lunes, 20 de mayo de 2013

Una defensa del paternalismo

Thomas Hobbes creía que en nuestro estado de naturaleza los seres humanos estábamos condenados a existir bajo amenaza permanente, a hacernos la guerra todos contra todos, a llevar “una vida solitaria, pobre, fea, embrutecida y breve”. Pero para evitar ese destino terrible, decía Hobbes, suscribimos un contrato mediante el cual creamos un poder centralizado (i.e., el Estado) al que cada uno se somete para que lo proteja de los demás. Cedemos libertad, pues, a cambio de seguridad.

John Stuart Mill afirmaba, por su parte, que todos los individuos poseemos un ámbito de autonomía. Un amplio espacio para vivir nuestra vida libremente, en función sólo de nuestra conciencia, en el que ni otros individuos ni el Estado pueden interferir. La frontera que demarca dicho ámbito, según Mill, es el llamado principio del daño: “la única razón por la que el poder puede ejercerse legítimamente sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es para prevenir el daño a otros”.

Pero ¿y si estuviera en la naturaleza humana no sólo a dañar a los demás sino también dañarse a uno mismo? ¿Qué implicaciones tendría ese hecho sobre nuestra forma de organización política? ¿Legitimaría la interferencia del Estado en la esfera de la autonomía individual?

En el marco del Seminario Internacional de Ética y Asuntos Públicos del CIDE, la semana pasada vino a la ciudad de México Sarah Conly, autora de Contra la autonomía. Una justificación del paternalismo coercitivo (Cambridge University Press, 2013), un trabajo en el que propone que, en algunos casos y bajo determinadas condiciones, el Estado debería efectivamente ejercer poder para evitar que los individuos se dañen a sí mismos.

Conly recoge la evidencia acumulada por disciplinas como la psicología social y la economía de la conducta, en el sentido de que los seres humanos padecemos múltiples sesgos cognitivos, para afirmar que no es que seamos ignorantes o tontos (bueno, mejor dicho no es sólo que seamos ignorantes o tontos); es, además, que nuestra capacidad de procesar información, de habérnoslas con la incertidumbre, de anticipar consecuencias y ajustar nuestro comportamiento, es limitada. En general, tenemos buenas ideas sobre lo que queremos pero no tan buenas sobre cómo conseguirlo. Queremos estar más delgados pero seguimos ingiriendo demasiadas calorías; queremos dejar de fumar pero lo postergamos para cuando tengamos menos estrés; queremos vivir una vejez sin preocupaciones pero casi no ahorramos.

De ahí que el tipo de paternalismo por el que aboga Conly no sea uno que pretenda imponer fines sino, más bien, imponer medios para ayudar a las personas a conseguir sus propios fines: sentirse mejor, estar más sanas, vivir una vida más larga. Y con el que ya tenemos cierta experiencia, por ejemplo, en políticas como el uso obligatorio del cinturón de seguridad o del casco para motociclistas, en prohibir la comida chatarra en las escuelas o las grasas transaturadas en los restaurantes, en requerir receta médica para comprar medicinas en las farmacias o en demandar un depósito mínimo mensual en las cuentas de ahorro para el retiro.

Conly sugiere cuatro criterios para evaluar la viabilidad de una medida paternalista: que la interferencia estatal refleje los valores de una mayoría de los individuos contra los que va dirigida; que realmente produzca los efectos deseados; que sus beneficios sean mayores que sus costos; y que sea la manera más eficiente de conseguir lo que se desea.

Ciertamente, Conly deja varios cabos sueltos en lo relativo a los aspectos económicos, legales, políticos y de política pública de su argumento. Pero, aún así, Contra la autonomía nos obliga a reconsiderar que, a veces, la intervención del Estado en la esfera de la autonomía individual puede estar justificada. Es un logro intelectual hacer que una propuesta en principio tan polémica termine resultando casi de sentido común.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 20 de mayo de 2013

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