lunes, 27 de mayo de 2013

La fase superior del calderonismo

Michoacán fue noticia de primera plana durante prácticamente toda la semana pasada. Martes: “Despliegue militar en Michoacán” (Excélsior); “Se mueven más tropas a tierra caliente” (Milenio). Miércoles: “Toma el mando el ejército en Michoacán” (La Razón); “Manda SEDENA en Michoacán” (Reforma). Jueves: “Imponen autodefensas al Ejército trueque de detenidos” (El Universal); “Canjean 4 autodefensas detenidos por 24 militares” (La Crónica de Hoy). Viernes: “Difícil, desarmar a policías comunitarios” (El Financiero); “Se debe ya poner fecha al retiro del Ejército en las calles: AI” (La Jornada).  

Así, contra lo que ha sido la norma durante lo que va del actual sexenio, las historias e imágenes que aparecieron en los medios de comunicación a raíz del despliegue militar en Michoacán nos remitieron en más de un sentido al sexenio anterior, ofreciendo un perturbador testimonio de que en materia de seguridad el peñanietismo está constituyéndose como una suerte de fase superior del calderonismo.

La “estrategia” de Calderón comenzó como una ocurrencia circunstancial; la de Peña Nieto, como una negación premeditada. Calderón insistió en hacer de la “guerra” el gran eje de su gobierno; Peña Nieto insiste en gobernar como si la “guerra” nunca hubiera ocurrido. Durante la presidencia de Calderón imperaron, hasta el final, la improvisación y la intransigencia; en la de Peña Nieto prevalecen, hasta hoy, la desorganización y la negligencia. Con Calderón al menos supimos desde el principio que la decisión era movilizar a las fuerzas armadas; con Peña Nieto no sabemos todavía cuál es la decisión.

Y si de los operativos del calderonismo resultó, como supo señalarlo Fernando Escalante, que los homicidios aumentaron muy significativamente; de las omisiones del peñanietismo resulta, como ha advertido Alejandro Hope, que la violencia “no ha variado mayormente desde los meses finales de la administración de Calderón” –y que ahora parecen proliferar, además, los grupos de autodefensa.

En suma, el problema subsiste pero el gobierno de Enrique Peña Nieto ha optado por una nueva política de seguridad que consiste en no tener política y por una nueva política de comunicación social en la materia que consiste en no comunicar.

El hecho de que el ejército haya tenido que intervenir otra vez en Michoacán es una muestra más del rotundo fracaso que fue el calderonismo. Pero es una señal, asimismo, de que cuando la simulación deja de ser alternativa, el peñanietismo no tiene nada fundamentalmente distinto que ofrecer…

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 27 de mayo de 2013

lunes, 20 de mayo de 2013

Una defensa del paternalismo

Thomas Hobbes creía que en nuestro estado de naturaleza los seres humanos estábamos condenados a existir bajo amenaza permanente, a hacernos la guerra todos contra todos, a llevar “una vida solitaria, pobre, fea, embrutecida y breve”. Pero para evitar ese destino terrible, decía Hobbes, suscribimos un contrato mediante el cual creamos un poder centralizado (i.e., el Estado) al que cada uno se somete para que lo proteja de los demás. Cedemos libertad, pues, a cambio de seguridad.

John Stuart Mill afirmaba, por su parte, que todos los individuos poseemos un ámbito de autonomía. Un amplio espacio para vivir nuestra vida libremente, en función sólo de nuestra conciencia, en el que ni otros individuos ni el Estado pueden interferir. La frontera que demarca dicho ámbito, según Mill, es el llamado principio del daño: “la única razón por la que el poder puede ejercerse legítimamente sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es para prevenir el daño a otros”.

Pero ¿y si estuviera en la naturaleza humana no sólo a dañar a los demás sino también dañarse a uno mismo? ¿Qué implicaciones tendría ese hecho sobre nuestra forma de organización política? ¿Legitimaría la interferencia del Estado en la esfera de la autonomía individual?

En el marco del Seminario Internacional de Ética y Asuntos Públicos del CIDE, la semana pasada vino a la ciudad de México Sarah Conly, autora de Contra la autonomía. Una justificación del paternalismo coercitivo (Cambridge University Press, 2013), un trabajo en el que propone que, en algunos casos y bajo determinadas condiciones, el Estado debería efectivamente ejercer poder para evitar que los individuos se dañen a sí mismos.

Conly recoge la evidencia acumulada por disciplinas como la psicología social y la economía de la conducta, en el sentido de que los seres humanos padecemos múltiples sesgos cognitivos, para afirmar que no es que seamos ignorantes o tontos (bueno, mejor dicho no es sólo que seamos ignorantes o tontos); es, además, que nuestra capacidad de procesar información, de habérnoslas con la incertidumbre, de anticipar consecuencias y ajustar nuestro comportamiento, es limitada. En general, tenemos buenas ideas sobre lo que queremos pero no tan buenas sobre cómo conseguirlo. Queremos estar más delgados pero seguimos ingiriendo demasiadas calorías; queremos dejar de fumar pero lo postergamos para cuando tengamos menos estrés; queremos vivir una vejez sin preocupaciones pero casi no ahorramos.

De ahí que el tipo de paternalismo por el que aboga Conly no sea uno que pretenda imponer fines sino, más bien, imponer medios para ayudar a las personas a conseguir sus propios fines: sentirse mejor, estar más sanas, vivir una vida más larga. Y con el que ya tenemos cierta experiencia, por ejemplo, en políticas como el uso obligatorio del cinturón de seguridad o del casco para motociclistas, en prohibir la comida chatarra en las escuelas o las grasas transaturadas en los restaurantes, en requerir receta médica para comprar medicinas en las farmacias o en demandar un depósito mínimo mensual en las cuentas de ahorro para el retiro.

Conly sugiere cuatro criterios para evaluar la viabilidad de una medida paternalista: que la interferencia estatal refleje los valores de una mayoría de los individuos contra los que va dirigida; que realmente produzca los efectos deseados; que sus beneficios sean mayores que sus costos; y que sea la manera más eficiente de conseguir lo que se desea.

Ciertamente, Conly deja varios cabos sueltos en lo relativo a los aspectos económicos, legales, políticos y de política pública de su argumento. Pero, aún así, Contra la autonomía nos obliga a reconsiderar que, a veces, la intervención del Estado en la esfera de la autonomía individual puede estar justificada. Es un logro intelectual hacer que una propuesta en principio tan polémica termine resultando casi de sentido común.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 20 de mayo de 2013

lunes, 13 de mayo de 2013

Business as usual

He aquí una selección muy breve, mínima, de encabezados noticiosos de los últimos días: “Ignoraron protocolo de precontingencia”, “Vende Ebrard ¡calle!”, “Nada festejaron las madres de desaparecidos”, “Condona SAT a Televisa 3 mil millones de pesos”, “PGR investiga explosión de pipa en San Pedro Xalostoc”, “Derrocha Sabines gasto en imagen”, “Absuelve el gobierno de Peña a papá de Lady Profeco”, “Vive entre lujos Deschamps Jr.”, “Estados tienen en abandono hospitales”, “Consar: en crisis de pensiones, Pemex y gobiernos estatales”. ¿En qué se parecen? ¿Qué tienen en común?
           
Desde el punto de vista de los medios, esos encabezados son el pan informativo de cada día, ejemplos perfectamente comunes y corrientes de la rutina llamada “ciclo noticioso 24/7”: notas de cierto impacto a las que rara vez se les da seguimiento, que generan acaso una que otra respuesta (ya sea retórica, burocrática o simbólica, pero casi siempre insustancial) y que al poco tiempo son desplazadas por una nueva tanda de notas que sigue el mismo patrón. Y así una y otra y otra vez. No deja de tener su ironía el hecho de que se denomine “noticioso” (o, en inglés, news) a un ciclo tan conocido y predecible.

Desde el punto de vista de la ciudadanía, esos encabezados representan la enésima confirmación de los males que corroen la vida pública: incompetencia, corrupción, negligencia, complicidad, abuso, impunidad, dispendio… etcétera. Pero lejos de producir intervenciones realmente críticas o llamados a la movilización, su incansable redundancia termina constituyendo el abono ideal para esa suerte de versión mexicana de la “cultura de la queja” (Robert Hughes) en la que los ciudadanos somos niños indefensos, la culpa siempre es de “otros”, todo está mal y nadie hace nada. Son pequeños escándalos cotidianos que hacen más cómoda, paradójicamente, nuestra zona de confort.
           
Y desde el punto de vista de la clase política, esos encabezados son evidencia de que las cosas funcionan (para la clase política, se entiende). De que se pueden tomar malas decisiones, o no tomar ninguna decisión, y casi nunca hay que pagar las consecuencias. De que puede haber muchos afectados, damnificados o incluso muertos, pero rara vez hay quien rinda cuentas. De que decir “toda la fuerza del Estado” o “nadie por encima de la ley” son eufemismos para “aquí no pasa nada” o “háganle como quieran”. En fin, de que una cosa es tener una posición de responsabilidad y otra, muy distinta, tener que hacerse responsable.

Decía Thomas Jefferson que cuando la sociedad teme al gobierno, hay tiranía; y cuando el gobierno teme a la sociedad, hay libertad. ¿Pero qué hay cuando la sociedad no teme al gobierno ni el gobierno teme a la sociedad? No sé con qué nombre identificarlo, pero sí sé que en México ese es nuestro business as usual.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 13 de mayo de 2013

lunes, 6 de mayo de 2013

Medios: más cercanía, menos claridad

La forma en que los medios de comunicación estadounidenses han dado cuenta de los atentados del 15 de abril pasado en Boston es un testimonio muy vívido, verdaderamente ejemplar, de esa suerte de dislocamiento temporal que constituye la nueva normalidad del paisaje informativo contemporáneo. El contraste entre la frenética cobertura en vivo y la metódica reconstrucción de los hechos, entre la urgencia que impone la noticia y la distancia que requiere explicarla, no podría ser más evidente.

Cuatro días después de los hechos la policía desplegó una “cacería de los sospechosos a la que los medios de comunicación se sumaron de inmediato, interrumpiendo su programación habitual y haciendo enlaces con reporteros ubicados en distintos puntos alrededor de Boston. Sin embargo, más que ofrecer alguna información concreta los medios se dedicaron a propagar la confusión general. Una reportera de CNN ilustró involuntariamente el absurdo de la situación cuando al tiempo que la cámara enfocaba a unas patrullas circulando dijo muy agitada al micrófono, literal: there is a lot of movement, something is happening but we don’t know what it is! (“¡hay mucho movimiento, algo está pasando pero no sabemos qué!”). Y así fue, tal cual, durante horas.

Como escribió Farhad Manjoo en Slate, seguir la transmisión en directo fue una manera muy eficaz de mantenerse perfectamente desinformado minuto a minuto. Las tecnologías de la inmediatez disponibles hoy en día (e.g., teléfonos celulares, redes sociales, agregadores de noticias) hacen que nos enteremos de los acontecimientos más rápido de lo que podemos darles sentido. Permiten que participemos de la emoción del momento como si estuviéramos ahí, en el lugar de los hechos, pero nos despojan de la perspectiva necesaria para hacer inteligible su significado, para entender de qué se trata la historia.
           
Más aún, tanta “cercanía”, aunque sea virtual, no se traduce en mayor claridad. Antes al contrario, la secuencia de la supuesta trayectoria que siguieron los sospechosos, desde el supuesto asesinato de un oficial del M.I.T., el supuesto robo de una camioneta y el supuesto asalto en una gasolinera, está repleta de incógnitas e inconsistencias que la sensación de alivio posterior a las horas de adrenalina ha sepultado casi por completo. Hoy el público estadounidense sabe mucho más de cómo era la vida de los hermanos Tsarnaev antes del atentado (los propios medios se han encargado ya con mucho esmero de dar a conocer sus “antecedentes”) que de lo que ocurrió durante su “cacería”: de cómo los identificó la policía, cómo dio con ellos, qué evidencia hay en su contra, cómo fue el tiroteo en el que murió el mayor y qué causó las heridas que presentaba el menor cuando fue aprehendido.
           
Todos los medios lo informaron en vivo y en directo, pero aparentemente no hay ninguno que sepa bien a bien qué fue lo que pasó.                      

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 6 de mayo de 2013

lunes, 29 de abril de 2013

La vieja y la nueva escuela

Hace cosa de un mes Fernando Escalante escribió, aquí en La Razón, una columna (http://j.mp/10k4mOO) sobre la vitalidad que aún conserva lo que denominó “la vieja escuela de la oposición”. Se refería con ello a las inercias demagógicas, a las ínfulas de pureza, a las carencias programáticas que caracterizaron tanto al PAN como al PRD durante los años de la transición a la democracia y cuyo representante más exitoso fue, sin duda, Vicente Fox.
           
Ser oposición en aquellos años consistía, fundamentalmente, en saber agitar la matraca del antipriísmo. No había matices, complicaciones ni complejidades: el partido en el poder era la encarnación de todos los vicios; la oposición, la suma de todas las virtudes. De ahí que una de las primeras expresiones de insatisfacción con Fox fuera aquella de que su sexenio parecía haber terminado el 2 de julio del 2000, tras “sacar al PRI de Los Pinos”…

Buena parte de aquella vieja escuela opositora sigue viva hoy en lo poco que queda del calderonismo y, sobre todo, en muchas de las posiciones que el lopezobradorismo asume contra, básicamente, todo lo que haga o diga el gobierno de Peña Nieto. Y es así porque aunque sea una manera muy pobre de hacer oposición democrática se trata de una alternativa, advierte Escalante, que “sigue dando frutos”.

Con todo, a esa crítica de la vieja escuela habría que agregar otra crítica de “la nueva escuela de la oposición” que se ha creado a raíz del Pacto por México.

Una nueva escuela en la que ser oposición consiste, básicamente, en no oponerse. En apoyar reformas sin informar ni deliberar públicamente las razones. En intercambiar votos en el Poder Legislativo por reconocimiento e interlocución con el Poder Ejecutivo. En montar una suerte de gobierno de coalición a la mexicana a cambio no de espacios en el gabinete ni de incluir políticas específicas en la agenda gubernamental sino de que el Presidente ofrezca a las dirigencias de los partidos de oposición el oxígeno que no les dieron los electores ni les dan sus militantes.
           
Esta nueva escuela, cuyo mejor representante es quizás Jesús Zambrano, tampoco sirve como contrapeso, no tiene un programa ni ideas claras que doten de significado su labor como oposición, ni tampoco brinda una imagen que haga reconocible su identidad vis-à-vis el gobierno. Es, en más de un sentido, tan estéril para la democracia como la de la vieja escuela: si López Obrador parece dispuesto a decir que no a todo por sistema, Zambrano parece dispuesto a decir que sí a lo que sea por supervivencia.

Ni una ni otra son, estrictamente, oposiciones democráticas. La “vieja” es, hoy, más negación que oposición. Y la “nueva”, más que oposición, es comparsa.

-- Carlos Bravo Regidor                                      
La Razón, lunes 29 de abril de 2013

lunes, 22 de abril de 2013

De liderazgos e instituciones


En un artículo publicado hace casi veinte años, Alan Knight propuso un par de metáforas muy eficaces para dar cuenta de la paradójica historia de la presidencia de Lázaro Cárdenas (http://j.mp/11askhL). Por un lado, escribió, fue una “aplanadora”: impulsó una agenda de reformas radicales bajo un liderazgo de enorme determinación y con apoyos populares de mucho peso. Pero, por el otro, fue una “carcacha”: un vehículo que avanzó con lentitud, que sucumbió ante múltiples resistencias y no logró llegar a su destino.

Al final, advertía Knight, la carrocería del cardenismo sobrevivió (el partido, la presidencia, los ejidos, las organizaciones obreras y campesinas, Petróleos Mexicanos, etc.) pero con nuevos conductores que subieron a otros pasajeros, le cambiaron el motor y emprendieron el camino en una dirección distinta.

Una de las lecciones del cardenismo es, pues, que ni los liderazgos fuertes, ni el compromiso ideológico, ni un considerable respaldo social bastan para darle viabilidad a un proyecto reformista de largo aliento. Y es que, como supo resumirlo Patrick Iber en un comentario sobre la dinastía política de los Cárdenas (http://j.mp/ZAe8Ai), “parte de construir un Estado progresista robusto está en crear instituciones que mantengan su carácter progresista aun y cuando los progresistas ya no estén en el poder”. Ni las intenciones ni la integridad ni la popularidad de ningún dirigente son garantía de que sus políticas funcionen o perduren.

La semana pasada nos regaló una lección similar, aunque en sentido inverso. El Senado estadounidense rechazó la iniciativa del presidente Barack Obama para establecer controles más estrictos a la venta de armas. A pesar de la indignación y el duelo nacional que siguieron a la masacre ocurrida en la escuela Sandy Hook el 14 de diciembre pasado, de que una amplia mayoría de los estadounidenses estaban a favor de la medida (http://j.mp/Zcy1hm) y de que ésta no tocaba la segunda enmienda, es decir, el derecho constitucional de tener y portar armas, la reforma fue derrotada conforme a una aritmética legislativa de muy cuestionables credenciales democráticas.

Y es que, para aprobar la propuesta y evitar el filibusterismo (una táctica parlamentaria que consiste alargar la discusión para demorar o de plano evitar una votación), se necesitaban 60 votos a favor, pero sólo se consiguieron 54. Más aún, los 46 senadores que votaron en contra representan a estados que aglutinan apenas al 37.7% de los estadounidenses. Las reglas del Senado impidieron, en suma, que una mayoría de 54 senadores, representando a una mayoría del 62.3% de la población, autorizara una modificación legislativa de orden secundario (http://j.mp/12xVMRL). ¿Seguimos hablando de una democracia cuando las instituciones representativas adoptan reglas y defienden intereses contrarios a la voluntad de las mayorías?

Los casos de Cárdenas y Obama, a pesar de sus diferencias, coinciden en un punto: ambos constatan que los liderazgos tienen límites… y que las instituciones importan.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 22 de abril de 2013

lunes, 15 de abril de 2013

¿Adiós a todo aquello?


La semana pasada murió Margaret Thatcher. Pero la disputa con respecto a su legado, tanto en Inglaterra como a nivel internacional, está quizás más viva que nunca.

En Inglaterra, por ejemplo, en tanto que un historiador conservador como Niall Ferguson escribía en las páginas del Financial Times que Thatcher “tuvo razón en casi todo” y que sus críticos “le deben no sólo el respeto que merece una gran líder, sino una disculpa”; una disidente del nuevo laborismo como Glenda Jackson pronunciaba un discurso en la Cámara de los Comunes repudiando el “atroz daño social” que provocaron sus políticas y caracterizando al thatcherismo como un periodo en el que su país “conoció el precio de todo pero el valor de nada”.

A nivel internacional, asimismo, al tiempo que el ministro de relaciones exteriores polaco Radek Sikorski recordaba la extraordinaria popularidad que la “dama de hierro” tuvo del otro lado del muro de Berlín y la inspiración que representó para toda una generación de líderes opositores al comunismo en Europa del Este; el periodista Jon Lee Anderson recordaba a su vez la alianza que Thatcher mantuvo con la dictadura militar de Augusto Pinochet en Chile y el apoyo que le brindó públicamente en Londres cuando estuvo bajo arresto domiciliario por el proceso que en su contra siguió el juez Baltazar Garzón. Otro tanto se podría decir de su estrecha afinidad con Ronald Reagan y Juan Pablo II, de su ambiguo papel en la caída del régimen del apartheid en Sudáfrica, de su oposición a la reunificación alemana, de su vehemente negativa a adoptar una única moneda europea, de su curiosa relación con Mijaíl Gorbachov, de su carambola a varias bandas en la guerra de las Malvinas…

Y es que Thatcher es, en más de un sentido, nuestra contemporánea. Una figura emblemática del desmantelamiento del Estado benefactor, del fin de la Guerra Fría, de lo que se ha dado en llamar la “era neoliberal”. Para sus paladines encarna la defensa a ultranza del individuo contra el “colectivismo” –llámese la Unión Soviética, el Estado, la burocracia, los sindicatos, la comunidad. Para sus detractores, en cambio, personifica un ataque feroz contra cualquier noción de un “nosotros” –de vínculos sociales, de vida en común, de responsabilidades compartidas, de obligaciones que nos unen, de solidaridad los unos para con los otros.

Todavía hay mucho de interés coyuntural y poco de perspectiva histórica en la representación del personaje y sus tiempos. A sus detractores les falta hacerse cargo de las causas que propiciaron su ascenso. A sus paladines, en cambio, les urge habérselas con las consecuencias.

Thatcher ha muerto, pero le sobrevive mucho del mundo en el que habitamos hoy en día. Todavía no podemos decirle adiós a todo aquello.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 15 de abril de 2013

lunes, 8 de abril de 2013

Un empujoncito


La Secretaría de Salud del Distrito Federal acaba de anunciar el programa Menos sal, más salud: un conjunto de medidas que buscan reducir la ingesta de sal entre la población. Entre dichas medidas está la de promover que los restaurantes de la capital retiren los saleros de sus mesas. Y es que, según el secretario Armando Ahued, muchos comensales tienen el hábito de echarle sal a la comida sin siquiera haberla probado. De lo que se trata, dijo, es de hacer conciencia sobre el riesgo a la salud que implica el abuso de dicho condimento.

Aclaremos: no se prohibió la sal ni dejará de haber saleros en los restaurantes. Lo que pasa, más bien, es que ahora ya no estarán al alcance de la mano sino que habrá que pedirlos explícitamente como se pide un vaso de agua, más limones o la cuenta. No es una medida obligatoria, no habrá sanción contra quien la incumpla, no viola ningún derecho ni es expresión de una biopolítica totalitaria (como escribió, en el colmo del azote, Ramón Cota Meza).

La medida, que también se ha ensayado en la provincia de Buenos Aires, en un  distrito de la zona metropolitana de Manchester (en donde también se redujo el número de hoyitos en los saleros) y en la cadena estadounidense Boston Market, parece inspirada en las premisas de la economía conductual --conocida en inglés como behavioral economics. Dicha disciplina (que en la academia estadounidense suele considerarse un híbrido entre economía y psicología) enseña que buena parte de nuestras decisiones no son siempre racionales, voluntarias, ni egoístas, sino que dependen de factores emocionales, cognitivos y sociales más amplios. Por ejemplo, nuestro estado de ánimo, el orden en el que se nos presentan las opciones a elegir, nuestra capacidad para procesar la información disponible, la presión de grupo, el peso de las costumbres…

La mala noticia es que la influencia de ese tipo de factores puede llevarnos a tomar decisiones cuyos resultados sean ineficientes según un análisis costo/beneficio. La buena noticia es que muchos de esos factores son susceptibles de ser más o menos manipulados para tratar de inducirnos a tomar mejores decisiones. La ciencia demostrando lo primero e impulsando lo segundo está muy bien explicada en el recomendable libro de Richard Thaler y Cass Sunstein Nudge: Improving Decisions About Health, Wealth, and Hapiness (Penguin Books, 2009).

Retirar los saleros de las mesas es, en principio, un empujoncito en el sentido correcto: una medida no coercitiva y de bajo costo que puede reducir la ingesta de sal (cómo evaluarla como política pública es una pregunta que el  secretario Ahued todavía no ha respondido) y llamar la atención con respecto a la estrecha asociación que existe entre el exceso en su consumo y las enfermedades cardiovasculares que cobran cada vez más vidas y en cuya atención los servicios de salud gastan cada vez más recursos.

¿Cuál es el problema?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 8 de abril de 2013