lunes, 23 de julio de 2012

PAN: el poder y el partido


Fue hace casi veinte años que Felipe Calderón, entonces Presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PAN, hizo suya aquella expresión de “hay que ganar el poder sin perder el partido”. Era más que una frase ingeniosa, pues daba cuenta de las tensiones internas entre las que se debatía el panismo desde las décadas de los setenta y ochenta. Por un lado estaban los panistas históricos, acostumbrados a hacer política desde la oposición. Por el otro estaban los neopanistas, ávidos de hacer política desde el gobierno.

Los panistas históricos eran fundamentalmente universitarios de clase media urbana, abogados más o menos liberales en lo político pero conservadores en lo demás, gente de doctrina que se preciaba mucho de sus valores y su rectitud. Los neopanistas eran sobre todo hombres de negocios de los estados del norte, administradores e ingenieros liberales en lo económico pero conservadores en lo social, gente de empresa que no conocía la doctrina pero se preciaba mucho de su valentía y sus ambiciones. Los primeros eran como una aristocracia que veía la política como labor de generaciones; los segundos, como una burguesía que asumía la política como proyecto personal.

Los triunfos locales del PAN durante los años noventa y el triunfo de Vicente Fox en las elecciones del 2000 parecieron implicar la victoria del neopanismo. El desempeño de Fox como Presidente (frívolo, errático, improvisado) y la fuerza que durante su gestión adquirieron los grupos de ultraderecha identificados como “el Yunque” fueron, sin embargo, su derrota.

El ascenso de Felipe Calderón, primero como candidato y luego como Presidente, por momentos daba la impresión de significar una victoria del panismo histórico. Su estilo personal de gobernar (más de arrebatos que de audacia, más de manías que de ideas, más de lealtades que de capacidad), aunado a la abultada cosecha de derrotas que tuvo el PAN durante su presidencia, mostraron lo equivocado de aquella primera impresión.

En cualquier caso, de aquel PAN dividido entre históricos y neopanistas ya no queda casi nada. El saldo acumulado durante los últimos dos sexenios ha cambiado, profundamente, al partido.

Primero, porque el PAN pasó de representar una alternativa electoral competitiva para una sociedad cada vez más plural a no saber habérselas, luego de ganar las elecciones, con esa misma pluralidad social.

Segundo, porque si con Fox el PAN no supo convertirse de ser oposición a ser gobierno, Calderón sí supo convertirlo: pero no en un partido en el poder sino, más bien, en el partido de su gobierno.

Y tercero, porque luego de su fracaso en las pasadas elecciones, lejos de renovarse el PAN parece encaminado hacia una “refundación”… ¡encabezada por los principales responsables del desastre en que se encuentra!

A casi veinte años de aquel “hay que ganar el poder sin perder el partido”, el calderonismo quiere ganar el partido tras haberlo arruinado desde el poder.

Como dicen en Estados Unidos: you gotta love politics.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 24 de julio de 2012

lunes, 9 de julio de 2012

Verdad mediática

El sábado pasado, 7 de julio, La Jornada publicó en portada una fotografía sensacional (http://bit.ly/Nxzl5O): Enrique Peña Nieto muy sonriente, en actitud de celebración, portando la camiseta de un equipo de futbol que en el pecho lleva el nombre de su patrocinador, Soriana. La imagen aparece coronada por un encabezado fulminante que dice “con la camiseta bien puesta”.

Hay más. A la derecha de Peña Nieto aparece Rubén Moreira, actual gobernador de Coahuila y hermano del ex gobernador y ex dirigente del PRI Humberto Moreira, quien renunció tras el escándalo de la deuda de 33 mil millones de pesos que el estado contrajo durante su gestión. A la izquierda aparecen su esposa, la actriz Angélica Rivera, y otro actor de telenovelas, también estelar de Televisa, con una gorra del PRI. Debajo hay un texto, con llamada a nota interior, en el que se lee “ayer en una emisión radiofónica se presentaron pruebas de que entre 2008 y 2012 el gobierno mexiquense pagó a Soriana 3 mil millones de pesos por despensas”.


De entrada, la primera impresión que provoca la portada es tremenda. Casi como si nos presentara una prueba directamente incriminatoria, como si nos revelara un hecho tan siniestro como fehaciente. Casi. Porque, más allá de esa primera impresión, no hay en ella ninguna prueba ni ninguna revelación sobre el tema en cuestión: la compra masiva de votos, por parte del PRI, mediante la distribución de monederos electrónicos de una tienda de autoservicio.


Veamos. La imagen proviene de un acto de campaña que ocurrió tres semanas antes, el 18 de junio, en Torreón, Coahuila, durante el cual Peña Nieto se enfundó la camiseta del equipo de futbol local. Normal. La nota interior (http://bit.ly/NblUJT) alude a unos datos que dio a conocer Carmen Aristegui en su noticiero de radio sobre varios contratos y adjudicaciones celebrados entre Soriana y los gobiernos del Estado de México, Baja California, Nuevo León, Sinaloa, Durango, Coahuila, Veracruz y Guerrero, por montos que van desde 19 hasta 660 millones de pesos. No es información irrelevante, desde luego, pero en sí misma no constituye evidencia concreta de ningún ilícito electoral.


Esa portada es un ejemplo, en todo caso, de cómo se crea una verdad mediática, es decir, una verdad que pone la indignación antes que la investigación, el impacto antes que la prueba, la denuncia antes que el esclarecimiento…


La gravedad de las acusaciones contra el PRI por violación a los topes de gasto, a la libertad del voto o a la equidad en la contienda ameritaría una prensa que se tomara más en serio su responsabilidad. Menos indulgente consigo misma, más rigurosa, menos mediática y más periodística.


La elección no se va a “limpiar”, en lo que a la conversación pública se refiere, de otro modo. Al contrario.



-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 9 de junio de 2012.

lunes, 25 de junio de 2012

Anticlimático


Retomo una idea que planteó Fernando Escalante el martes pasado en éstas mismas páginas: “nuestra elección no tiene tragedia”. Y es que en México no estamos, como sí estuvieron recientemente los electores en Francia, Grecia o Egipto, ante una disyuntiva de auténtica gravedad, en la que nos vaya el futuro de por medio. Habrá quienes tengan sus razones para celebrarlo como una buena noticia. Para la democracia mexicana, sin embargo, no lo es.

La contienda ha transcurrido con tanta “normalidad” que su nota más destacada ha sido #YoSoy132: un movimiento que, como escribió José Antonio Aguilar, supo desafiar exitosamente la percepción de que la victoria de Enrique Peña Nieto era inevitable… pero tras cuyo desafío el candidato del PRI se mantuvo puntero sin grandes contratiempos.

Semejante “normalidad” no es resultado de ninguna “fortaleza institucional” ni prueba de supuesta “madurez política”. Es, más bien, testimonio del profundo divorcio que existe entre el país de los candidatos y el país realmente existente: el de la violencia, del crecimiento mínimo, de la economía informal, de los poderes fácticos, del desastre educativo, de la falta de margen frente a Estados Unidos. Lo fundamental no parece estar en juego. O no, por lo menos, en la cancha presidencial --la única a la que prestamos atención.

Como sea, en ese profundo divorcio entre el calor de las campañas y la frialdad de los hechos, en ese curioso contraste entre inflación de expectativas y déficit de realidad, hay una señal de desfondamiento. De que las decisiones más trascendentes, las diferencias que verdaderamente hacen diferencia, no están encontrando ni espacio ni expresión en el proceso democrático. De que la competencia está cada vez más limitada a una dimensión sólo simbólica o ritual; de que hay cada vez menos representación en el sistema representativo, cada vez menos poder en la lucha por el poder.

Así, no es que haga falta más unidad o dejar a un lado las diferencias. Es, muy por el contrario, que hace falta darle más contenido a la disputa, poner en el centro los antagonismos. El problema, en suma, no es que haya conflicto sino que el conflicto nos resulte tan francamente desprovisto de sentido.

No se me oculta lo anticlimático de este argumento a menos de una semana de la jornada electoral. Ocurre, sin embargo, que no he logrado hacerme muchas ilusiones. Antes que convencerme de su capacidad para hacer una diferencia, los candidatos me han convencido, si acaso, de que la posibilidad de un cambio significativo no depende del quién gane la elección presidencial. Lo verdaderamente importante, por el momento, pasa en otra parte.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 25 de junio de 2012

lunes, 11 de junio de 2012

Votar


Hay una paradoja en el hecho de que una forma de gobierno tan complicada como la democracia dependa de un instrumento tan modesto como el voto; en que un sistema que supone la gestión pacífica del conflicto, la representación de una amplia pluralidad de intereses e ideas, la toma de decisiones en un marco institucional de pesos y contrapesos, encuentre su fundamento en el acto de formarse en una fila, marcar un papel y meterlo en una caja.

Digamos, pues, que la complejidad inherente a la dinámica de un régimen democrático contrasta con lo rudimentario del voto como dispositivo para expresar preferencia.

Un ejemplo. Hace unos días se presentó “Brújula Presidencial” (en la dirección electrónica http://www.brujulapresidencial.mx/) un cuestionario que ubica las preferencias políticas de quien lo contesta en relación con las de los candidatos presidenciales. El resultado es esclarecedor y, al mismo tiempo, desconcertante. Uno puede ser lopezobradorista en temas de seguridad, ley y orden; peñanietista en temas de economía y finanzas; quadrista en temas de sociedad, religión y cultura; y vazquezmotista en temas de economía y trabajo. Es decir que el cuestionario sirve para identificar con claridad las posiciones con las que uno coincide o discrepa pero, al mismo tiempo, para caer en la cuenta de las dificultades que supone ponderar unas y otras a la hora de decidir por quién votar.

Ocurre que ese tipo de incongruencias (estar, por decir, más a la izquierda en temas de bienestar, familia y salud; pero más a la derecha en temas de economía y nacionalismo) no son un problema en sí, ni de uno ni de los partidos ni de los candidatos ni de la política mexicana, sino un rasgo saludable de la coexistencia democrática en una sociedad diversa. Pero ocurre también que el voto, como tal, no ofrece la posibilidad de expresarlas. Uno no vota por un candidato en ciertos temas y por otro en otros. Y el voto de un elector entusiasta vale exactamente lo mismo que el voto de un elector escéptico.

Cada que hay elecciones, sin embargo, resurge la queja de quienes no saben por quién votar porque nadie los convence. Se trata de una queja legítima pero problemática, pues supone que votar es una forma de afirmar resueltamente nuestras convicciones, no de habérnoslas honestamente con nuestras incongruencias --las propias, las de los partidos, las de los candidatos, las del país.

Quizás hace falta decir, pues, que tiene sentido votar aún y cuando ningún candidato nos convenza. Uno puede votar, en todo caso, por el candidato que mejor se avenga con el conjunto de sus muy particulares incongruencias. En lugar de esperar que haya un candidato que no nos genere dudas, votar por el candidato que nos genere las dudas con las que estamos más dispuestos a convivir.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 12 de junio de 2012.

lunes, 28 de mayo de 2012

"Acarreados"


En las últimas semanas, a raíz de la polémica visita de Enrique Peña Nieto a la Universidad Iberoamericana y de las protestas estudiantiles derivadas de ella, el término "acarreados" ha circulado mucho en nuestra conversación pública. Siempre con un tono peyorativo, con una franca intención denigratoria, con el deliberado empeño de restarle legitimidad a las manifestaciones en contra o también a favor del candidato presidencial del PRI.

Pero, ¿de qué hablamos, en concreto, cuando hablamos de "acarreados"? Hace algunos años, en un muy esclarecedor estudio (disponible en http://bit.ly/KspjSV) sobre los rituales de la campaña presidencial del PRI en 1988, Larissa Lomnitz, Claudio Lomnitz e Ilya Adler observaron la existencia de al menos tres tipos distintos de acarreados: los clientelares, movilizados por vínculos de lealtad; los burocráticos, movilizados por amenaza de coerción; y los oportunistas, movilizados por alguna forma de pago en efectivo o en especie.  

El acarreado clientelar, advertían, forma parte de una red jerárquica de compromisos personales en la que se intercambian beneficios por apoyos, una red que expresa "la vigencia de relaciones sociales que operan durante largos años, por lo cual la interpretación de que este tipo de 'acarreo' no representa un apoyo real […] es básicamente errónea". El acarreado burocrático, a su vez, es resultado de cierta capacidad de control sobre su fuente de trabajo o ingresos en función de la cual corre el riesgo de ser sancionado si no se moviliza. Y el acarreado oportunista, por último, es aquel que por necesidad económica o indiferencia política está dispuesto a vender su presencia en actos de campaña a cambio de una remuneración inmediata. 

Ocurre, sin embargo, que en contraste con ese énfasis en las desigualdades sociales implícitas en la figura de los "acarreados", en los últimos días el término ha adquirido un énfasis moral, convirtiéndose incluso en una especie de improvisado antónimo de "ciudadanos". Así, mientras que los ciudadanos se imaginan auténticos y libres, amos y señores de sus destinos, los acarreados se suponen artificiales y manipulados, mera carne de cañón política. De ahí a decir que los primeros son ejemplares y los segundos inferiores, la verdad, falta apenas un pasito…

Es interesante, sintomático, que tratando de enaltecer la democracia contra vicios como el corporativismo, la coerción o la corrupción derivemos en un discurso tan evidentemente discriminatorio. Que gritemos "¡acarreados!" como un insulto desde la imaginaria superioridad moral de una "ciudadanía" que, sin embargo, no parece estar interesada en reclamar que se atiendan los déficits y las carencias que hacen del acarreo una forma de participación política todavía normal para muchos mexicanos. Quienes, por cierto, no por "acarreados" son menos ciudadanos.

 -- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 28 de mayo de 2012

miércoles, 16 de mayo de 2012

El dinosaurio: la extinción de una metáfora


Durante los años dorados de la transición hubo una metáfora que capturó, como ninguna otra, la imaginación democrática de los mexicanos. Una metáfora que supo articular las sensaciones encontradas que inspiraba el sistema político priísta, en muchos aspectos obsoleto pero muy resistente, que daba tremendas señales de debilidad pero al mismo tiempo mostraba una sorprendente capacidad de supervivencia. Me refiero, desde luego, a la metáfora del dinosaurio.

No me ocupo de qué tan exacta o exagerada haya sido. Me ocupo tan solo de lo exitosa que resultó para representar a los adversarios del entusiasmo democratizador como feroces encarnaciones de un pasado que se negaba a morir, como amenazantes criaturas anacrónicas que insistían en aferrarse al poder para seguir gobernando un tiempo que ya no era el suyo. Y es que la metáfora del dinosaurio fue, en ese sentido, la expresión más acabada de una idea de la democracia en función de la cual al PRI no le quedaba más que extinguirse.

De hecho, tras las elecciones del 2000 abundaron análisis que quisieron ver en su derrota presidencial al meteorito que habría de acabar, finalmente, con el dinosaurio priísta. Sucede, sin embargo, que dos sexenios después el saldo es muy otro. La alternancia no provocó la súbita desaparición del dinosaurio; más bien, inauguró el paulatino desgaste de esa metáfora como recurso de crítica política.

En parte porque el tiempo pasa, la gente olvida, el electorado cambia. En parte porque los fiascos del foxismo, la “guerra” de Calderón y la presidencia “legítima” de López Obrador crearon las condiciones para que el PRI se reinventara como una nueva opción electoral: la del voto de castigo contra el PAN-gobierno, la del voto de desconfianza contra el PRD-oposición. Y en parte porque la reiterada impresión de estar gobernados por una punta de novatos incompetentes terminó por relativizar los defectos del dinosaurio hasta el punto, incluso, de hacerlos parecer una forma de eficacia.

Digamos, pues, que el 2012 nos despierta con la noticia de que la metáfora del dinosaurio ha perdido buena parte de la tracción política que tuvo. ¿Cómo explicar, si no, el hecho de que en el año 2000 alrededor del 42.5% de los electores votó por el candidato con más probabilidad de “sacar al PRI de los Pinos” y ahora, doce años después, un 45-50% manifiesta la intención de querer votar por su regreso?

Hay que acusar recibo: el vocabulario de la transición está agotado. No sirve ya ni para dar cuenta de lo que está pasando ni para influir significativamente en el rumbo de los acontecimientos. Admitirlo no implica renunciar a la crítica. Implica, en todo caso, reconocer que hace falta inventar un nuevo vocabulario crítico que recupere la efectividad que el de la transición ha perdido.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, mayo de 2012

lunes, 30 de abril de 2012

El PRI: lo bueno, lo malo, lo feo


La narrativa de la transición mexicana siempre fue una narrativa fundamentalmente antipriísta. En la historia que nos contamos sobre el cambio político de los últimos veinte o treinta años el PRI, más que un actor o un espacio dentro del sistema, era el sistema mismo: la corrupción, el clientelismo, la negligencia, el corporativismo, la ilegalidad, el abuso, la opacidad, en fin, el PRI encarnaba todo aquello que aprendimos a identificar con ese “antiguo régimen” que el proceso de democratización prometía dejar atrás.

La experiencia democrática ha sido, sin embargo, poco congruente con dicha narrativa. Primero, porque muchas de esas prácticas que quisimos creer propias del autoritarismo han subsistido, hasta hoy, con un régimen bien que mal democrático. Segundo, porque la democracia nos ha obsequiado numerosos ejemplos de que, lejos de ser exclusivas del PRI, dichas prácticas pueden ser las de cualquier partido en el poder. Y tercero, porque si en la narrativa de la transición “la sociedad” solía ser caracterizada como una víctima más o menos inerme, ahora sabemos que “la sociedad” también es cómplice activa de esas prácticas cuya responsabilidad no podemos achacar sólo a los políticos –priístas o de cualquier otro partido.

Con todo, la alta probabilidad de que el PRI gane las próximas elecciones presidenciales (y, además, con mayoría absoluta en el Congreso) representa algo más que una incongruencia: constituye un auténtico corto circuito entre la narrativa de la transición y la experiencia democrática. La narrativa decía que la democratización mexicana pasaba por echar al PRI del poder; la experiencia apunta a que el PRI está por volver al poder por la vía democrática.

Lo bueno de este corto circuito es que, ciertamente, confirma que las fuerzas autoritarias del pasado están apostando por el juego democrático, que el otrora “brazo electoral” del Estado posrevolucionario supo convertirse en un partido político como los demás: que participa, que compite, que a veces gana y a veces pierde elecciones.

Lo malo es que esa conversión en lo relativo a la forma de acceder al poder no parece incluir una conversión en lo relativo a la forma de ejercer el poder. Véanse, si no, casos recientes en Coahuila, Veracruz o el Estado de México. Que el PRI esté dispuesto a competir democráticamente no significa que esté dispuesto a gobernar democráticamente: a rendir cuentas, a respetar la libertad de expresión, a promover la transparencia y el acceso a la información, etcétera. Y menos si tiene mayorías absolutas.  

Lo feo es que a sabiendas de lo anterior, de que el PRI no ha renovado su manera de gobernar, hoy son mayoría los mexicanos decididos a llevarlo de regreso al poder.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 30 de abril de 2012

lunes, 16 de abril de 2012

Una invitación a la historia (y al humor) electoral


Para Mauricio Tenorio

Hay muchas razones para lamentar el hecho de que la historia electoral mexicana sea un campo de estudio tan francamente raquítico. Desde luego hay algunos libros, unos cuantos artículos, uno que otro dato o anécdota apuntados por ahí, pero nada ni por asomo suficiente como para considerar que existe una literatura, una historiografía, al respecto.

Es lamentable, insisto, por muchas razones. Una de ellas, quizá no la más grave pero tampoco la menor, es que las elecciones ofrecen una oportunidad privilegiada para conocer el humor político de una época: los filos de su sátira, la chocarrería del ingenio popular, el trazo burlón de los caricaturistas de batalla, la chispa de una ocurrencia a la mitad de un discurso, la agilidad de una réplica lapidaria, etcétera. No importa que la elección haya sido más o menos limpia o fraudulenta. A fin de cuentas, como escribió el aventajado Lincoln Steffens (¡en 1904!), “no sólo los triunfos y los grandes estadistas, también las derrotas y los corruptos nos representan. Y acaso con la misma justicia. ¿Por qué no verlo y admitirlo?”

Hace algunos meses, buscando noticias electorales en una colección de periódicos viejos, me encontré con unos versos anónimos cuya historia tengo pendiente desentrañar. Como sea, en la emoción del hallazgo (los historiadores sabrán a qué me refiero) compartí dichos versos con varios amigos –uno me respondió con una culta especulación sobre quién podría ser el autor, otro tuvo la buena idea de “subirlos” a su blog.

La semana pasada recibí tres correos electrónicos (y quienes me los enviaron no sabían nada de lo anterior) de una “cadena” en la que están circulando, rescatados del olvido que habitaron durante casi un siglo, esos felices versos. Quisiera creer que la vida que han cobrado ya es, en cierto sentido, otra forma (quiero decir, una forma más allá de la “académica”) de confirmar que las horas gastadas entre archivos y papeles de otro tiempo tienen sentido. De que estudiar historia electoral puede ser también una manera de devolverle algo de humor político a un presente que, como apuntaba León Krauze hace unos días, por momentos parece carecer de él.

Y bueno, ya sin más rodeos, he aquí esos versos que bajo el título de “La elección” encontré publicados en las páginas de El Cronista del Valle, un periódico de Brownsville, Texas, el 26 de mayo de 1926:

El león falleció ¡triste desgracia!
y van, con la más pura democracia,
a nombrar nuevo rey los animales.
Las propagandas hubo electorales,
prometieron la mar los oradores,
y… aquí tenéis algunos electores:
aunque parézcales a Ustedes bobo
las ovejas votaron por el lobo;
como son unos buenos corazones
por el gato votaron los ratones;
a pesar de su fama de ladinas
por la zorra votaron las gallinas;
la paloma inocente,
inocente votó por la serpiente;
las moscas, nada hurañas,
querían que reinaran las arañas;
el sapo ansía, y la rana sueña
con el feliz reinar de la cigüeña;
con un gusano topo
que a votar se encamina por el topo;
el topo no se queja,
más da su voto por la comadreja;
los peces, que sucumben por su boca,
eligieron gustosos a la foca;
el caballo y el perro, no os asombre,
votaron por el hombre,
y con profundo dolor
por no poder encaminarse al trote,
arrastrábase un asno moribundo
a dar su voto por el zopilote.
Caro lector que inconsecuencias notas,
dime: ¿no haces lo mismo cuando votas?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 16 de abril de 2012

lunes, 2 de abril de 2012

El kitsch electoral

Ofrezco, para empezar, tres definiciones del concepto de kitsch. Un ideal estético que afirma el imperio de los buenos sentimientos sobre la razón y que, al hacerlo, esquiva la mirada frente a cualquier aspecto desagradable de la existencia (M. Kundera). Una visión del mundo como un espejo autocelebratorio, que nos devuelve una imagen de nosotros mismos carente de inconvenientes, conflictos o contradicciones (H. Broch). Un arte deliberadamente previsible que trata, ante todo, de agradar: que no enfrenta, no arriesga, no cuestiona (H. Rosenberg).
            
Aunque el kitsch sea un concepto proveniente de la teoría del arte bien puede servir para analizar otros fenómenos, digamos, ajenos al ámbito de la creación artística. Por ejemplo, las campañas electorales. Y es que hay mucho de kitsch en la imagen que proyectan los candidatos, en lo que dicen que harían si llegan al poder, en la forma que se imaginan a los votantes.
            
Todos los candidatos procuran encarnar un papel que los haga atractivos, encuestas y grupos de enfoque mediante, para sus electores. Ser candidato es, pues, aprender a representar un personaje reconocible con quien los votantes puedan identificarse y sentirse cómodos. Es saber apelar a sus valores, sus anhelos, sus miedos, para hacer que vean en la imagen del candidato aquello que quieren ver en una figura de autoridad. Ser candidato es, en suma, tratar incesantemente de agradar.

Cada campaña intenta construir, asimismo, un relato sobre el país basado en buenas intenciones y fuerza de voluntad. Que promete resolver esto o aquello como si fuera sólo cuestión de querer el bien y echarle ganas. Cuenta una historia en la que, en caso de ganar, la nobleza de “nuestras” aspiraciones se impone por encima de cualquier consideración sobre su viabilidad. En el cuento que cuentan del futuro no hay dificultades, ni costos, ni consecuencias contraproducentes.

Y por último, ¿qué idea de los electores revelan las campañas al repetir sus spots millones de veces; al ubicar por todas partes esos pendones en que los candidatos exhiben orgullosos sus caras y pulgares; al insistir en demostrar, con cada discurso y cada entrevista, que no saben ni les interesa hilar tres ideas coherentes? ¿Qué clase de seres de ínfima inteligencia imaginan que son los votantes al tratar de comunicarse con ellos de esa manera? Seres, aparentemente, que sólo existen para celebrarlos y aplaudirlos.        

Como ha escrito Martín Plot en un recomendable librito sobre el tema (El kitsch político, Buenos Aires, Prometeo, 2003), “lo único que la política kitsch logra en el mismo momento de su acción es proscribirse a sí misma la posibilidad de convertirse en una acción plenamente política”. Es decir, en una acción que proponga algo. En todo caso, el kitsch electoral propone proponer y, al hacerlo, no propone nada.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 2 de abril de 2012

lunes, 19 de marzo de 2012

Caso Cassez: opiniones sin argumento


Hay algo frustrante en la deriva que ha tomado nuestra conversación pública en torno al caso Cassez, algo enojoso en el hecho de que buena parte del debate se reduzca a una mera expresión de diferencias en la que –según la disparatada fórmula al uso– “todas las opiniones son respetables”. Porque no, no lo son. Lo respetable son las personas y su libertad para opinar. Las opiniones son, todas, otra cosa: cuestionables, disputables, criticables. No dan lo mismo, no son iguales unas que otras. 

Vale la pena, en ese sentido, rescatar la distinción que propuso hace unos días Ángel Gabilondo, en El País, entre las opiniones argumentadas y las opiniones sin argumento. Las primeras, decía, toman en serio la inteligencia del público al que van dirigidas, esgrimen razones, dan cuenta de la complejidad de los asuntos. Las segundas, en cambio, apelan a los prejuicios y a la desinformación, no se apoyan en información verificable, remiten a certezas aparentemente incontestables. 

Veamos, como botón de muestra, un ejemplo paradigmático: la opinión de Sanjuana Martínez, en sinembargo.mx, a propósito del caso Cassez. 

Primero, sobre el debido proceso, los testimonios y la condena. “Si no tuvo ‘debido proceso’ deberían eliminarse las pruebas obtenidas, pero no anularse la sentencia […] La falta de debido proceso no convierte a Cassez en inocente. Tampoco en culpable, pero si en actora de unos hechos delictivos. Sus víctimas la reconocieron plenamente”. Por un lado, Martínez admite que la violación de derechos y el montaje invalidan los testimonios en función de los cuales Cassez fue condenada; pero, por el otro, insiste en que se sostenga su condena. ¿Por qué? ¡Por lo que dicen las propias pruebas incriminatorias, es decir los testimonios, que ella misma reconoce que deben eliminarse! 

Luego, sobre las contradicciones de las víctimas y el sistema de justicia. “No conozco ninguna víctima que no entre en contradicciones o inconsistencias a la hora de declarar [...] La mayoría de los procesos en México están fincados en mentiras y medias verdades. Así funciona todo el aparato de justicia. Y ministerios, abogados, magistrados, policías o periodistas lo sabemos. Por eso urge una reforma integral de la procuración de justicia en nuestro país […] Los hechos, sin embargo, son los hechos. Hay unas víctimas que reconocen a la señora Cassez como su verduga”. O sea que no hay que esperar consistencia en las declaraciones de las víctimas pero de todos modos hay que darles valor probatorio. Y hay que reformar el sistema para evitar más casos como los de Cassez pero ella, por eso mismo, debe seguir en la cárcel. Su culpabilidad está en entredicho pero, Sanjuana Martínez mediante, de todos modos es culpable. 

Finalmente, sobre la Suprema Corte. “¿Por qué la SCJN no encarcela a los que realizaron el montaje encabezados por García Luna? ¿Por qué no cuestiona al aparato de seguridad de Felipe Calderón? […] ¿Por qué sólo se centra en Cassez?” Parece que Sanjuana Martínez no está enterada de que en este caso la facultad de la Corte es determinar si se violaron garantías, no fincar responsabilidades; de que el proyecto del ministro Zaldívar va precisamente en el sentido de cuestionar la actuación de la policía; ni tampoco de que el juicio de amparo, por la llamada “fórmula Otero”, sólo tiene efectos particulares para los individuos que lo promueven. Su furioso reproche no tiene, pues, ningún fundamento. 

Las opiniones argumentadas construyen conversación. Las opiniones sin argumento convierten la deliberación pública, según la elocuente expresión de Gabilondo, en un mero “festín de los topetazos”. Q.E.D. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 19 de marzo de 2012.

lunes, 5 de marzo de 2012

La efectividad del "discurso amoroso"

Buena parte de los análisis que han circulado en nuestra conversación pública sobre el llamado “discurso amoroso” de Andrés Manuel López Obrador se ha referido, fundamentalmente, a sus problemas: a sus contradicciones, a si se trata de un ardid o si es genuino, a su vaguedad, a las propensiones autoritarias o intolerantes que acusa o a sus incongruencias con lo que cabría esperar de alguien que se dice de izquierda.

Otra parte se ha ocupado, a su vez, de tratar de aprehender su significado o de reinterpretar dicho discurso en clave de “lo que en realidad quiso decir”. Así, no han faltado elaboraciones en torno al amor como un concepto mediante el cual López Obrador propone reconstruir vínculos de solidaridad, humanizar la convivencia social, reintroducir valores morales en la función pública, reafirmar la empatía hacia el prójimo o inaugurar una nueva forma de hacer política.

Con todo, más allá de la discusión sobre si su contenido es equívoco o pertinente, ha hecho falta otro tipo de análisis. Un análisis, digamos, menos sustantivo y más instrumental, que examine ese discurso en función de su efectividad en términos electorales. Veamos.

Según mis pesquisas, aunque varios de sus elementos vienen de tiempo atrás, el “discurso amoroso” de López Obrador cobró forma como tal entre marzo y agosto del 2011. (Todas las cifras que menciono a continuación, redondeadas, provienen de encuestas de Consulta Mitofsky). Tomemos como primer punto de referencia, entonces, febrero de dicho año: sus positivos (personas con una buena opinión de él) rondaban el 18%; sus negativos (personas con una mala opinión de él) llegaban al 38%; su saldo de opinión (positivos menos negativos) era -20; y su intención de voto (personas que declaraban su intención de votar por él) era 17%.

Siete meses después, en septiembre, la introducción del “discurso amoroso” arrojaba los siguientes resultados: positivos, 21%; negativos, 29%; saldo de opinión, -8; e intención de voto, 17%. En los rubros relativos a su imagen (positivos, negativos y saldo de opinión) el “discurso amoroso” tuvo un efecto positivo. En el rubro de intención de voto, no obstante, el efecto fue nulo.

Posteriormente, mediando su victoria de noviembre sobre Marcelo Ebrard en la definición de la candidatura perredista a la presidencia, para febrero del 2012 sus números eran éstos: positivos, 23%; negativos, 33%; saldo de opinión, -10; e intención de voto, 18%. En cuanto a su imagen, los efectos positivos del “discurso amoroso” comenzaban a deslavarse. En cuanto a intención de voto, su crecimiento fue apenas de un punto porcentual.

No se me oculta que probablemente no todos y cada uno de esos vaivenes en las cifras son imputables sólo al “discurso amoroso” como causa única. Pero tampoco se me oculta que, en términos generales, de esas cifras se desprenden dos conclusiones claras. Una, que el “discurso amoroso” fue efectivo para mejorar la imagen de López Obrador pero no para aumentar su intención de voto. Y dos, que dicha efectividad va en declive.

En suma, el “discurso amoroso” ya sirvió para lo que podía servir.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 4 de marzo de 2012