no conforme a su propia voluntad! 

En la víspera de los centenarios, sin embargo, volver a Historia, ¿para qué? resulta un ejercicio a un tiempo anticuado e inquietante. 

Anticuado porque la de la historia ya no es, ya no puede ser, una sola voz, una misma visión, un único destino. Hoy la historia es, tiene que ser, varias voces, diversas visiones, muchos Méxicos. No la madre de un gran proyecto nacional sino la hija de una multitud de presentes más o menos democráticos. 

Inquietante porque esa pluralidad de presentes que somos hoy no inspira ni la ambición intelectual ni el apetito de futuro que le sobraban, hace treinta años, a ese proyecto que fue Historia, ¿para qué?

--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 28 de Septiembre de 2007)

lunes, 21 de septiembre de 2009

Normalidad democrática

El paquete económico para 2010 presentado por el gobierno federal obedece, básicamente, a dos prioridades: a) la necesidad de cubrir el “boquete fiscal” (370 mil millones de pesos) que han dejado la recesión y la caída en la producción de petróleo; y b) el imperativo de mitigar los efectos de la recesión entre la población con menores ingresos.   

Para lo primero propone una combinación de más impuestos, algunos recortes, ajustes y un modesto aumento de la deuda. Para lo segundo, destinar más recursos para el combate a la pobreza.   

La oposición ha respondido, en términos generales, conforme a tres lógicas: 1) enojo por los excesos e ineficiencia en el manejo de los recursos públicos; 2) exigencia de contrarrestar los efectos de la recesión y reactivar la actividad económica; y 3) reclamo de aprovechar la oportunidad para adoptar otro modelo de desarrollo.   

La primera lógica demanda más austeridad, disminuir el gasto corriente, reducir sueldos y personal. La segunda pide expandir el gasto público, elevar la inversión, fomentar la generación de empleos. Y la tercera convoca a dotar al Estado de más instrumentos para intervenir en la economía y procurar una mayor redistribución de la riqueza.   

La propuesta del gobierno enfatiza la gravedad de la coyuntura y la debilidad de las finanzas públicas. En su visión imperan las dificultades, las restricciones, los compromisos financieros.     

La oposición enfatiza, en cambio, lo inadecuado o incompleto de las medidas propuestas y su falta de ambición. En su visión imperan las convicciones, la insatisfacción, las expectativas.   

El punto débil del gobierno ha sido no plantear la modificación de los llamados regímenes especiales (exenciones, deducciones, subsidios fiscales, tasas cero, etc.) y por los cuales este año se dejarán de percibir, según cifras del propio secretario de Hacienda, 465 mil millones de pesos (1.3 veces el monto del “boquete fiscal”).   

El punto débil de la oposición ha sido insistir en la alternativa del déficit para impulsar una política contracíclica, pues difícilmente los mercados ofrecerán créditos a tasas accesibles para financiarle una caída permanente de la producción petrolera a un país con una estructura fiscal tan endeble como México.           

Desde la perspectiva de la oposición parece que al gobierno le faltan decisión y audacia. Desde la perspectiva del gobierno parece que a la oposición le falta hacerse cargo de los costos y las consecuencias.   

En esas estamos: entre un gobierno sin margen de maniobra y una oposición sin responsabilidad.      

Ese es, hoy, el rostro de nuestra normalidad democrática.


--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 21 de Septiembre de 2009)

lunes, 14 de septiembre de 2009

Voltaire, Tutino y el 2010

Decía Voltaire que la superstición es a la religión lo que la astrología a la astronomía: la hija idiota de una madre sabia. Advertía, sin embargo, que esas dos hijas proliferan en tiempos de confusión igual que en tiempos de carencia proliferan los falsificadores de billetes.           

Casi lo mismo hubiera podido escribir hoy, en la víspera de los centenarios, sobre esos augurios de “estallido social” que empiezan a abundar en nuestra conversación pública. Si en 1810 fue la independencia y en 1910 la revolución, en 2010… ¡Alarma!           

Con todo, más allá de la superchería cabalística, de la franca insidia o el mero sensacionalismo, la preocupación por los ciclos históricos y las crisis seculares en la historia de México ha producido algunas investigaciones muy instructivas. Quizás la más importante es la de John Tutino, De la Insurrección a la Revolución en México, un magnífico libro que explica la dinámica de la violencia agraria, desde fines del virreinato hasta el cardenismo, en función de dos factores: uno, los agravios que se gestan entre las clases campesinas por el deterioro en sus condiciones de vida y, dos, las oportunidades estratégicas para el levantamiento armado que ofrecen la debilidad o fragmentación de las élites en el poder.           

Hace un par de años, en un artículo sobre la posibilidad de nuevos levantamientos rurales (en el libro coordinado por Elisa Servín y Leticia Reina, Crisis, Reforma y Revolución), Tutino agregó un tercer factor a su modelo: las capacidades subversivas de los núcleos agrarios, es decir, el grado de liderazgo, organización, visión y sustento material necesarios para desafiar el orden establecido. Su argumento es que luego del último momento revolucionario (1910-1940) el campo mexicano experimentó un proceso de transformación muy profundo, inédito, cuyo resultado fue la erosión permanente de sus capacidades subversivas. Tal vez surjan otras formas de protesta o rebeldía, concluye Tutino, pero la era de las revoluciones tal y como las conocimos en los últimos dos siglos ha llegado a su fin.

Para algunos será una conclusión acertada o tranquilizadora; para otros, incorrecta o triste. En cualquier caso, se trata de un planteamiento bien fundamentado, riguroso, serio, con el que tendrían que habérselas quienes auguran, como si nada hubiera cambiado en los últimos veinte o cincuenta o cien o doscientos años, un 2010 puntual e irremediablemente revolucionario. 

De lo contrario sabremos, a la Voltaire, que lo suyo es falsificar el futuro para lucrar en tiempos de incertidumbre, que sus profecías no son más que hijas idiotas de esa madre sabia que es la historia.    

-- Carlos Bravo Regidor 
(La Razón, Lunes 14 de Septiembre, 2009) 

lunes, 7 de septiembre de 2009

Estampas mexicanas desde Chicago

1. Talentosa periodista y escritora, con muchas horas de vuelo en temas mexicanos, viene a la Universidad de Chicago a dar una charla.          

Con profunda desazón, repasa la actualidad de un país roto, recuerda las promesas de nuestro viejo nacionalismo, contrasta el México lindo y querido de Chucho Monge con el de Gimme tha power de Molotov. Lamenta, sobre todo, que la identidad nacional se nos haya vuelto sinónimo de derrota. Al terminar su exposición, arranca un nutrido intercambio de preguntas y comentarios. En el público, todos estudiantes, hay dos Méxicos: el de México y el de Estados Unidos. Los mexicanos de México confirman el diagnóstico, asienten entre furiosos y alicaídos, comparten su testimonio del desaliento. Los mexicanos de Estados Unidos discrepan, fruncen el ceño, no se reconocen en ese abatimiento. Una joven, hija de inmigrantes indocumentados, hace entonces una recia y conmovedora defensa de lo que para ella significa ser Mexican. Tras su intervención se hace un vasto, irrefutable silencio. Una voz concluye, lacónica, nombrando la ironía que ha quedado al descubierto: “quizás ocurre que hoy sólo se puede ser orgullosamente mexicano aquí, en Estados Unidos”.        

2. Conferencia sobre “consolidación de la democracia en México”. Asiste lo más granado de la academia, la política y los medios mexicanos. Entre el público están los estudiantes de siempre, algunos funcionarios del consulado y un considerable contingente de líderes y compañeros de organizaciones comunitarias de los barrios mexicanos de Chicago.        

Comienza la discusión: reformas, instituciones, Congreso… Cada tanto hay una pausa para que la amable concurrencia participe. Y cada tanto la concurrencia, en voz de los líderes y compañeros, insiste en la misma pregunta: “¿y los inmigrantes?” Los conferencistas le sacan el bulto, dicen cualquier cosa, alguno arroja un par de cifras sobre las remesas y cambia de tema. A otro se le prende el foco y comienza a hablar del voto de los mexicanos en el extranjero. La concurrencia tiene la amabilidad de abuchearlo. El ambiente se crispa. 

De pronto, un mexicano que estudia business (el mismo que cuando vino Salinas de Gortari le dijo que era su “fan número uno”) le arrebata el micrófono a un modesto compatriota que empezaba a preguntar, otra vez, sobre los inmigrantes. Le espeta algo que no alcanzo a escuchar pero con un gesto muy agresivo que lo dice todo. Un profesor, visiblemente molesto, le exige que le devuelva el micrófono al señor y lo deje hablar. El compatriota hace entonces una pregunta de ocho minutos que nadie tiene la amabilidad de entender, pero cuando termina todos le aplaudimos.            

3. Leyenda en la camiseta de un estudiante Mexican-American: “Nosotros no cruzamos la frontera. La frontera nos cruzó a nosotros”.           

--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 7 de Septiembre, 2009)   

lunes, 31 de agosto de 2009

Inercias

Escribe Jesús Silva-Herzog Márquez, en su columna del lunes pasado en Reforma, que el nuestro es un pluralismo sin calado, epidérmico: “los votos castigan y premian […] pero debajo de ese flujo de recompensas y escarmientos se solidifica un extensísimo territorio inmutable. Bajo la sociedad abierta de los votos, la sociedad cerrada de los intereses petrificados”.  

Escribe Héctor Aguilar Camín, en su columna del miércoles en Milenio, que el Presidente Calderón no parece dispuesto ni a la menor audacia: “percibo, como muchos, una indefinición del gobierno sobre el horizonte de debilidad en que lo dejan los resultados electorales de julio. Percibo también síntomas de un enconchamiento defensivo en la trinchera reforzada de los leales”. 

Y escribe Luis F. Aguilar, en su columna del mismo miércoles en Reforma, que nuestra sobredosis cotidiana de “malas noticias y opiniones calamitosas” comienza a producir una rutina perversa: “la costumbre de pensar que la realidad del país es así y no puede ser de otra manera y la costumbre de volvernos distantes e indiferentes” ante ella.            

He ahí, en tres trazos, la narrativa más acabada de nuestro presente. Un presente que hemos convenido relatar en función de inercias: las de los intereses intocables (monopolios, televisoras, partidos, sindicatos), las de un gobierno impotente (porque no tiene mayoría en el Congreso, porque las finanzas públicas están colapsadas, por el estilo personal de gobernar en turno) y las de una sociedad derrotada por tantos problemas (pobreza, crimen organizado, desempleo, corrupción, influenza, etc.).          

Se trata de un relato en el que las inercias se refuerzan entre sí, no sólo para que todo se conserve como está sino, además, para que no nos quede más que resignarnos. Porque los “costos” son demasiado altos, porque no existen las “condiciones” o los “incentivos”, por que falta el “liderazgo” o el “proyecto de naciión”, porque la “cultura política”... en fin, porque aparentemente no hay fuerza que pueda alterar el estado de cosas.          

Sospecho, sin embargo, que la inercia está sobre todo en esa manera de interpretar nuestra circunstancia. En la perspectiva desde la que miramos al país, en la impaciencia de que no sea lo que quisiéramos, en la frustración que nos provoca lo que es. ¿Hay mayor inercia que la de contarnos nuestra historia como la de una desesperante colección de inercias?   

Y es que, para decirlo a la manera de Fidel Velázquez (que algo sabía al respecto), llevamos doscientos años diciéndonos que las cosas no pueden seguir así.         

-- Carlos Bravo Regidor 
(La Razón, Lunes 31 de Agosto de 2009)   

lunes, 24 de agosto de 2009

Profesionales de la opinión

Una de las consecuencias más visibles de la “transición” en nuestros medios de comunicación ha sido el surgimiento de un nuevo tipo de figura pública: el profesional de la opinión.

Se trata de una figura híbrida, un tanto camaleónica, en la que se reúnen la solemnidad de una autoridad clerical (que pontifica desde el púlpito del deber ser), el prestigio de un intelectual moderno (que acusa, que denuncia, que le dice sus verdades al poder) y la ubicuidad de la popularidad mediática (que les da la fama por la fama misma). Es una figura que conjuga, en suma, algo de sacerdote, algo de agitador y algo de celebridad. 

Algunos provienen de la academia, aunque entre más éxito cosechan en el oficio de opinar menos suelen ejercer la investigación y la docencia. Otros se formaron en la propia prensa, eran reporteros o redactores o corresponsales que crecieron hasta volverse, digamos, periodistas de altos vuelos. Y otros más han gravitado en la intersección de la política y los negocios, ya sea porque fueron funcionarios o asesores, ya porque tienen sus consultorías, ya porque conocen a quien hay que conocer.  

Como sea, están en todos los medios (radio, periódicos, televisión, revistas, internet), incluso varias veces a la semana. La profesión les exige estar al día, aprender a pensar de botepronto, mucha improvisación y hartas tablas.

En ocasiones, no deja de sorprender su capacidad para decir cosas interesantes sobre temas que parecen aburridísimos, para hacer análisis muy lúcidos o críticas certeras. Pero en otras ocasiones, no deja de decepcionar que no tengan nada que aportar, que su opinión sea tan poco original o que de plano repitan lo que ya han dicho en otro lado u otras veces. Cuando lo primero, se les notan la destreza de pensamiento, el buen juicio y la agilidad verbal. Cuando lo segundo, sin embargo, también se les nota que no tienen tanta idea de lo que hablan, que creen que el público no se da cuenta o que simplemente no se cansan de escucharse a sí mismos.     

Su ascenso sobrevino durante los años noventa, su auge ocurre en la década que está por terminar. En cierto sentido, son heraldos de la incertidumbre, voces que supieron multiplicarse en tiempos de crisis, de cambio, de esperanzas y desilusión.  

Tengo la impresión, no obstante, de que comienzan a perder el lustre que tuvieron: que su nicho ya se saturó, que ya no se les toma tan en serio, que la  figura como la hemos conocido ya no tiene mucho más que dar. Será que las condiciones ambiente que les permitieron desarrollarse ya no son lo que eran, que la autocomplacencia les está ganando, que la creatividad se les acaba, o que la serpiente se les desencantó. 

--Carlos Bravo Regidor (La Razón, Lunes 24 de Agosto de 2009)

domingo, 16 de agosto de 2009

Metamorfosis

La metamorfosis de los medios de comunicación ha sido uno de los espectáculos más agridulces de los últimos años en México.

Hoy hay más apertura, más competencia, más denuncia. La censura ya no es, ya no puede ser, lo que era; la batalla por ganar la nota, por atraer auditorio y anunciantes, no tiene tregua; y la libertad de expresión se ejerce como nunca antes. 

Pero hay, también, poca ecuanimidad, más sensacionalismo y mucha impunidad. Los comunicadores editorializan constantemente; el morbo y la estridencia, típicos de la peor prensa amarilla, son cada vez menos la excepción y más la regla; y en el ámbito de la opinión todo vale.          

Varios vicios del viejo periodismo mexicano (los trascendidos, la “declaracionitis”, las gacetillas) encontraron acomodo junto con los nuevos (la imposición de vetos, el desacato de normas, la fabricación de figuras a modo), mientras ciertas virtudes de una prensa democrática (el manejo escrupuloso de las fuentes, el rigor investigativo, el compromiso con el público) no acaban de desarrollarse en nuestros medios. 

Ciertamente, no todos son iguales. Hay líneas editoriales, hay estilos, hay diversidad. El menú es más o menos amplio, pero esa variedad no oculta el hecho de que el grueso de la participación del mercado se concentra en muy pocas manos ni de que no haya un solo medio de alcance nacional que ofrezca una perspectiva del país que no sea, en el fondo, la de la Ciudad de México.      

Nos hemos acostumbrado a tener medios muy alertas, muy exigentes, muy críticos de lo que hacen o dejan de hacer las autoridades. No nos hemos hecho a la costumbre, sin embargo, de estar tan alertas, de ser tan exigentes ni tan críticos con lo que hacen o dejan de hacer los medios.          

Aunque hay expertos, organizaciones civiles, observatorios y revistas especializadas que llevan ya tiempo haciendo esa labor, digamos, de vigilar a los vigilantes, los medios en general no se han mostrado particularmente dispuestos a admitir que su trabajo también es susceptible de ser fiscalizado bajo la lupa de sus propios métodos.         

Así, es el caso que todavía se apela a consideraciones mercantiles para relativizar la discusión sobre la responsabilidad de los medios, que se desdeñan los imperativos éticos como rollo moralista, que se rechaza cualquier tentativa de regulación como una amenaza a la libertad. 

Hay nuevos espacios, nuevas voces, nuevos formatos, pero ¿hay un nuevo periodismo? Tenemos una idea muy hecha, obvia, del tipo de relación que no queremos entre medios y poder público, pero ¿tenemos una idea clara sobre el tipo de relación que queremos entre medios y sociedad?


--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 17 de Agosto de 2009)

lunes, 10 de agosto de 2009

De incompetentes y sabelotodos

De vez en cuando, luego de leer columnas de opinión, de escuchar a algún comentarista o ver un programa de debate (aunque debate no haya mucho pues todos parecen estar de acuerdo en que México atraviesa por una fase de transición a la hecatombe), uno corre el riesgo de quedarse con la impresión de que quienes nos gobiernan nunca saben hacer nada y quienes no nos gobiernan, desde los medios, siempre saben lo que se debería de hacer. Es como si al país todo le saliera mal salvo la autoflagelación.     
     
Se trata de una impresión un tanto esquizofrénica pero muy elocuente, que dice mucho del desdén ante la complejidad que a veces impera en nuestra conversación pública.          

Hace unos días, por ejemplo, dos analistas discutían en la radio el tema del “rentismo”, ese comportamiento mediante el cual ciertos grupos se organizan para obtener beneficios particulares (rentas) sin agregar valor al conjunto de la economía, es decir, para hacer más grande su rebanada del pastel sin hacer el pastel más grande. Discutían, específicamente, los casos del monopolio de PEMEX, de la falta de competencia en el sector telecomunicaciones y de los privilegios que detenta el sindicato de maestros.

Uno repetía, convencido, que la solución era “más mercado y menos Estado” (como si no hubiera rentismo en el sector privado). El otro, que acabó cayendo en la trampa de admitir el planteamiento en esos términos, respondió algo así como que tras nuestra experiencia con el modelo neoliberal “ya nadie se cree el cuento” de las virtudes de la privatización y que no tiene caso seguir insistiendo en “ese tipo de reformas estructurales que nomás no van a pasar”. El primero, entonces, replicó muy orondo: “el hecho de que no vayan a pasar no quiere decir que no sean la solución”.

Es difícil imaginar una conclusión más vana, que renuncie tan olímpicamente a hacerse cargo de la realidad: de la multiplicidad de intereses en pugna; de las restricciones que impone un arreglo de poderes compartidos; de las dificultades y costos que implican las decisiones públicas.

No me refiero a los méritos o defectos del argumento sino a la manera de argumentar. “Que no vayan a pasar no quiere decir que no sean la solución”. La frase es de lo más sintomático. Ubica al que la pronuncia por encima de cualquier consideración práctica y a quien tiene que lidiar con lo práctico lo condena, de antemano, a ser parte del problema –por transigir con ese molesto obstáculo, la realidad, que le impide a la solución “pasar”.

Quizás cabría imaginar una modesta prueba para evitar que nuestras discusiones se reduzcan a esa lógica de sabelotodos contra incompetentes: si una solución, la que sea, no “pasa”, no es solución porque no resuelve nada. 

--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 10 de Agosto de 2008) 

Nota: Por un error de comunicación, en el periódico apareció una versión distinta (preliminar) del final de este artículo. Aquí aparece la versión definitiva. Una disculpa.    

lunes, 3 de agosto de 2009

Cómo vive la otra mitad

Hace dos semanas nos enteramos de que, según los resultados de la última Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), entre 2006 y 2008 el porcentaje de mexicanos “en condición de pobreza” pasó del 42.6 al 47.5 por ciento. 

Es decir, que en ese periodo hubo seis millones más de personas que “no contaban con un ingreso suficiente para satisfacer sus necesidades de salud, de educación, de alimentación, de vivienda, de vestido y de transporte público, aun si dedicaran la totalidad de sus recursos económicos a ese propósito”.

El asunto mereció las ocho columnas, el viernes 17 de julio, en un par de diarios: “Empobrecen… los pobres” (Reforma) y “El INEGI reporta más desigualdad” (El Universal). Al día siguiente, sábado 18, prácticamente todos los diarios dedicaron su nota principal al “caso Martí”. El domingo 19 el aumento de la pobreza volvió a las ocho columnas en dos diarios: “Rebasados, programas antipobreza” (El Universal) y “Sobrevive la mitad de los mexicanos con mil 900 pesos al mes” (La Jornada). El lunes 20, las principales notas fueron el “caso Martí”, las disputas internas en el PRD, la guerra contra el narcotráfico, la alianza legislativa del PRI y el Verde, etcétera. Finalmente, el martes 21 apareció la última nota de ocho columnas sobre el tema: “Hay más pobres, pero los programas van bien” (La Jornada). El resto de la semana los titulares se ocuparon de las disputas internas en el PAN, de la nueva refinería, de la CNDH y la SEDENA, de los rebrotes de influenza, en fin, de otras cosas.

En algunas columnas de opinión y programas de debate se comentaron las cifras. Buena parte de esas intervenciones, sin embargo, osciló entre cuestiones técnicas (cómo se mide la pobreza, cómo está focalizada la política social) y lugares comunes (que si es un problema de “mentalidad”, que si está en riesgo la estabilidad social, que si no hay que darles un pescado sino blablablá). Abundaron las entrevistas a expertos, los aspavientos retóricos y las explicaciones para salir al paso.

Escasearon, en cambio, los trabajos propiamente periodísticos al respecto. Que contaran las historias, que mostraran las imágenes, que tradujeran el significado de esos números al lenguaje de la experiencia cotidiana. Que dijeran lo que son el hambre, la precariedad y las carencias en primera persona. Que relataran, pues, cómo vive ese 47.5 por ciento. 

Hizo falta, hace falta, un periodismo que le dé visibilidad a eso que no queremos ver. Un periodismo que sepa mirar la pobreza como quien mira un espejo.  

--Carlos Bravo Regidor 
(La Razón, Lunes 3 de Agosto de 2009)

lunes, 27 de julio de 2009

Comunicar la guerra

La revista Nexos de este mes publica algunas reflexiones sobre los dilemas que enfrentan los medios de comunicación mexicanos en el contexto de la guerra contra el narcotráfico. Los autores no son, digamos, teóricos. Son directivos, columnistas, conductores, profesionales del periodismo que tienen que lidiar con esos dilemas, que toman decisiones al respecto, todos los días. 

Por eso mismo, por quiénes son, es que resulta tan desconcertante la celosa imparcialidad con la que se refieren, en todo momento, a la guerra. Leopoldo Gómez, vicepresidente de noticias de Televisa, se preocupa por “los riesgos que implica para el periodismo el asumirse como parte de un conflicto bélico y no como simple narrador del mismo”. Pascal Beltrán del Río, director editorial del Excélsior, se pregunta “¿vamos a hacer bloque con las autoridades en la lucha contra el crimen o mantener nuestra independencia?” Carlos Marín, director general de Milenio Diario, dice que “el periodismo es intrínsecamente subjetivo” y, por lo tanto, la responsabilidad de los medios “es igual e inevitablemente subjetiva”. Para Sergio Sarmiento, quien fuera vicepresidente de noticias de TV Azteca, “al tomar la decisión de si se divulga o no el texto de una narcomanta […] al considerar si se incluye o no alguna imagen de violencia en un reportaje”, la pregunta a hacerse es si al público “le interesará o le generará tal repulsión que le haga cambiar de canal”.

Seamos conscientes: la guerra contra el narcotráfico no es un conflicto bélico en el sentido tradicional del término, tampoco es una simple política pública ni una noticia como cualquier otra. Es una forma de combate al crimen organizado, es decir, a una industria de la ilegalidad que le disputa el control de varios territorios a las autoridades, que lava dinero, que entrena sicarios, que intimida, soborna, extorsiona, tortura, secuestra y asesina. Nadie pide a los periodistas que renuncien a su labor crítica; al contrario, en este contexto es indispensable que la ejerzan libremente. Pero que la ejerzan, también, consigo mismos. Por ejemplo, con su sentido de la neutralidad frente a la batalla que tratan de dar las fuerzas del Estado contra bandas de delincuentes. 

Y es que no estamos ante un intercambio de hostilidades entre dos fuerzas equiparables, no da igual quién gane o quién pierda. Estamos en la lucha contra una violencia cuya víctima, al final del día, es la sociedad. Una lucha que, sólo en los últimos años, ha cobrado la vida de más de diez mil personas. Varias de ellas, por cierto, periodistas... 

Uno supondría que a estas alturas a los medios ya les habría caído el veinte. 

Pero no.

--Carlos Bravo Regidor 
(La Razón, Lunes 27 de Julio de 2009)