En un artículo publicado hace casi veinte años, Alan
Knight propuso un par de metáforas muy eficaces para dar cuenta de la paradójica
historia de la presidencia de Lázaro Cárdenas (http://j.mp/11askhL). Por
un lado, escribió, fue una “aplanadora”: impulsó una agenda de reformas
radicales bajo un liderazgo de enorme determinación y con apoyos populares de
mucho peso. Pero, por el otro, fue una “carcacha”: un vehículo que avanzó con
lentitud, que sucumbió ante múltiples resistencias y no logró llegar a su
destino.
Al final, advertía Knight, la carrocería del
cardenismo sobrevivió (el partido, la presidencia, los ejidos, las
organizaciones obreras y campesinas, Petróleos Mexicanos, etc.) pero con nuevos
conductores que subieron a otros pasajeros, le cambiaron el motor y
emprendieron el camino en una dirección distinta.
Una de las lecciones del cardenismo es, pues, que ni
los liderazgos fuertes, ni el compromiso ideológico, ni un considerable respaldo
social bastan para darle viabilidad a un proyecto reformista de largo aliento. Y
es que, como supo resumirlo Patrick Iber en un comentario sobre la dinastía política
de los Cárdenas (http://j.mp/ZAe8Ai), “parte de construir un Estado
progresista robusto está en crear instituciones que mantengan su carácter
progresista aun y cuando los progresistas ya no estén en el poder”. Ni las
intenciones ni la integridad ni la popularidad de ningún dirigente son garantía
de que sus políticas funcionen o perduren.
La semana pasada nos regaló una lección similar,
aunque en sentido inverso. El Senado estadounidense rechazó la iniciativa del presidente
Barack Obama para establecer controles más estrictos a la venta de armas. A
pesar de la indignación y el duelo nacional que siguieron a la masacre ocurrida
en la escuela Sandy Hook el 14 de diciembre pasado, de que una amplia mayoría
de los estadounidenses estaban a favor de la medida (http://j.mp/Zcy1hm) y de
que ésta no tocaba la segunda enmienda, es decir, el derecho constitucional de
tener y portar armas, la reforma fue derrotada conforme a una aritmética
legislativa de muy cuestionables credenciales democráticas.
Y es que, para aprobar la propuesta y evitar el
filibusterismo (una táctica parlamentaria que consiste alargar la discusión
para demorar o de plano evitar una votación), se necesitaban 60 votos a favor,
pero sólo se consiguieron 54. Más aún, los 46 senadores que votaron en contra
representan a estados que aglutinan apenas al 37.7% de los estadounidenses. Las
reglas del Senado impidieron, en suma, que una mayoría de 54 senadores,
representando a una mayoría del 62.3% de la población, autorizara una
modificación legislativa de orden secundario (http://j.mp/12xVMRL).
¿Seguimos hablando de una democracia cuando las instituciones representativas
adoptan reglas y defienden intereses contrarios a la voluntad de las mayorías?
Los casos de Cárdenas y Obama, a pesar de sus
diferencias, coinciden en un punto: ambos constatan que los liderazgos tienen
límites… y que las instituciones importan.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 22 de abril de 2013
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