lunes, 10 de octubre de 2011

Un mejor periodismo es posible

La semana pasada el periódico La Prensa publicó en su primera plana fotografías de las dos cabezas que aparecieron sobre el cofre de una camioneta abandonada en los linderos del Estado de México y el Distrito Federal. Es difícil entender en qué clase de razonamiento se apoyó la decisión de reproducir sin atenuantes imágenes tan deliberadamente agresivas, cuál se pensó que sería su aportación en términos informativos. A la violencia propia del hecho en sí se sumó, pues, la violencia con que La Prensa optó por comunicarlo.

No se trata de un caso único ni que ocurra en el vacío. Para los medios de comunicación mexicanos, acostumbrados a preciarse más de su independencia con respecto al poder que de su compromiso para con el público, la llamada “guerra contra el crimen organizado” ha representado un desafío inédito. Algunos han escogido atrincherarse en un discurso de máxima libertad y mínima responsabilidad para no hacerse cargo de las consecuencias sociales de sus prácticas periodísticas. Otros, en cambio, han accedido a participar en un ejercicio de escrutinio público y deliberación autocrítica con el fin de mejorar la manera en que informan sobre hechos violentos: el Observatorio de los Procesos de Comunicación Pública de la Violencia.

Hace algunos días se hizo público un informe ejecutivo  reportando los primeros resultados de dicho ejercicio. El documento da cuenta de cómo múltiples medios de prensa escrita, televisión y radio ya han comenzado a adoptar buena parte de los criterios editoriales recomendados en el Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia: tomar partido contra la violencia, no convertirse en voceros involuntarios del crimen, atribuir responsabilidades concretas, respetar los derechos de las víctimas, entre otros.

Entre los mayores aciertos del informe destacan tres. Uno, mostrar que en muchas ocasiones son las propias fuentes gubernamentales las primeras en adoptar estrategias de comunicación que violan la ley (e.g., la presunción de inocencia), que promueven la desinformación (e.g., presentando como consumados procesos judiciales que apenas comienzan) o que dan voz al crimen organizado (e.g., reconociéndole a delincuentes confesos la calidad de fuentes informativas o haciendo públicos sus interrogatorios). Dos, insistir en la importancia de la jurídico como enmarque narrativo, es decir, de darle sentido a los hechos vía su relación con la ley (e.g., no hablar de “ejecutados” sino de “asesinados”). Y tres, hacer explícita la necesidad de ampliar y elevar la calidad de la oferta informativa (e.g., ir más allá de los hechos inmediatos y explorar los contextos regionales o las vinculaciones internacionales de la violencia; abordar temas hasta ahora relegados como el lavado de dinero). 

En contraste, hay un par de aspectos que podrían mejorar. Uno sería el relativo a explicar minuciosamente el significado que tienen los atentados contra medios y periodistas, más allá de las manifestaciones de solidaridad gremial, como ataques contra el derecho que tiene la sociedad a estar informada. Otro sería el relativo al público al que va dirigido el informe, mismo que parece pensando más para medios y periodistas que para el propio público consumidor de noticias.

Con todo, el balance es positivo. No es menor el logro de que tantos medios de comunicación admitan que a veces sus criterios editoriales dejan mucho que desear, que criticarlos no significa querer censurarlos, que tienen una responsabilidad social que atender.

Un mejor periodismo es posible.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 10 de octubre de  2011

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