lunes, 26 de julio de 2010

A diez años

De la mano con los múltiples análisis sobre los resultados electorales del pasado 4 de julio, durante las últimas semanas han circulado varias reflexiones un tanto desconcertantes a propósito de la democracia mexicana en el décimo aniversario de aquel 2 de julio en que el PRI perdió la Presidencia de la República. Tres ejemplos:

Sergio Aguayo: “En el 2000 creímos que llegábamos al Olimpo de las elecciones confiables, en el 2006 nos desengañamos y en el 2010 observamos azorados cómo los comicios son controlados por unos cuantos. No nos engañemos. Los ciudadanos somos comparsas de los grandes electores: las burocracias de los partidos, los gobernadores, algunos empresarios y sindicatos, el crimen organizado. […] Toda proporción guardada, estamos de regreso a los inicios de la transición”.

José Antonio Crespo: “La gran tragedia de la transición mexicana es haber quedado bajo la conducción de un personaje tan limitado como Vicente Fox […] Fox fue beneficiario de la esperanza construida en los años previos a 2000, y que fue depositada en su persona. Acto seguido, la destruyó durante sus años de gobierno. Su desempeño nos mostró que el problema de México trascendía al PRI, que la corrupción, la impunidad, la simulación, están en los ‘genes culturales’ del país”.

Pedro Miguel: “Al cabo de diez años, la vida política formal está por culminar una vuelta sobre sí misma, y hoy aparece más descompuesta que hace cuarenta años, cuando Díaz Ordaz festejaba la democracia, y mucho más alejada que entonces del país de abajo”.

No seré yo quien diga que las cosas están como para echar las campanas al vuelo pero, caray, ¿no estamos exagerando? ¿No se nos está pasando la mano con el tono, con los términos, con el afán de cargar las tintas? ¿De veras transitamos de un “Olimpo” electoral en el 2000 a no ser más que meras “comparsas de los grandes electores” en 2010? ¿De depositar la esperanza democrática en Vicente Fox a descubrir que “el problema de México” esta en nuestros “genes culturales”? ¿La vida política mexicana está más “descompuesta” hoy que cuando gobernaba Díaz Ordaz? ¿En serio?

Y es que a veces, luego de leer los editoriales en la prensa, de escuchar los comentarios de analistas o de ver los programas de debate, de encontrar tantas opiniones al vuelo, tanta inflación de expectativas, tanto duro y dale con las decepciones de la democracia, uno se queda con la impresión de que entendemos cada vez menos o, mejor dicho, de que a fuerza de no entender volvemos a las inercias retóricas, a las rutinas mentales, al sonido y la furia de las críticas de siempre.

A diez años del 2000 pasa que, atrapados en el vértigo del ciclo mediático, confundimos la historia con la histeria.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 26 de julio de 2010

lunes, 19 de julio de 2010

¿Déjà vu?

Decía la semana pasada que buena parte de la discusión sobre las elecciones de hace quince días se ha concentrado en sus implicaciones a propósito del 2012, es decir, en asumir que las elecciones locales pueden anticipar ciertas tendencias con respecto a la próxima elección presidencial. 

Ocurre, no obstante, que en los corrillos políticos ha circulado otra interpretación; a saber, aquella que reduce el significado de las elecciones en los estados a dos temas: la viabilidad de las “alianzas” (entre el PAN y el PRD, se entiende) y la posibilidad de la “alternancia” (esto es, que pierda el PRI). Es curioso, por decir lo menos, que la cuestión pueda plantearse en esos términos a pesar de que:

1. De las seis ocasiones en que las “alianzas” entre PAN y PRD han conducido a la “alternancia” (Nayarit en 1999; Chiapas en 2000: Yucatán en 2001; Oaxaca, Puebla y Sinaloa en 2010), en cinco lo han hecho con candidatos egresados de la escuela priísta (Antonio Echevarría, Pablo Salazar, Gabino Cué, Rafael Moreno Valle y Mario López Valdés);

2. De los doce estados que renovaron gobierno este año, en once el PRI también compitió como parte de una “alianza” con el PVEM (en todas), con el PANAL (en ocho), con un partido local (en Veracruz) o incluso con el PT (en Chihuahua); y

3. De las veintidós entidades que han conocido la “alternancia”, en ocho la “oposición” ha logrado refrendar su triunfo en subsecuentes elecciones (Baja California, Baja California Sur, Chiapas, Distrito Federal, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Morelos), mientras que en nueve el PRI ya regresó democráticamente al poder (Chihuahua, Nuevo León, Nayarit, Yucatán, Querétaro, San Luis Potosí, Aguascalientes, Tlaxcala y Zacatecas).

Y es que, salvo por aquellos estados en los que nunca ha perdido el PRI (Campeche, Coahuila, Colima, Durango, Estado de México, Hidalgo, Quintana Roo, Tabasco, Tamaulipas y Veracruz), las condiciones políticas que dotaban de credibilidad a las “alianzas” se han agotado. La experiencia acumulada durante los últimos veinte años percudió aquel lustre inmaculado que alguna vez llegó a tener la épica de “echar al PRI del poder”. Así, donde antes había convicción, claridad y entusiasmo hoy hay ambigüedad, confusión y desengaño.

Ante el desdibujamiento del espectro político, de la falta de narrativas que den cuenta de las nuevas condiciones que creó la democracia, asistimos a un doble resurgimiento: por un lado, al de un PRI que se presenta como invencible y se asume como la única alternativa viable de gobierno; por el otro, al de una “oposición” que recurre al discurso pre-democrático para hacerse cargo de una circunstancia mayoritariamente post-transición.

¿Déjà vu?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 19 de julio de 2010

domingo, 11 de julio de 2010

La arrogancia del altiplano

Es difícil sacar algo en claro de las elecciones del pasado 4 de julio. Y es que la multitud de interpretaciones que ha circulado en la prensa durante los últimos días da para todo: “un retroceso importante” (José Antonio Crespo); “un gran paso en la maduración de nuestra democracia” (Enrique Krauze); “ejemplo notable” (Mauricio Merino); “elecciones aburridas” (Rafael Segovia); “elecciones de Estado” (Julio Hernández); “más buenas noticias que malas” (José Woldenberg); “alquimia política” (Epigmenio Ibarra); “estamos como hemos estado desde el fin del viejo régimen” (Macario Schettino); “luego del 4 de julio, el escenario es totalmente distinto” (Ricardo Alemán); etcétera.

Con todo, por encima de las previsibles divergencias en la interpretación prevalece una coincidencia en la perspectiva: mirar las elecciones locales básicamente en función de sus implicaciones nacionales, sobre todo de sus posibles significados con respecto a las elecciones del 2012, como si sus resultados anticiparan un pronóstico o revelaran cierta tendencia. Lo cual resulta harto problemático por dos razones.

Primero, porque buena parte del electorado mexicano ha dado repetidas pruebas de ser un electorado cada vez más complejo: que está atento a los acontecimientos; que evalúa sus opciones; que cambia sus preferencias; que divide su voto; que distingue entre la política local, estatal y nacional, lo mismo que entre candidatos y partidos. Es un electorado, pues, cuyo comportamiento en una elección de gobernador o alcalde no constituye automáticamente un indicio de lo que será su comportamiento posterior en una elección de presidente o diputado federal.

Y segundo, porque las elecciones locales responden a una lógica propia: a trayectorias políticas heterogéneas; a distintas correlaciones de fuerzas; a climas de opinión diversos; en fin, a una serie de condiciones locales cuya especificidad es preciso tomar en cuenta para no incurrir en generalizaciones sin mucho sentido. Agregar sus resultados e interpretar las elecciones locales como si todas formaran parte de un mismo evento o fueran expresiones menores de un fenómeno mayor es renunciar a entenderlas en sus propios términos.

La cobertura que medios de comunicación y profesionales de la opinión han hecho de los procesos electorales de este año es un claro ejemplo de que la política local sigue siendo la gran ausente en la narrativa de la democracia, de que no sabemos dar cuenta de la complejidad de lo que está pasando a ras de cancha en este país, de que nuestra conversación pública no logra trascender eso que Joaquín López Dóriga suele llamar “la arrogancia del altiplano”.



-- Carlos Bravo Regidor 
La Razón, lunes 12 de julio de 2010 

lunes, 5 de julio de 2010

Terrorismo y narcoviolencia

Hace unos años Robert Pape, profesor de la Universidad de Chicago, publicó un estudio (Dying to Win, Nueva York, Random House, 2006) en el que echó por tierra la presunta conexión entre terrorismo suicida y fundamentalismo islámico. Contra buena parte de las “explicaciones” que afloran habitualmente en los medios de comunicación (las recompensas que los mártires esperan en el más allá; el rechazo a la modernidad que se supone caracteriza al Islam; la tesis del “choque de civilizaciones”; etcétera) Pape argumentó que el terrorismo suicida obedece, en todo caso, a una “lógica estratégica”.

Tras investigar los poco más de 300 ataques ocurridos entre 1980 y 2003, Pape encontró que la inmensa mayoría (1) forma parte de campañas orquestadas con un propósito político concreto; (2) que ese propósito es, a grandes rasgos, expulsar de un territorio determinado a fuerzas percibidas como extranjeras o de ocupación; y (3) que esas fuerzas suelen ser las de gobiernos democráticos, es decir, gobiernos particularmente vulnerables a los reclamos que el terror despierta en su propia sociedad.

Salvo por episodios excepcionales como el de septiembre del 2008 durante la celebración del grito de independencia en Morelia, resulta problemático identificar la violencia perpetrada por el crimen organizado en México como “terrorismo”. Se trata, a final de cuentas, de fenómenos con orígenes, métodos y fines distintos. Ocurre, no obstante, que el efecto de la narcoviolencia en nuestra vida pública ya acusa cierta similitud con el de una campaña terrorista.

No es que las acciones del crimen organizado respondan a una agenda política ni que impliquen una forma de plantear demandas específicas sino, más bien, que la sensación de inseguridad que cunde como resultado de esas acciones comienza a tener consecuencias políticas, a generar reclamos ante las cuales el gobierno, tal y como lo señala Pape, resulta particularmente vulnerable.

La expresión más acabada de esos reclamos ha sido la generalización de la condena, más o menos airada, más o menos vaga, contra “la estrategia” en la lucha contra el narcotráfico, contra la “militarización” de la seguridad pública, contra “la guerra de Calderón”. Reclamos, pues, que han terminado convirtiéndose más en una especie de desahogo ritual que en un ejercicio de crítica constructiva, más en un reproche permanente contra la acción gubernamental que en un repudio inequívoco al crimen organizado.

En ese sentido, si la narcoviolencia fuera parte de una campaña terrorista daría la impresión de estar surtiendo efecto… 

-- Carlos Bravo Regidor 
La Razón, lunes 5 de julio de 2010 

lunes, 28 de junio de 2010

Estampas de Monsiváis

1. A la edad de 28 años Monsiváis escribe su autobiografía (México, Empresas Editoriales, 1966). Imagina una entrevista en la que se pregunta a sí mismo cómo fue su iniciación en la cultura. Y responde: “Aquel infausto día en que el instructor de la Guay me confesó que yo jamás podría nadar como Alberto Isaac, se decidió mi destino. De allí en adelante sería pedante y libresco. En la primaria, después de Homero y Virgilio y los clásicos protestantes, leí las divulgaciones freudianas de Gómez Nerea y agoté a Jane Austen y vislumbré a través de Mr. Pickwick, Mr. Tupman y Mr. Snodgrass, las posibilidades de la sátira, y me fascinaban las novelas de Martín Luis Guzmán y Rómulo Gallegos, los folletones de Eugenio Sue y Vicente Riva Palacio, las biografías de Ludwig y Zweig y Los Sertoes de Euclides da Cunha”. El entrevistador imaginario, entonces, lo interrumpe: “¿Seguro que no se está usted adornando?”. Monsiváis, chocarrero, revira: “Ya que no tuve niñez, déjeme tener currículum”.

2. Para aprehender el sentido monsivaisiano de la justicia, a un tiempo indulgente y severo, una parábola de su Nuevo catecismo para indios remisos (México, Siglo XXI, 1982): “Una virgen provinciana viajó a la gran ciudad a despedirse de su proveedor anual de obras pías que creía tener una leve enfermedad. Mientras lo buscaba, una virgen cosmopolita se desconcertó ante su aspecto conventual y misericordioso. ‘¿Tú qué sabes hacer?’, le preguntó con arrogancia. Tímida, la provinciana contestó: ‘Nunca tengo malos pensamientos, y sé hacer el bien, y me gusta consolar enfermos y…’ La cosmopolita la miró de arriba abajo: ‘¿Y en cuántos idiomas te comunicas con los ángeles?’ Reinó un silencio consternado. Animada por el éxito, prosiguió la feroz inquisidora: ‘¿Puedes resumirme tu idea del pecado en un aforismo brillante?’ Tampoco hubo respuesta. Exaltada, segura de su mundano conocimiento de lo divino, gritó la virgen cosmopolita: ‘¡Que me parta un rayo si ésta no es la criatura más dejada de la mano de Dios que he conocido!’ Se oyó un estruendo demoledor y a su término la virgen cosmopolita yacía en el suelo, partida literal y exactamente en seis porciones. Con un rezo entre dientes, la virgen provinciana se despidió con amabilidad de los restos simétricos prometiéndose nunca desafiar, ni por broma, a cielo alguno”.

3. A fines del 2006, durante la entrega del Premio FIL de Literatura, Monsiváis comenta a propósito del busto que la Universidad de Guadalajara devela en su honor: “Estoy convencido que mientras no haya bustos ecuestres, esta ciudad y el país entero no tienen derecho a decir que están homenajeando a nadie. Por ahora este busto será mi última tabla de salvación […] el espejo, el retrato, la esencia de lo que me hubiera gustado ser”. Y remata, muy a su manera, con su típica broma en serio: “Pero cuando me toque el momento y mis aspiraciones dejen de latir, que entierren primero al busto”.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 28 de junio de 2010

lunes, 21 de junio de 2010

Entre la consternación y el absurdo

Un día antes de que comenzara el mundial José Woldenberg escribió, en Reforma, que dos pesadillas lo acosaban. Una, que la selección mexicana no pasaba de la primera ronda y el país estallaba en furiosa consternación; otra, que la selección conquistaba el campeonato y entonces todo se volvía eufóricamente absurdo. Guardadas las proporciones, dos escenarios muy similares se configuraron en el tribunal de la opinión con respecto al dictamen del ministro Zaldívar sobre el caso de la guardería ABC.  

El meollo del dictamen eran dos propuestas. La primera consistía en darle un nuevo sentido a la facultad de investigación de la Suprema Corte, en asumirla como un recurso extraordinario (“cuando por el estado de cosas el ejercicio de otros recursos ordinarios no alcanza”) para determinar violaciones graves de las garantías individuales y, esto era lo fundamental, “señalar la responsabilidad […] de los funcionarios públicos que por acción u omisión incurrieron en ellas”. La segunda consistía en vincular la violación de garantías en el caso particular de la guardería ABC con la existencia de un “desorden generalizado en el otorgamiento de los contratos, operación y vigilancia de las guarderías subrogada” de modo que la responsabilidad se adjudicara no sólo a los funcionarios menores directamente implicados sino además, a los de la más alta jerarquía en el Instituto Mexicano del Seguro Social, el Gobierno de Sonora y el Ayuntamiento de Hermosillo.

El dictamen, a final de cuentas, perdió. La Suprema Corte reconoció que hubo violaciones graves de garantías, pero no señaló “responsables” ni admitió el vínculo entre la tragedia de la guardería ABC y el estado de “desorden generalizado” en el sistema, por lo que sólo nombró como “involucrados” a funcionarios menores. Es decir que, como consecuencia del fallo de la Corte, nadie fue removido de su cargo, nadie fue inhabilitado, nadie irá a la cárcel.

Ocurre, sin embargo, que de haber ganado el dictamen las consecuencias no serían muy distintas. Porque la Corte hubiera podido señalar “responsables” a lo largo de toda la cadena de mando hasta llegar a los funcionarios del más alto nivel, pero al carecer de “fuerza vinculante” su resolución no obligaría a que nadie fuera removido de su cargo, a que nadie fuera inhabilitado, ni a que nadie fuera a la cárcel. Sería, simplemente, un mero pronunciamiento.

Entiendo que la facultad es anómala y el caso complejo. Con todo, los hechos son que cuarenta y nueve menores murieron, ciento cuatro sufrieron lesiones, que la Suprema Corte decidió que no hubo responsables… y que aunque hubiera decidido que sí los hubo se trataría de una responsabilidad sin consecuencias.

Ese es el estado de la justicia en México: entre la consternación y el absurdo.

-- Carlos Bravo Regidor 

La Razón, lunes 21 de junio de 2010

lunes, 14 de junio de 2010

En las nubes

El viernes pasado, en Milenio, Ciro Gómez Leyva nos regaló un curioso apunte sobre su llegada a Sudáfrica con motivo del mundial. El texto, que llevaba por título “Bafana, Bafana. ¡Bah!”, no tiene desperdicio. No porque sus lectores nos enteremos de algo sobre Sudáfrica o el Mundial sino, más bien, por todo lo que nos enseña sobre cómo se ve África desde México según Ciro Gómez Leyva.

Sin rodeos, categórico, no termina de calentar la pluma y ya está derrochando desprecio: “Johannesburgo no es una fiesta […] Esta ciudad gigantesca y oscura está más bien apagada. Y retrasada. Hay cuadrillas de trabajadores negros plantando jardineras en avenidas. Se siente que los sudafricanos no terminaron de hacer la tarea. O que les dejaron demasiada tarea para el grado que cursan”. No son los contrastes sociales, la diversidad lingüística, el grado de urbanización, el clima o la geografía: el tema son las plantitas en las calles que conducen del aeropuerto hasta el hotel. ¿En qué otra cosa puede uno fijarse tras aterrizar en la ciudad más grande de Sudáfrica?

Tampoco son los estadios, el transporte público, la seguridad o las telecomunicaciones: el problema es que los sudafricanos apenas están terminando de poner las plantitas en cuestión. He ahí la prueba, para Ciro, de que a ese “país subdesarrollado” le queda grande el paquete de organizar una copa del mundo: la impuntualidad de su jardinería.

Luego viene el extraño reproche de que, según “la percepción que queda en las primeras horas de recorrido”, el país se parece demasiado a su propio estereotipo: “sigue siendo Mandela”, “el trompetista Hugh Masakela”, otra versión del viejo tema
Pata Pata y, ahora, los Bafana, Bafana (su equipo nacional) que, a decir de Ciro, “no existen, a nadie le importan, carecen de identidad y futuro”. Y es que, según nuestro corresponsal, son sólo “el equipo de los negros”; pues “los blancos seguirán el juego con alguna emoción patriotera y nada más porque lo suyo, lo suyo-suyo, es el rugby”. Es decir que, según la sociología racial de Gómez Leyva, si sólo los sigue el 80% de la población es que “a nadie le importan”.

Finalmente, como para calentar la víspera del partido inaugural entre México y Sudáfrica, Ciro cerró agitando la matraca chovinista: “No hay pretexto, pues. Desde Johannesburgo, México se ve grande: futbolística, social, culturalmente”. La ironía es que, unos días antes, despotricó contra los críticos de la
Iniciativa México llamándolos “reaccionarios lacrados por la incapacidad que intentan esconder su resentimiento”...

El marcador final del México-Sudáfrica, por cierto, fue 1-1.

-- Carlos Bravo Regidor

 La Razón, lunes 14 de junio de 2010

lunes, 7 de junio de 2010

La metáfora del "tejido social"

Desde hace algunos meses circula en la conversación pública mexicana una metáfora que, de tanto repetirse, ya acusa toda la fisonomía de un lugar común: a saber, que para erradicar tal o cual problema lo que hace falta es “reconstruir el tejido social”. La usan lo mismo analistas políticos que periodistas, legisladores que activistas, candidatos que arzobispos, líderes de partidos que ciudadanos apartidistas. Vamos, hasta el Presidente Calderón y Andrés Manuel López Obrador han coincidido, más de una vez, en recurrir a ella. Está, digamos, de moda.

Ocurre, sin embargo, que se trata de una metáfora muy problemática.

En primer lugar, porque sugiere que la sociedad es una especie de organismo intrínsecamente armónico, virtuoso, y que los problemas que se buscan resolver reparando su “tejido” son meros trastornos, aberraciones, con respecto a esa armonía intrínseca. En otras palabras, la metáfora supone que la cohesión social es sinónimo inequívoco de virtud y, en consecuencia, que el conflicto no es consustancial sino ajeno, externo, a la sociedad.

En segundo lugar, porque pretende ofrecer una solución genérica a problemas con distintas causas y distintas envergaduras –el narcotráfico, la impunidad, la marginación, la violencia, la corrupción, etcétera–, como si en el fondo todo se redujera a recomponer los vínculos de cooperación y confianza, a establecer normas de reciprocidad y respeto, a multiplicar las asociaciones horizontales, en fin, a hacer como si todos los problemas fueran a final de cuentas lo mismo: que la sociedad no está suficientemente imbricada consigo misma.

Y en tercer lugar, porque la metáfora no permite distinguir entre las diversas geografías de los problemas en cuestión. Porque no significa lo mismo “reconstruir el tejido social” en Ciudad Juárez que en Apatzingán, en San Pedro Garza García que en Matlatónoc, en Reynosa que en Lázaro Cárdenas, en Badiraguato que en la Costa Grande, en Tijuana que en Tepito. Hay comunidades en las que la violencia ha deteriorado el “tejido social”, pero hay otras en las que el crimen organizado se ha dedicado a “reconstruirlo”, a su manera, muy eficientemente; hay regiones en las que la descomposición del “tejido” tiene que ver con la ausencia de autoridades públicas, mas hay otras en las que éste se ha dañado precisamente por las acciones de la autoridad; hay sitios en los que autoridad y crimen organizado son indistinguibles y eso tiene efectos, para bien o para mal, en las relaciones sociales, y hay sitios en que los problemas locales no tienen que ver con que haya más o menos redes de sociabilidad.

Suena bonita, pero la metáfora del “tejido social” oscurece más de lo que ilumina.

--Carlos Bravo Regidor 

La Razón, lunes 7 de junio de 2010 

lunes, 31 de mayo de 2010

De historia y futuro

Mi generación accedió a la mayoría de edad más o menos entre 1994 y 2000: por un lado, la entrada en vigor del TLC con Estados Unidos y Canadá, el levantamiento del EZLN en Chiapas, el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la “crisis de diciembre”. Por el otro, las elecciones en las que el PRI perdió la Presidencia de la República. En cierto sentido somos la generación que cosechó la aspiración democrática que, a golpe de crisis y reformas electorales, cultivaron nuestros padres. Somos hijos e hijas, a fin de cuentas, de la generación de 1968.

Con todo, cuando procuramos ponderar las transformaciones que México ha experimentado en los últimos años, cuando tratamos de buscarle sentido al momento que nos tocó vivir, da la impresión de que no sabemos hacerlo más que en clave de desesperanza: como si habitáramos en un presente a la deriva entre un pretérito que no nos dice nada y un porvenir que no logramos imaginar. No es que seamos reos de la inercia ni que estemos atorados, como si no hubiera ninguna novedad en nuestra circunstancia, en las redes del pasado. Es, más bien, que tantos cambios en tan poco tiempo parecen habernos despojado de perspectiva histórica.

Múltiples factores se han combinado para producir esta sensación de desarticulación entre el ayer del que venimos y el mañana al que quisiéramos ir. Uno de los más significativos es, sin duda, la ausencia de narrativas que interpreten el pasado a la luz de los problemas y las inquietudes del presente, la falta de relatos que ofrezcan un horizonte temporal a los ciudadanos de un país que dejó de ser el que era. Y es que las viejas certezas de la historia (nacionalistas, revolucionarias, modernizadoras o, incluso, revisionistas) ya no sirven para encarar nuestras nuevas incertidumbres democráticas.

Todo proyecto de futuro requiere de un proyecto de pasado. Ocurre, sin embargo, que extraviados en el desencanto con la democracia, en un presente saturado de expectativas insatisfechas, no hemos sabido reconocer el hecho fundamental de que desmitificar la historia no es lo mismo que reescribirla. Denunciar las falsedades de la llamada “historia oficial”, desmentir las hazañas de los “héroes que nos dieron patria” o cuestionar qué motivos hay para celebrar doscientos años de ser “orgullosamente mexicanos” son ejercicios necesarios, más no suficientes, para reorientar nuestros destinos.

Porque la historia no puede limitarse a refutar las verdades de otro tiempo. Tiene, además, que arriesgarse a proponer otras más propicias para el nuestro.

Derribar monumentos no basta para construir futuro.

-- Carlos Bravo Regidor

La Razón, lunes 31 de mayo de 2010 

lunes, 24 de mayo de 2010

Un problema de percepción



El martes pasado, como parte de su gira de trabajo por España, el Presidente Felipe Calderón concedió una entrevista al programa “Los Desayunos de Televisión Española”. Fue una entrevista de poco más de veinte minutos en la que el Presidente pudo hablar a sus anchas, responder preguntas relativamente blandas, hacer un repaso general de la actualidad de México y el mundo. Calderón se veía cómodo, seguro, sereno. Lo que dijo, sin embargo, fue un tanto confuso.

Sobre la crisis económica se congratuló de que “hicimos la tarea”: por un lado, “tuvimos una política anticíclica muy activa, muy agresiva”; por el otro, “evitamos la tentación de seguir ampliando el gasto”, “liquidamos empresas públicas”, “tuvimos que incrementar la recaudación” y “eso ha permitido a México reducir su déficit”. O sea que fuimos buenos bomberos porque nuestra política para apagar el incendio consistió en… ahorrar agua.

Sobre la lucha contra el narcotráfico, en un principio comentó que “estamos avanzando y golpeando muy fuerte a la delincuencia. Claro que eso se asocia a un debilitamiento estructural y a una inestabilidad interna de los cárteles mexicanos que desde hace algunos años se han comenzado a pelear entre ellos, y debilitados por la acción del gobierno, han exacerbado su inestabilidad, sus divisiones internas, y eso genera la mayor cantidad de casos de violencia”. Pero tres minutos después sostuvo lo contrario: “El noventa por ciento de los homicidios son precisamente efecto de la lucha que libran unos cárteles contra otros. Eso es independiente de la acción del gobierno. Hay quienes equivocadamente dicen que la acción del gobierno es la que ha provocado la violencia. No es así. La violencia entre los cárteles es lo que, entre otras cosas, motiva la acción del gobierno”. La lógica del razonamiento es redonda: la prueba del éxito de la estrategia es que desestabiliza a los cárteles, de ahí que haya más violencia… pero esa violencia no es consecuencia sino causa de la estrategia. 

Finalmente, el Presidente rechazó “la propuesta absurda que hacen mis críticos”, a saber, “que el gobierno mexicano debe simplemente replegarse, como si por arte de magia los criminales se conviertan en santos barones --se les aparezca, como a San Pablo, Jesucristo, y se conviertan en buenos”. Es decir que cuando sus críticos cuestionan la falta de trabajo de inteligencia para desmantelar las redes financieras y logísticas del crimen organizado, o la falta de programas de largo aliento para recomponer el llamado “tejido social”, Calderón sólo escucha de repliegues, santos barones y Jesucristo.

Con todo, lo anterior es testimonio de que tiene razón el Presidente: sí, tenemos “un problema de percepción”… pero empieza en los Pinos.


-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 24 de mayo de 2010



lunes, 17 de mayo de 2010

Nostalgia

Dice Svetlana Boym que la nostalgia es la hija natural del encuentro entre un naufragio y una fantasía, la añoranza de una historia sin responsabilidad, una visión del pasado liberada de cualquier culpa o consecuencia. Advierte, sin embargo, que no todas son iguales, que hay de nostalgias a nostalgias. Por un lado las hay reflexivas, nostalgias que se reconocen como anhelos utópicos por escapar a la implacable tiranía del tiempo y que habitan en las ruinas de lo que fue. Por otro lado las hay restauradoras, nostalgias que se conciben como remedios urgentes contra los malestares de la actualidad y que buscan recuperar lo perdido erigiendo monumentos a lo que no pudo ser.

Entre la sensación de extravío que se instaló en la vida pública poco después del 2000 y la efervescencia política por el próximo proceso de sucesión presidencial en 2012, asistimos en México al surgimiento de una nostalgia que tiene algo de ambas: es reflexiva por lo que hay en ella de desilusión, es restauradora por su afán de hacerse nuevas ilusiones.

Pienso, por ejemplo, en la cantaleta de que hace falta un “proyecto de nación”, una especie de sustituto funcional del nacionalismo revolucionario, imponer por encima de nuestras discordias “mitos cohesionadores de repuesto” (Héctor Aguilar Camín). O pienso, también, en la idea de que el problema con el sistema político es que no produce “gobiernos de mayoría”, que ninguna fuerza puede mandar por sí sola, que la fórmula vigente para integrar el Congreso permite a las minorías “despojar al partido más grande de su eventual derecho a legislar” (José Córdoba). Y pienso, finalmente, en el desdén con que se minimiza el desprestigio del modelo económico, en la arrogancia con que se puede decir en un foro de reflexión sobre financiamiento y desarrollo que “no hay que hablar de cosas populares, hay que hablar de cosas importantes” (Pedro Aspe).

No se trata de una etérea nostalgia por el ideal democrático que había en los orígenes de la transición sino, más bien, de una nostalgia muy tangible por el programa de modernización autoritaria que quedó trunco en el pasado inmediato: por la épica del “liberalismo social”, por las mayorías absolutas previas a la reforma electoral de 1996, por la reputación de la tecnocracia hasta antes de la crisis de 1994.

He ahí, quizás, una de las mayores ironías de la alternancia: lograr la transfiguración del pasado, como si los problemas de hoy no tuvieran historia, en una esperanza para el porvenir.

-- Carlos Bravo Regidor

La Razón, lunes 17 de mayo de 2010

lunes, 10 de mayo de 2010

El espejo de Arizona



Más allá de la condena de rigor y de los gestos de solidaridad, buena parte de la opinión pública mexicana ha reaccionado a la ley SB1070 de Arizona oscilando, a grandes rasgos, entre dos impulsos: rasgarse las vestiduras y darse golpes de pecho. Han sido, en general, reacciones entre furibundas y masoquistas, entre gruñonas y culpígenas, que dicen mucho sobre las rutinas mentales que todavía imperan en nuestra idea de la relación México-Estados Unidos.

El grueso de las reacciones comparte tres características. La primera es una perspectiva estrictamente nacionalista, casi diría que narcisista, del problema; que sólo sabe considerarlo, pues, desde el punto de vista de México. La segunda es un craso desinterés por tratar de entender la aprobación de la ley SB1070 en sus propios términos, es decir, por pensarla en función de la coyuntura electoral en Arizona. Y la tercera es una evidente incapacidad para reconocer, dentro del limitado margen de acción que tiene el gobierno mexicano en este caso, las respuestas concretas y plausibles que ya está instrumentando nuestra red consular.

Dos ejemplos. Por un lado, Rosario Green: “Llegó la hora de responderles en los mismos términos. Cerremos la frontera, echemos a los arizonenses que pisen tierra mexicana, hagamos un boicot comercial. La dignidad no tiene precio”. Y, por el otro lado, Salvador Camarena: “A mí no me preocupa Arizona. No me preocupa su ley racista, retrógrada. Ni sus líderes extremistas. Ni la gobernadora Brewer, ni el alguacil Arpaio, ni los Minutemen, ni las redadas. Ni su grilla electoral. Ni el apoyo de la gente, de los arizonenses, a la ley que criminaliza la inmigración. A mí me preocupa México […] Me preocupa que ni la amenaza externa nos une […] Que los mexicanos no hayamos encontrado aún los medios para presionar a la clase política a romper su pacto de conveniencia, que parezca inexistente el sentido de urgencia, que la indignación sea estéril, que encojamos los hombros ante la partida de primos, sobrinos, padres, amigos y desconocidos”.

Ocurre, sin embargo, que precisamente por lo que tiene de grotesco el desplante de Rosario Green --¡de la embajadora Rosario Green!-- es que tendría que importarnos, y mucho, lo que no le importa a Salvador Camarena: porque, hoy por hoy, es en el ámbito de la política interna estadounidense, no en el de la mexicana, donde se decide el futuro de los inmigrantes indocumentados --donde se “acaba el futuro”, como dice la desgarradora crónica de Pablo Ordaz en El País de ayer. Agotar nuestra legítima indignación en exabruptos y lamentaciones sirve para recoger los aplausos de la tribuna local pero es, a fin de cuentas, otra manera de no hacernos cargo de ellos. Mucho más escandalosa pero igual de estéril que encogernos de hombros.

--Carlos Bravo Regidor

La Razón, lunes 10 de mayo de 2010