lunes, 26 de abril de 2010

Demagogia del desencanto

Un espectro se cierne sobre nuestra conversación pública: es el espectro de una nueva demagogia. No es la demagogia de los candidatos en temporada de elecciones, tampoco la de los que proclaman “la insurrección que viene” ni la de los que ansían políticas de “mano dura”. Es una demagogia que cabalga a medio camino entre la aspiración populista (“no soy un hombre, soy un pueblo”) y la persuasión tecnocrática (“poca política, mucha administración”), una demagogia menos para las masas que para los medios, más de circunloquios y ceños fruncidos que de gritos y golpes en el podio. Es la demagogia del desencanto. 

A grandes rasgos, tres factores contribuyen a su surgimiento: primero, un proceso de democratización rápidamente rebasado por las propias ilusiones que lo impulsaron; segundo, una profunda descomposición del orden público que ha puesto en evidencia la debilidad de las instituciones; y, tercero, la larga agonía del nacionalismo revolucionario y la impresión de que, tras el fiasco del “liberalismo social”, el país ha carecido de un proyecto que le dé rumbo.

El resultado es una vaga sensación de crisis, de inseguridad e impotencia, muy propicia para la demagogia, es decir, para pregonar soluciones simples a problemas complejos. O, mejor dicho, no soluciones sino redención. Y no tanto de los problemas sino, más bien, de su complejidad: de que no hay soluciones fáciles, únicas, ni infalibles.

En ese contexto, decimos “desencanto” para referirnos a un amplio repertorio de malestares, de inquietudes e incertidumbres, porque el cambio de régimen no ha producido los frutos que esperábamos. Y al hacerlo reivindicamos, sin duda, un derecho democrático elemental: el derecho a no estar satisfechos.

Ocurre, sin embargo, que el desencanto forma parte constitutiva de la experiencia democrática: tener que negociar en las buenas y en las malas; tolerar que a veces se gana y a veces se pierde; participar en la toma de decisiones con las que uno puede estar en desacuerdo; en fin, admitir que hay expectativas que la democracia, por sí misma, no puede satisfacer. Pasar por alto ese hecho, hacer como si el desencanto fuera un ominoso indicio de que la transición nos quedó a deber y no una prueba de que la transición ocurrió como pudo ocurrir; pretender que el desencanto equivale a una dolencia que es necesario aliviar para que la democracia florezca armónica y dichosa, no a un síntoma de que habitamos ya en el territorio conflictivo y enfadoso de la democracia realmente existente; eso va más allá de ejercer el derecho a la insatisfacción. Eso es incurrir en la demagogia.

Porque la democracia posible es desencantadora… o no es.

-- Carlos Bravo Regidor
(
La Razón, lunes 26 de abril de 2010) 

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