lunes, 17 de enero de 2011

Los datos de Escalante: preguntas a contrapelo

Desde hace poco más de un año Fernando Escalante se ha dado a la tarea de armar una base de datos, a partir del registro de las actas de defunción en el INEGI, sobre los homicidios en México durante las últimas dos décadas. El resultado han sido tres ensayos espléndidos en la revista Nexos que, no exagero, han marcado un antes y un después en nuestra discusión sobre la violencia.

Resumo sus principales hallazgos. Primero, que entre 1990 y 2007 la violencia, medida en función del número de homicidios por cada cien mil habitantes, experimentó una caída constante y significativa: mientras que en 1992 la tasa nacional ascendió a 19.7, en 2007 apenas alcanzó los 8. Segundo, que en ese descenso hubo una contrastante diferenciación territorial de la violencia: una pronunciada tendencia a la baja en localidades rurales relativamente pequeñas del centro y el sur del país; una tendencia inestable pero con tasas mayores a la nacional en las ciudades de la frontera norte; y una tendencia al alza en dos regiones de alta marginalidad, escasamente pobladas y mal comunicadas, a saber, la cuenca occidental del Río Balsas (entre Guerrero y Michoacán) y el llamado “triángulo dorado” (la zona limítrofe entre Sonora, Chihuahua y Durango). Tercero, que en 2008 y 2009 hubo un salto dramático en la tasa nacional, de apenas 8 en 2007 a 18.4 en 2009, y que ese salto parece guardar una significativa correlación con los “operativos conjuntos” en Baja California, Chihuahua, Durango, Guerrero, Michoacán, Nuevo León, Sinaloa y Tamaulipas. 

Los datos de Escalante (que son los del INEGI) han dado mucho de qué hablar en los últimos meses, aportando un fundamento empírico indispensable a una conversación pública en la que suelen abundar los “guitarrazos” (Javier Aparicio dixit). En este sentido, es perfectamente entendible que en el consumo mediático de esos datos haya predominado un imperativo de inmediatez, una genuina urgencia por encontrar en ellos algún norte que ayude a entender nuestra furiosa actualidad. Ocurre, no obstante, que los datos de Escalante también son susceptibles de ser interpretados de otra manera; una manera, digamos, a contrapelo del presente. 

Veamos. La tendencia nacional de 1992 a 2007 dice que, efectivamente, México avanzaba en una ruta de pacificación. Por eso el salto en sentido contrario de 2008 y 2009 resulta tan catastrófico: porque significa que perdimos en dos años lo que habíamos ganado en quince. Sin embargo, la tasa nacional de homicidios de 2009 (18.4) sigue siendo menor a la de 1992 (19.7) y 1993 (18.7) y apenas mayor a la de 1991 (18.3) y 1994 (18.1). Si los niveles de violencia de 2009 nos parecen tan escandalosos, ¿por qué no nos lo parecen los niveles de 1990 a 1995 –que fueron, en promedio (18.4), iguales a los de 2009?

Para 2009 contamos con algunas explicaciones de las tasas de homicidios en las regiones más violentas de Baja California (48.3), Chihuahua (108.5), Durango (66.6), Guerrero (59), Michoacán (23.6), Sinaloa (53.4) o Sonora (22.9): las disputas por las plazas, los rompimientos entre bandas, el surgimiento de nuevos cárteles, la guerra contra el narcotráfico, el contrabando de armas desde Estados Unidos, etcétera. Pero ¿sabemos cómo dar cuenta de los niveles de violencia de 1990 en el Estado de México (35.2); de 1992 en Colima (27.2), Durango (43.9), Guerrero (58.3) o Michoacán (38.2); de 1993 en Morelos (38.1) u Oaxaca (42.5); de 1994 en Quintana Roo (25.2)? 

Más aún, si comparamos 1992 —el año más violento, en términos nacionales, de todo el periodo que cubre el análisis de Escalante— con los quince años que lo precedieron, resulta que su tasa (19.7) no es tan excepcional. Hay uno igual: 1985 (19.7); dos un poco más altos: 1986 (20.5) y 1987 (19.9); y otros tres ligeramente menores: 1977 (19.1), 1982 (18.8) y 1988 (18.8). De hecho, la tasa promedio de 1980 a 1989 (18.8) es mayor… ¡que la tasa de 2009 (18.4)! ¿Qué estaba pasando en México en la década de los ochenta, de dónde sale esa proporción de homicidios?

Finalmente, Escalante concluye proponiendo dos conjeturas. La primera es que las policías locales poco a poco dejaron de cumplir su papel tradicional como intermediarias en la “negociación de la ilegalidad”, es decir, perdieron su capacidad de usar la amenaza de la fuerza como recurso para gestionar más o menos ordenadamente la desobediencia de la ley. La segunda es que la intervención de las fuerzas federales a partir de 2007, motivada por ese debilitamiento de las policías municipales, terminó de romper lo que todavía quedaba de ese “viejo sistema de intermediación” –creando un vacío en el que la violencia desplazó a la corrupción. Ahora bien, de ser así, ¿cómo explicar que las tasas de homicidios veinte años anteriores a dicha “crisis del orden local” estén en los mismos rangos que las tasas posteriores? ¿En qué sentido “funcionaba bien” ese viejo orden? ¿Y en qué había cambiado entre 1992 y 2007?


-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 17 de enero de 2011


Coda. Fernando Escalante retoma la conversación en su artículo de hoy: "Muertos que no hacen ruido".

2 comentarios:

  1. El único cambio entre los 80´s, los 90´s y 2009, me parece, es la cobertura mediatíac que se está dando a los homicidios y a la guerra contra el narco. Esto concuerda con los números de escalante. La guerra del narco, o entre narcos, siempre ha estado ahí, pero solo ahora setá en los periodícos también.

    Sería interesante contrastar estos números a nivel internacional, pues ahipodríamos encontrar (como dice Hector Aguilar Camin) que las tasas de homicidios no son tan altas comparadas con otrso paises que se "perciben" como menos violentos que el nuestro.

    saludos

    Carlos Portilla

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  2. Los medios cambiaron, pero también cambió la violencia en sí misma: los decapitados, enmantados, encajuelados, y demás linduras con las que se ha enriquecido nuestro vocabulario, no estaban allí. Si los narcos fueran inteligentes, desaparecerían a sus rivales sin hacer ruidos y alharaca, nada más mandando una nota a los deudos familiares. Eso les quitaría presión de los medios y por lo tanto de las autoridades. Pero hasta en eso fracasó el sistema educativo mexicano: en crear delincuentes con sentido común.

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