Thomas Hobbes creía que en nuestro
estado de naturaleza los seres humanos estábamos condenados a existir bajo
amenaza permanente, a hacernos la guerra todos contra todos, a llevar “una vida
solitaria, pobre, fea, embrutecida y breve”. Pero para evitar ese destino terrible,
decía Hobbes, suscribimos un contrato mediante el cual creamos un poder centralizado
(i.e., el Estado) al que cada uno se
somete para que lo proteja de los demás. Cedemos libertad, pues, a cambio de
seguridad.
John Stuart Mill afirmaba, por su
parte, que todos los individuos poseemos un ámbito de autonomía. Un amplio espacio
para vivir nuestra vida libremente, en función sólo de nuestra conciencia, en
el que ni otros individuos ni el Estado pueden interferir. La frontera que demarca
dicho ámbito, según Mill, es el llamado principio del daño: “la única razón por
la que el poder puede ejercerse legítimamente sobre cualquier miembro de una
comunidad civilizada, contra su voluntad, es para prevenir el daño a otros”.
Pero ¿y si estuviera en la naturaleza
humana no sólo a dañar a los demás sino también dañarse a uno mismo? ¿Qué implicaciones tendría ese hecho sobre nuestra
forma de organización política? ¿Legitimaría la interferencia del Estado en la
esfera de la autonomía individual?
En el marco del Seminario
Internacional de Ética y Asuntos Públicos del CIDE, la semana pasada vino a la ciudad de México Sarah Conly,
autora de Contra la autonomía. Una justificación
del paternalismo coercitivo (Cambridge University Press, 2013), un trabajo en el que propone que,
en algunos casos y bajo determinadas condiciones, el Estado debería
efectivamente ejercer poder para evitar que los individuos se dañen a sí
mismos.
Conly recoge la evidencia acumulada
por disciplinas como la psicología social y la economía de la conducta, en el
sentido de que los seres humanos padecemos múltiples sesgos cognitivos, para
afirmar que no es que seamos ignorantes o tontos (bueno, mejor dicho no es sólo que seamos ignorantes o tontos);
es, además, que nuestra capacidad de procesar información, de habérnoslas con
la incertidumbre, de anticipar consecuencias y ajustar nuestro comportamiento,
es limitada. En general, tenemos buenas ideas sobre lo que queremos pero no tan
buenas sobre cómo conseguirlo. Queremos estar más delgados pero seguimos
ingiriendo demasiadas calorías; queremos dejar de fumar pero lo postergamos
para cuando tengamos menos estrés; queremos vivir una vejez sin preocupaciones
pero casi no ahorramos.
De ahí que el tipo de paternalismo por
el que aboga Conly no sea uno que pretenda imponer fines sino, más bien, imponer medios para ayudar a las personas a conseguir sus propios fines: sentirse mejor, estar más sanas, vivir una vida
más larga. Y con el que ya tenemos cierta experiencia, por ejemplo, en
políticas como el uso obligatorio del cinturón de seguridad o del casco para
motociclistas, en prohibir la comida chatarra en las escuelas o las grasas transaturadas
en los restaurantes, en requerir receta médica para comprar medicinas en las
farmacias o en demandar un depósito mínimo mensual en las cuentas de ahorro para
el retiro.
Conly sugiere cuatro criterios para
evaluar la viabilidad de una medida paternalista: que la interferencia estatal
refleje los valores de una mayoría de los individuos contra los que va
dirigida; que realmente produzca los efectos deseados; que sus beneficios sean
mayores que sus costos; y que sea la manera más eficiente de conseguir lo que
se desea.
Ciertamente, Conly deja varios cabos
sueltos en lo relativo a los aspectos económicos, legales, políticos y de
política pública de su argumento. Pero, aún así, Contra la autonomía nos obliga a reconsiderar que, a veces, la
intervención del Estado en la esfera de la autonomía individual puede estar
justificada. Es un logro intelectual hacer que una propuesta en principio tan
polémica termine resultando casi de sentido común.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 20 de mayo de 2013
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