lunes, 19 de abril de 2010

La voz de los intelectuales


En recuerdo del tiet Francisco Bergada

Hubo una época, no hace mucho, en la que los intelectuales se guardaban de vez en cuando. No estaban todo el tiempo en las pantallas, en la radio, en la prensa, sino que descendían de sus Olimpos sólo en los momentos importantes, como para certificar que había pasado algo sobresaliente, significativo. De ahí que su voz no se escuchara como la voz de un mortal, sino, más bien, como la de un Mesías: grave, profunda, grandilocuente. El suyo era un ministerio que consistía en dar fe, públicamente, de que algo fundamental estaba sucediendo.

Una de las consecuencias de los cambios ocurridos durante las últimas décadas ha sido el paulatino desgaste de esa concepción, digamos, oracular de los intelectuales. Conforme nuestra vida pública se fue democratizando, poco a poco se fueron erosionando las condiciones culturales sobre las que se asentaba esa majestad, esa mística, esa autoridad de los intelectuales. Ayer detentaban el privilegio de ser venerables predicadores que nos decían cuál era el sentido de la historia; hoy los ritmos del ciclo informativo les imponen la obligación de tener que decir algo, lo que sea, sobre la redundante actualidad de cada día.

Así, su voz dejó de ser la de “quienes hablan al mundo de manera trascendente” (Julien Benda) para convertirse, en cambio, en la de quienes hablan al mundo de manera permanente. Ya no es la voz despótica de la verdad revelada, sino una de las tantas voces que coexisten en la prolífica discordia de la conversación pública. Su opinión, antes imponente e inapelable, ahora es apenas otra más en el mar de opiniones —frívolas o lúcidas, coherentes o confusas, compatibles o contradictorias, todas coyunturales y discutibles— en el que estamos condenados a navegar por el hecho de vivir, bien que mal, en una democracia.

De hecho, el término para denominarlos ya ni siquiera es “intelectual” sino, “analista político”; el verbo con el que ellos mismos identifican su oficio ya no es “pensar”, sino “opinar”; su expresión distintiva ya no son los monólogos insufribles, sino las mesas de debate en las que se arrebatan la palabra unos a otros. En fin, su voz perdió en magnificencia lo que ganó en ubicuidad.

Los hay sobrios, que han sabido admitir con mucho decoro esa nueva condición y asumir que no hablan más que por su propia conciencia; pero los hay también nostálgicos, que no se han enterado de que el país ya no es lo que era, y que siguen queriendo hablar como si fueran portavoces plenipotenciarios de la historia —ahora en clave de “el interés nacional”, “la opinión pública” o “la sociedad civil”—. La voz de los primeros se aboca a hacer la modesta crónica del presente. La de los segundos, a azuzar la furiosa demagogia del desencanto.

-- Carlos Bravo Regidor

(La Razón, lunes 19 de abril de 2010)

1 comentario: