lunes, 9 de noviembre de 2009

Modernidad, modernidad

Hay una figura retórica, bastante común en nuestra conversación pública, que consiste en explicar las dificultades del presente como resabios de una época anterior que no se resigna, digamos, a sucumbir. Es un recurso del que se echa mano para expresar inconformidad con algún aspecto del estado de cosas que no responde a nuestros deseos o expectativas, una manera de decir la frustración que nos provoca el hecho de que el país insista en no ser como quisiéramos que fuera.

Se trata de una forma de interpretar la realidad típicamente moderna: optimista, muy segura de sí misma, ostentosamente convencida de que hace falta rehacerlo todo conforme a los dictados de su razón. Una mirada para la que México siempre ha sido un lugar sin mucho oficio ni beneficio, un vasto depósito de atavismos, herencias e inercias de los que hay que desprenderse para levantar el vuelo hacia la tierra prometida de la modernidad, es decir, al futuro.

Esa ha sido, en cierto sentido, nuestra historia. De los Austrias a los Borbones, de la independencia al Porfiriato, del nacionalismo revolucionario al neoliberalismo, de la transición al desencanto con la democracia, el verbo se repite una y otra vez: reformar, reformar y reformar.

Leo la prensa de los últimos meses y me encuentro, aquí y allá, con nuevos brotes de ese viejo voluntarismo, con abundantes diagnósticos sobre lo que haría falta cambiar para ser, ahora sí, “verdaderamente” modernos. En algunos casos el fardo son los partidos y la clase política; en otros, una sociedad sin cultura cívica; en algunos, la oligarquía empresarial y sus privilegios; en otros, las empresas paraestatales y sus sindicatos; en algunos, que los impuestos son demasiados; en otros, que los impuestos no son suficientes; en algunos, que las reglas que tenemos ya no sirven; en otros, que las reglas nunca se hacen respetar; etcétera.

No pongo en duda la existencia ni la gravedad de nuestros problemas. Me pregunto, más bien, si esa esquizofrenia reformadora no será, de hecho, síntoma de que ya accedimos a la modernidad. O de que siempre hemos habitado en ella. O de que queremos “los beneficios de la modernidad pero no la modernidad misma” (Edmundo O’Gorman). O de que la nuestra ha sido más bien una desmodernidad, “una aniquilación de tensiones por exceso de modernidad” (Roger Bartra).

No lo sé. Pero si tuviera que tomar partido, me quedaría con lo que dijo Henri Meschonnic: que la modernidad es una obra de teatro cuya trama consiste en no tener fin, una batalla que siempre está comenzando de nuevo, un eterno volver a empezar.

-- Carlos Bravo Regidor
(
La Razón, Lunes 9 de Noviembre de 2009)

1 comentario:

  1. Y en el fondo, esa es también la definición de democracia: un eterno purgatorio en el que hay que pactar para poder lograr las cosas. Aunque se argumente lo contrario, en los últimos 15 años hemos avanzado un montón: ahora discutimos cosas "normales" como la política fiscal y las estrategias para hacer a la clase política más responsiva en lugar de cómo sacar de Los Pinos al partido de(t)estado.

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