Entre los saldos que dejaron los sexenios panistas
hay un par de expectativas malogradas que todavía sobreviven en nuestra vida
pública. La primera es que la corrupción se resuelve nombrando a personas
honestas en el gobierno. La segunda, que las fuerzas armadas sirven para
restaurar el orden público en los territorios cuyo control disputa el crimen
organizado.
Por un lado, con motivo del
escándalo de los moches en la
Cámara de Diputados, hace unos días Soledad Loaeza (http://j.mp/1adqbvG) reparaba
en el craso contraste entre la reputación de incorruptibles que por décadas
tuvieron los panistas y la decepción que, en ese sentido, representaron las
administraciones de Vicente Fox y Felipe Calderón. Los panistas de antaño
podían preciarse, a diferencia de los priístas, de su honestidad; pero “si se
trata de denunciar la corrupción, los panistas de ahora no pueden tirar la
primera piedra”.
Puede ser que los panistas que
llegaron al poder no hayan sido realmente honestos o que el poder los haya
corrompido. Pero puede ser, también, que plantear la corrupción sólo como un
déficit de honestidad –tal cual ocurre, por ejemplo, en la órbita del
lopezobradorismo– sea un problema. Porque la corrupción no es un atributo individual:
es una relación social. De modo que la cuestión quizás no sea tanto si las
personas son honestas o deshonestas sino, más bien, si hay o no capacidades
institucionales para producir soluciones colectivas que afirmen el bienestar
general por encima de los beneficios particulares.
Por el otro lado, la
sorprendente expansión de las autodefensas en Michoacán forzó al Presidente a
hacerse cargo de una situación de la que se había esmerado en permanecer al
margen y con respecto a la cual, tras un año de despachar en Los Pinos, no había
articulado un discurso, no había delineado un proyecto, vaya, ni siquiera había
propuesto un objetivo. Con todo, las circunstancias finalmente terminaron obligándolo
a dar una respuesta. Y eso quiere decir que, como apuntó
Alejandro Hope durante la semana, ahora sí esta ya es la guerra de Peña Nieto.
Puede ser que la designación de
un comisionado y el envío de fuerzas armadas sean indispensables en este
momento. Pero el hecho de que hayan sido reacciones ante una emergencia --que,
por cierto, se gestó a plena luz pública durante meses-- y no acciones producto
de una estrategia deliberada, indica que el gobierno de Peña Nieto está improvisando
sobre la marcha. Ya ocupa el territorio terracalentense, como ya lo había
ocupado en mayo del 2013, y como antes el gobierno de Calderón ocupó a su vez otros
territorios en Baja California, Guerrero, Nuevo León, Sinaloa, Tamaulipas,
Chihuahua, Durango, Veracruz… ¿Y luego? La prueba de si se ha restaurado o no
el orden público no ocurre cuando llegan las tropas sino cuando se van.
Ni la corrupción se resuelve eligiendo a
personas con reputación de honestas, ni el orden público se restaura tan solo
ocupando territorios. Acusemos recibo.
Despedida
Con esta columna llega a su fin un ciclo de casi
cinco años de Conversación Pública en La
Razón. Agradezco entrañablemente a don Ramiro Garza y a Pablo Hiriart
por haberme invitado a colaborar, así
como por la absoluta libertad con la que siempre pude ejercer la crítica (y la
crítica de la crítica) en estas páginas. Mi gratitud también para Tere Chávez,
Nancy Escobar, Ángel Salinas y todo el equipo del diario por sus atenciones y
su profesionalismo. Y para los lectores, desde luego, por el favor de su
lectura. De mi paso por La Razón me
llevo la feliz experiencia de haber formado parte de un exitoso proyecto
periodístico que ha sabido, como anticipaba el Caminante allá por mayo del
2009, hacer camino al andar. Muchas gracias.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 20 de enero de 2014