lunes, 18 de julio de 2011

Keynes, la comentocracia y el PRI

Decía el viejo Keynes que incluso las personas de temperamento más práctico, aquellas que se creen exentas de cualquier influencia intelectual, frecuentemente no son más que esclavas de las ideas de algún economista difunto. Guardadas las proporciones, algo similar podríamos decir hoy sobre ciertas voces de nuestra comentocracia: que su idea del PRI parece esclava de los slogans de algún estratega electoral desempleado.

Algunos ejemplos: que el PRI es “inmune al virus de la democracia” (Denisse Dresser); que los triunfos recientes del priísmo son una “bienvenida al pasado”, que tan malos han sido los gobiernos del PAN que más bien da la impresión de que “el PRI nunca se fue” (Sabina Berman); que los priístas no han saldado sus “deudas históricas”, que todavía tienen “mucho que explicar”, que no han aprendido las “lecciones del pasado” (León Krauze); que los gobiernos del PRI son la “tumba de la democracia” (Arnaldo Córdova); que estamos viviendo una “involución democrática” (Denise Maerker). Y un largo, largo etcétera. 

El problema es que esas opiniones difícilmente pueden habérselas con lo que ha sido el desempeño electoral del PRI durante este sexenio: con que los priístas han perdido 4 gubernaturas (Oaxaca, Puebla, Sinaloa, Sonora), pero han mantenido 13 (Campeche, Coahuila, Colima, Chihuahua, Durango, Estado de México, Hidalgo, Nayarit, Nuevo León, Quintana Roo, Tabasco, Tamaulipas y Veracruz) y han recuperado 6 (Aguascalientes, Querétaro, San Luis Potosí, Tlaxcala, Yucatán y Zacatecas); con que el PRI pasó de tener 106 diputados federales en 2006 a 237 en 2009; con que la intención de voto por el PRI para la elección presidencial del 2012, incluso sin ponerle nombre a los candidatos, lleva al menos dos años por encima de la intención de voto por el PAN y el PRD juntos (Monitor Mitofsky, junio 2011).

No es, desde luego, que la buena racha del PRI sea ejemplar ni inmaculada. Pero reducirla sólo a la operación de la “maquinaria” o a las malas artes de los “dinosaurios”, sin tomar en cuenta las tasas de aprobación de algunos gobiernos priístas, los niveles de abstencionismo en varios procesos electorales, o la magra competitividad y los errores de sus adversarios, es no querer hacerse cargo de las cosas.

Así pues, ¿no será más bien que buena parte de la comentocracia quisiera ser inmune a los resultados que están arrojando una y otra vez las urnas, permanecer omisa ante el hecho de que a los priístas no les está haciendo falta dar ninguna explicación, seguir haciendo como que toda victoria del PRI es contraria a la democracia? ¿Será que preferirían seguir contándose aquel cuento foxista de los “setenta años”, de que nunca hubo ni hay tal cosa como un México priísta?

No es sólo que frente a sus derrotas PAN y PRD parezcan empeñados en “darle la espalda a la realidad” (Jesús Silva-Herzog Márquez). Es, además, que ante la posibilidad de que el PRI regrese a Los Pinos muchos profesionales de la opinión parecen no percatarse, o no quererse percatar, de que el cuento que nos contamos en el 2000 no sirve, no puede servir, para el 2012. Dos sexenios no han pasado en vano.

Bien hubiera dicho el viejo Keynes: when the facts change, I change my mind. What do you do, sir?  

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 18 de julio de 2011

lunes, 4 de julio de 2011

La identidad o los incentivos

Leo dos libros recién publicados. El primero, de Jorge Castañeda, es Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos. El segundo, de Carlos Elizondo, Por eso estamos como estamos. La economía política de un crecimiento mediocre. Ambos ofrecen un diagnóstico general de los problemas que enfrenta México en la actualidad. Pero cada uno adjudica esos problemas a causas muy distintas. 


El argumento de Mañana o pasado es que “la llegada de México a una cierta modernidad choca contra la permanencia de los principales rasgos del carácter nacional mexicano”. Es decir que, según Castañeda, lo que somos es el principal obstáculo para convertirnos en lo que quisiéramos ser. Somos individualistas, no nos organizamos, rehuimos al conflicto, rendimos pleitesía al pasado, sospechamos de lo extranjero, nos encanta asumir el papel de víctimas, despreciamos la ley, etcétera. Lo que tiene que cambiar es nada menos que nuestros valores, nuestras actitudes, nuestra identidad como nación. 

El argumento de Por eso estamos como estamos es que “la distribución del poder, las instituciones existentes y una sociedad que participa poco en la búsqueda del interés general han impedido crecer a mayores tasas y de forma sostenida”. Estamos como estamos, dice Elizondo, por un perverso entramado de intereses, instituciones e inercias que inhibe nuestro desarrollo. El Estado es débil, hay monopolios y poca competencia, predomina el rentismo antes que la innovación, el sistema educativo no produce capital social, los privilegios particulares subsisten por encima de los derechos universales, no hay verdadera rendición de cuentas, etcétera. Lo que tiene que cambiar son, fundamentalmente, los incentivos. 

Si hubiera que caracterizar cada libro por la manera de presentar y desarrollar su argumento, diría que el de Castañeda es un mezcla de vieja ensayística de la identidad, resumen ejecutivo de encuesta de valores y harto impresionismo anecdótico a lo Thomas Friedman. El de Elizondo, en cambio, sería un análisis a medio camino entre estudio comparativo de la OCDE y versión mexicanizada del modelo de Acemoglu y Robinson en The Economic Origins of Dictatorship and Democracy

La propuesta de Castañeda es impulsar un cambio cultural. Su inspiración son los mexicanos en Estados Unidos, ese exitoso “experimento” que son quienes han conseguido dejar atrás una vieja forma de ser y aprender una nueva. La propuesta de Elizondo es emprender una batería de reformas institucionales. Su inspiración está en las experiencias de Brasil, Singapur, Chile, China, España, Corea del Sur y demás países que han logrado hacer los cambios necesarios para crecer y desarrollarse. 

El problema con el planteamiento de Castañeda es lo anacrónico que resulta el “carácter nacional” como explicación, esa especie de artefacto psicológico-culturalista que termina reduciéndolo todo a una cuestión de “mentalidad” y en el camino pierde de vista lo concreto: los intereses creados, las fuerzas materiales, las estructuras de poder. El problema con el planteamiento de Elizondo es que las reformas, por indispensables que sean, no se hacen solas ni en el vacío: una cosa es saber qué queremos cambiar y por qué; otra, muy distinta, saber cómo hacerlo. 

Volpiana
“La función del intelectual es ser uno más de los controles que la sociedad ejerce sobre su gobierno. Para cumplirla, no necesita premios, reconocimientos o invitaciones. […] Si un intelectual se incorpora al gobierno […] no debe ser considerado como tal. Sólo continuará disfrutando de la confianza de la sociedad quien mantenga una independencia del poder a toda prueba”. Jorge Volpi, Letras Libres, Octubre de 2000.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 4 de julio de 2011

lunes, 20 de junio de 2011

Sicilia: las historias y las demandas

Trato de hacer una síntesis de las principales demandas de la caravana encabezada por Javier Sicilia. Me topo, sin embargo, con múltiples dificultades: lo errático de la atención que le prestaron casi todos los medios de comunicación (el casi, hay que decirlo, fue Milenio); los confusos exabruptos e improvisaciones del poeta; un repertorio de demandas a veces demasiado amplio, a veces demasiado abstracto, a veces muy poco coherente; el hecho de que otros intereses y organizaciones metieron su cuchara o le jugaron chueco; etcétera. 


Con todo, al margen de esas dificultades, lo que rescato es la expresión colectiva de dolor, de impotencia, de desesperación. No tanto demandas sino historias, cientos de historias, de quienes se congregaron al paso de la caravana para dar testimonio de sus muertos o desaparecidos.  

Cada historia es única y, al mismo tiempo, parecida a las demás: “mataron a mi nietecito, también a nosotros nos mataron en vida”; “mi hijo fue asesinado y el gobierno no hace nada, soy madre soltera y la gente no sabe el daño”; “cuando nacieron tenían nombres”; “nuestra hija fue con su hijo al banco, salió del banco con un balazo en la espalda, ella protegió a su hijo”; “cuando te sucede esto como madre te cortan la vida”; “asesinaron a mi hijo, las autoridades no me hacen caso”; “aquí estoy esperando a dos niños míos que no encontramos, vamos a cumplir tres años sin saber nada de ellos”; “quiero que me ayuden, mi hijo tiene 16 años, no sé dónde está”; “tienen firma, tienen nombre, tienen rostro y tienen madre que los busca”; “yo al menos tuve la suerte de recuperar el cadáver de mi hijo”; “que me lo regresen porque es un dolor que ya no puedo”.  

Entre esas historias y las demandas del movimiento hay una franca desconexión. Los deudos quieren encontrar a sus familiares, saber dónde están, qué les pasó. Reclaman, lloran, no se resignan pero ya no saben qué hacer, dónde pedir ayuda, con quién hablar. Las demandas, en cambio, fluctúan desde exigir una reforma al sistema de procuración de justicia hasta que se decrete un aumento al salario mínimo, desde que haya un combate frontal al lavado de dinero hasta que se le cumplan los acuerdos de San Andrés Larráinzar, desde que haya un cambio en la estrategia de lucha contra el crimen organizado hasta que se revoquen no sé qué concesiones mineras en San Luis Potosí, desde rescatar la memoria de las víctimas hasta hacer una movilización en contra de la reforma laboral. 

Tengo para mí que las historias imponen, por su propio peso, dos demandas elementales pero indispensables. Ambas se plantearon en algún momento, pero ambas quedaron extraviadas en esa especie de lista de supermercado que terminó siendo el llamado “Pacto de Juárez”. La primera es determinar la identidad de los muertos, devolverles sus nombres y apellidos. La segunda es atender a las otras víctimas, crear un padrón o registro nacional de personas desaparecidas.  

Entiendo que en la organización de la caravana se conjugaron muchas complicaciones, que por su constitución diversa el de Sicilia se ha convertido en un “movimiento de movimientos”. Pero entiendo, también, algo muy claro y simple: el que mucho abarca…

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 20 de junio de 2011

sábado, 4 de junio de 2011

El México de la comentocracia

El martes pasado escribió Héctor Aguilar Camín, en Milenio, sobre el tedio que en ocasiones produce la lectura de nuestros periódicos. Sobre cómo esa dosis cotidiana de declaraciones, violencias, escándalos, fiascos y opiniones al por mayor termina por enfermarlo a uno, como a los aviones o a los puentes, de “fatiga de materiales”. Sobre cómo a fuerza de repetir una y otra vez las mismas “anormalidades”, de servirnos el mismo “menú esperpéntico” un día sí y otro también, la prensa termina por sofocar toda sensación de novedad.

Así, decía Aguilar Camín, el México de los periódicos “es más o menos siempre el mismo México, más o menos siempre la misma noticia, más o menos siempre las mismas opiniones sobre las mismas noticias y el mismo México”. Un México en el que “el mundo, el ancho y sorprendente mundo, está por lo común ausente, refugiado en páginas interiores que apenas lo son. Lo mismo la cultura, la invención científica, la variedad interminable de la vida cotidiana”. Acto seguido, sin embargo, reparaba: “O será el efecto de oír repetidas las mismas cosas, matices más o menos, en tantos medios, por escrito y por hablado, en el inmenso murmullo de la comentocracia, a la vez diversa y unánime”.

Me interesa su argumento (sobre todo esa segunda parte relativa no tanto al México de los periódicos sino, más bien, al México de la comentocracia) porque encuentro en él, paradójicamente, tres atisbos de novedad.

La primera es que se trata de un argumento pensado no desde el púlpito sino desde la congregación, es decir, que trata de articular el punto de vista de quien consume más que el de quién produce opinión. Es el testimonio de un columnista que asume la condición de lector y da cuenta de la fatiga que como lector le provoca el infatigable blablablá de los columnistas.

La segunda es que en esa confesión de fatiga hay un asomo autocrítico, una tentativa de reflexionar con franqueza --“a calzón quitado” diría Mauricio Tenorio-- en torno a las patologías del propio oficio de opinar: a sus excesos, sus fatuidades, sus imposturas, sus naderías, a sus redundancias. Es una invitación a que quienes se ganan la vida ejerciendo la crítica no se abstengan de ejercer sus rigores también consigo mismos.

La tercera es el reconocimiento de que ese México de la comentocracia es un México  insoportablemente monótono (casi siempre habla de política), histérico (casi siempre está de malas) y de muy estrechos horizontes, que no sabe ver de lejos (más allá de nuestras fronteras) ni tampoco de cerca (al ras de lo local). Es un llamado a que los profesionales de la opinión asuman su responsabilidad con respecto al fatigoso estado de nuestra conversación pública.

Ojalá.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 6 de junio de 2011

lunes, 23 de mayo de 2011

De convicciones y consecuencias

Resulta extraña, por decir lo menos, la euforia que acusan los discursos recientes del Presidente Calderón. Por ejemplo, sus comentarios equiparando la Guerra de Intervención Francesa con los “desafíos” que enfrentamos hoy; su reproche a Estados Unidos por el “daño” que, según él, ha provocado la legalización del uso medicinal de la marihuana; su comparación con Winston Churchill; o su broma sobre cómo los únicos “shots” que reciben los turistas que vienen a México son de tequila.

Parece, pues, que la cifra de casi cuarenta mil muertos no le quita el sueño, que la correlación entre los “operativos conjuntos” y el aumento en el número de homicidios le tiene sin cuidado, que el dolor de las familias de las víctimas no lo toca. Él se mantiene imperturbable, se muestra seguro, insiste en que “la estrategia” es la correcta. Contra las críticas a las consecuencias de “su” guerra, el Presidente reitera la firmeza de su convicción: tenemos la razón, no vamos a titubear, es por el bien de México, hasta la victoria…

La escena recuerda, en mucho, a la distinción que hace casi un siglo propuso Max Weber entre la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”. La primera es una ética absoluta, del bien mayor, que valora los principios, que encuentra la justificación de un acto en la motivación que lo inspira. La segunda, en cambio, es una ética relativa, del mal menor, que valora las consecuencias, que encuentra la justificación de un acto en los efectos que éste produce.

Así, decía Weber, “cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así. Quién actúa conforme a una ética de la responsabilidad, por el contrario, toma en cuenta todos los defectos del hombre medio y no tiene derecho a suponer que el hombre es bueno y perfecto y no se siente en situación de poder descargar sobre otros aquellas consecuencias de su acción que él pudo prever”.

Y es que la ética de la convicción no sabe hacerse cargo de la “irracionalidad del mundo”, es decir, del hecho de que las mejores intenciones no siempre producen los mejores resultados.

El problema, advertía Weber, es que “el mundo está regido por los demonios y quien se mete en política, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad sólo lo bueno produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 23 de mayo de 2011 

lunes, 9 de mayo de 2011

Estábamos mejor con el otro Obrador

A fines de los años sesenta, en una obra pionera sobre la historia de las ideas en el siglo diecinueve mexicano, el gran historiador Charles A. Hale observó que la disputa ideológica entre liberales y conservadores fue una disputa que transcurrió “al interior de la élite social de México”. Señalaba con ello un hecho hasta entonces poco conocido o convenientemente desdeñado, a saber, que más allá de sus diferencias ambos bandos compartían “supuestos sociales que corrían a mayor profundidad que el conflicto liberal-conservador”.

Al decir “supuestos sociales” Hale se refería, fundamentalmente, a una solidaridad de clase: a una manera de mirar a México, de entenderlo y entenderse en él, desde una posición de mando y privilegio que implicaba, a su vez, una mezcla de desprecio por las clases populares y de miedo ante la posibilidad de que participaran en política. Así, por ejemplo, José María Luis Mora, ideólogo del primer liberalismo mexicano, escribió sobre la guerra de independencia sin que en su relato adquirieran ninguna relevancia los indígenas pues, en sus palabras, “ellos no constituían la colonia de que se trata”. O el mismo Mora, al fustigar la propensión anti-aristocrática de los hombres “educados en una clase inferior”, decía que en su envidia y resentimiento “mal entendían el odio a lo superior”.

En las conclusiones de aquel trabajo (traducido al castellano en 1972 como “El liberalismo mexicano en la época de Mora”) Hale supo advertir que dicho “conservadurismo social criollo” perduró, no obstante los enfrentamientos entre liberales y conservadores, a lo largo de todo el siglo XIX. Poco más de treinta años después, en su libro sobre la vida y obra de Emilio Rabasa, Hale mostró que aquella visión criolla alcanzó a subsistir, aunque maltrecha y a la defensiva, incluso a pesar del triunfo de la Revolución Mexicana.

Tengo para mí que desde hace algún tiempo asistimos en México a la resurrección del discurso criollo, o mejor dicho, al surgimiento de un nuevo criollismo en nuestra vida pública. Pruebas de ello las hay todos los días en la prensa, por ejemplo, en las campantes proclamaciones de que “la desigualdad no importa” (Luis González de Alba); en argumentos como el de que la causa de la pobreza es la “improductividad” o la “incapacidad” de los pobres (Arturo Damn); en prejuicios como que los trabajadores sindicalizados, o los estudiantes de universidades públicas, no son más que “parásitos” (Francisco Martín Moreno);  etcétera. Y tengo para mí, asimismo, que parte del éxito de una figura como Andrés Manuel López Obrador estriba, precisamente, en haber articulado un discurso de oposición contra ese México criollo.

Y es que allí estaba, según yo, el carisma de López Obrador como líder de izquierda: en que sabía convertir la pobreza en un tema político, hacer explícitos los antagonismos de clase, representar el sentimiento de agravio que engendra la desigualdad. Nadie como López Obrador había logrado hacer visible la existencia de ese nuevo criollismo en pleno siglo XXI.

De ahí que resulte tan desconcertante el viraje que acusan sus intervenciones recientes: la idea de que “lo material” es secundario, de que en el fondo lo fundamental es “contribuir a la formación de hombres y mujeres buenos y felices”. Porque una política que da prioridad a los “valores culturales, morales y espirituales” por encima de los salarios, los empleos, la educación, la vivienda o la salud,  es una política que quiere la purificación de las almas más que la redistribución de la riqueza, la bondad antes que el bienestar, la despolitización en lugar del conflicto. ¿En qué sentido es, entonces, una política de izquierda?

Estábamos mejor con el otro Obrador: el que hablaba más como Carlos Marx y menos como Juan Pablo II.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 9 de mayo de 2011

lunes, 2 de mayo de 2011

La mundana verdad de los muertos

Hace algunas semanas estuvo en la Ciudad de México Arcadi Espada, profesor en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, conocido entre otras cosas por su severa crítica contra el llamado “nuevo periodismo”: una corriente que ha buscado combinar la imaginación literaria con la técnica periodística, escribir historias como si fueran “novelas de no ficción” (Truman Capote), redefinir el oficio como el de contar “cuentos que son de verdad” (Gabriel García Márquez).

Su argumento, en una nuez, es que literatura y periodismo son incompatibles. Porque mientras la  verdad de la literatura es ficticia (Mario Vargas Llosa la ha llamado “la verdad de las mentiras”), la verdad del periodismo es fáctica (admite sólo cinco preguntas fundamentales: qué, quién, cuándo, cómo y dónde). No hay, pues, medias tintas: o se hace una cosa o se hace la otra.

No sé si estoy de acuerdo, en general, con lo tajante de la distinción que propone Espada. Pero no importa. Porque en el caso concreto del periodismo mexicano de hoy, en el contexto de la llamada “guerra contra el crimen organizado”, esa crítica suya contra las concesiones creativas, esa exigencia básica de frialdad, esa cruzada en defensa de los hechos, resulta absolutamente indispensable. Y es que, como lo dejó apuntado en su bitácora el propio Espada, “un lugar en donde en seis años han asesinado a cuarenta mil personas, aprox., las licencias están acabadas. La verdad no es un imperativo moral, sino de pura supervivencia”.

No se trata de una verdad profunda ni trascendental sino, más bien, de la mundana verdad de los muertos: ¿Quiénes eran? ¿Quién los mató?

Hablando desde la experiencia española en la lucha contra el terrorismo, Espada advierte que la derrota de ETA hubiera sido imposible “sin ese mínimo pegamento emocional que trajo el conocimiento de las víctimas”. Un conocimiento que en el caso mexicano pasaría, primero, por dejar de hablar de las víctimas en términos exclusivamente cuantitativos, por rescatar sus nombres del anonimato de la estadística; y, segundo, por adjudicar la responsabilidad de sus muertes, es decir, por renunciar a la equívoca ambigüedad de términos como “la guerra”, “el narco” o “la violencia” al referirnos a ellas.

Las autoridades han repetido una y otra vez la versión de que alrededor del 90% de los casi cuarenta mil muertos son resultado de “ajustes de cuentas” al interior o entre las propias “bandas” del “crimen organizado”. No existe, sin embargo, ninguna lista que consigne sus nombres ni dé cuenta de si se han investigado sus muertes. Siguiendo a Espada habría que preguntar, entonces, ¿de dónde sale, en qué se basa, esa cifra del 90%? 

Porque si no sabemos quién muere ni quién mata… no sabemos nada. Es como si los muertos no fueran de verdad. Literatura. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razónlunes 25 de abril de 2011

lunes, 18 de abril de 2011

De intelectuales y cosas peores…

Hace un par de semanas Jacobo Zabludovsky publicó, en El Universal, una extraña columna en la que, por un lado, fue pródigo en elogios para el rector de la UNAM; y, por el otro, no escatimó en descalificaciones al “Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia” y en insultos a quienes lo impulsaron.

Confieso, de entrada, que yo tampoco entiendo qué tiene que ver una cosa con la otra. Bueno,  salvo por el hecho de que el propio rector Narro fungió como el primero de los testigos que avalaron dicho Acuerdo—detalle que Zabludovsky omite o ignora, pero que según su caracterización ubicaría al rector en el bando de los que “se sientan a las mesas de los ricos y famosos, extreman su autobombo en los medios que los favorecen y se favorecen de ellos, registran en la opinión pública su denominación de origen y comprueban que en su mercado, como en el de las monedas, la falsa desplaza a la genuina”.

Pero dejemos al rector de la UNAM a un lado. Concentrémonos, mejor, en la peculiar interpretación que hace Zabludovsky del Acuerdo y en sus ataques contra quienes lo promovieron.

Dice don Jacobo que el Acuerdo pretende “imponer modalidades y límites a la información que más preocupa a los mexicanos y más incomoda al gobierno: la de la inseguridad que ha producido 35 mil muertos”, so pretexto de lo cual se creará un órgano ciudadano de observación cuyos alcances pueden “ir de la paternal tutela a la oscura frialdad de los calabozos, pasando por la muerte mediática de los pecadores”. Yo he leído el texto del Acuerdo y francamente no entiendo de dónde saca Zabludovsky eso de la imposición, la censura, el paternalismo, los calabozos, la muerte mediática, los pecadores… como no sea de su imaginación o su nostalgia. O sea, con todo respeto.

Otra cosa es el uso que han querido darle los propios medios al Acuerdo, el prematuro afán festivo con que lo anunciaron (celebrándose la intención antes que los resultados), el marco burdamente propagandístico en que lo echaron a andar (más autocomplaciente que autocrítico, más de ostentación que de reflexión). No obstante, todo ese montaje publicitario es meramente accesorio. Lo fundamental es el texto y, esperemos, sus consecuencias: el reconocimiento explícito de la responsabilidad pública de los medios, el compromiso de adoptar criterios editoriales para no hacerle el juego al crimen organizado. No confundamos, pues, el aliento con las cornetas.

Pero Zabludovsky va más allá. Acusa a “esos intelectuales” (no dice nombres) aglutinados en torno al Acuerdo de “convertir su intelectualidad en una manera de corretear los frijoles, sacar para la papa, ganarse el taco, conseguir la chuleta, completar el chivo”. Es decir, los tilda de vendidos. Luego les espeta esto: “Los intelectuales al servicio de los poderes traicionan su vocación de contrapesos, de ubicarse en la crítica como posición irrenunciable, de ser voces de protesta y no de justificación de las injusticias”. Y, finalmente, remata con una lista de grandes intelectuales que según él sí “supieron aportar su privilegio cultural a la corrección de las conductas antipopulares”: Justo Sierra, José Vasconcelos, Manuel Gómez Morín, Jesús Silva Herzog, Narciso Bassols y Vicente Lombardo Toledano.

Confieso que encuentro algo divertido en leer a Jacobo Zabludovsky pontificando sobre lo que es o no es ser un vendido, estar o no “al servicio de los poderes”, hablar de contrapesos, de crítica, de “voces de protesta”. Digo, todos tenemos derecho a reinventarnos pero, caray, ¿no es un poco demasiado? Ciertamente no seré yo quien describa a nuestros profesionales de la opinión como próceres ejemplares; sin embargo, en el caso específico de su apoyo al Acuerdo en cuestión no encuentro, la verdad, nada indigno ni reprochable ni injusto ni antipopular.

Llama la atención, por lo demás, que todos los que figuran en la lista de intelectuales modelo que menciona Zabludovsky hayan sido políticos, funcionarios, ideólogos, hombres de partido. Quizás fueron gigantes, cada uno a su manera, mas ninguno fue, estrictamente hablando, ajeno al poder. Hubo otros que sí lo fueron pero, aparentemente, Zabludovsky no los conoce. Será que de esos no salían en 24 Horas.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 11 de abril de 2011

lunes, 28 de marzo de 2011

Renunciar al columnismo

Hace un par de semanas Frank Rich, colaborador del New York Times por más de tres décadas (de 1980 a 1993 como crítico de teatro y de 1994 a 2011 como editorialista político), anunció que renunciaba a su espacio semanal en dicho diario. “No me gusta lo que la implacable producción de columnas le ha hecho a mi escritura”, confesó. Las restricciones y los ritmos del periodismo de opinión han hecho “que me aburra de mi propia voz”.

Y es que la rutina del columnismo, dijo, obliga a opinar con una seguridad que uno muchas veces no tiene, a hacer como si le preocuparan temas que en realidad no le importan, a pasar por encima de los matices para llegar a una conclusión inequívoca. Yo aspiro, concluyó Rich, “a escribir más reflexivamente, con mayor detenimiento […] y sin sentirme a merced de las exigencias frecuentemente histéricas del ciclo mediático. Uno que otro columnista ha sabido mantener el porte literario a lo largo de su carrera, pero los que se quedan por demasiado tiempo corren el riesgo de volverse blandos o chillones. Yo prefiero renunciar antes que sucumbir a ello”.

Asimismo, hace un par de días Bob Herbert, editorialista político del mismo diario durante casi veinte años, anunció que también renunciaba: “Desde hace tiempo anhelo ir más allá del encogido formato de la columna de opinión, de su rígido límite de 800 palabras, e involucrarme en esfuerzos más amplios y versátiles […] Quiero escribir más extensiva y agresivamente sobre las injusticias que padecen las clases trabajadores, los pobres y muchos otros en nuestra sociedad que se encuentran en el lado equivocado del poder”.

No ocurre todos los días que dos venerables veteranos del mejor periodismo de opinión abandonen las páginas de un periódico como el New York Times. Y aunque ambos lo hicieron en términos por demás cordiales (al menos públicamente), su partida coincide con un proyecto de “reinvención” del diario que incluye, entre muchas otras cosas, ponerse al día con lo que sus artífices (Bill Keller y Andrew Rosenthal) han denominado la “explosión de opiniones” provocada por internet. De ahora en adelante, advirtieron, habrá “más voces, videos, gráficos, arte e ilustraciones, más interacción social. Más de todo”.

Por un lado, Rich y Herbert abandonan sus columnas en busca de espacios de reflexión “menos estrechos”; por el otro, Keller y Rosenthal ponen en marcha una renovación que promete una oferta editorial “más amplia”. Evidentemente no están hablando de lo mismo: lo que los primeros encontraron demasiado estrecho no es lo que los segundos se proponen ampliar.

No creo que se trate de un caso único. Más bien, me parece que en general la conversación pública en todo el mundo va hacia allá: más voces, más volumen, más opiniones, más cortas, más inmediatas, más tajantes. Más, más y más: el estridente blablablá de esa irrealidad que es la “realidad mediática” (Enrique Vila-Matas dixit).

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 28 de marzo de 2011

lunes, 14 de marzo de 2011

Egiptología de ocasión II

Vuelvo a un tema sobre el que escribí hace algunas semanas: la epidemia de opiniones al vuelo en torno a las revueltas populares de Túnez, Egipto, Libia y otros países. Y vuelvo porque aunque las revueltas hayan perdido ya buena parte de la atención que atrajeron en un principio (así pasa cuando las cosas se complican), creo que todavía queda mucho por aprender del episodio mediático suscitado en torno a ellas.

Pienso, por ejemplo, en el hecho de que ni siquiera los periódicos de mayor prestigio internacional fueron del todo inmunes al opinionismo, en que ni siquiera la comentocracia “global” supo darse la pausa necesaria, tomarse la distancia suficiente, para ponderar los hechos con un mínimo de perplejidad. Para muestra, dos botones.  

Primero, un comentario de Timothy Garton Ash en The Guardian, digno de figurar en los abultados anales del etnocentrismo europeo. ¿Qué está en juego en la plaza Tahrir de El Cairo? El futuro de Europa. ¿Qué pasa si las revueltas evitan la deriva islamista? Una nueva modernidad permitirá a éstos jóvenes árabes desempleados cruzar libremente el Mediterráneo para encontrar trabajo y así financiar los sistemas de pensiones de las envejecidas economías europeas. ¿Y si las revueltas fracasan y surgen nuevas autocracias?  Habrá uno, dos, tres Iránes y decenas de millones inundarán Europa con sus patologías de la frustración. ¿Qué hace falta? Gente que haya estado ahí, que sepa el idioma, que conozca su historia; el hecho de que haya tan pocos corresponsales y especialistas en el terreno es una prueba de la indiferencia de los europeos para con su patio trasero. Es decir que, en el  fondo, el norte de África y el Medio Oriente no son más que escenarios; el protagonista de la historia siempre es Europa.

Segundo, una columna de Thomas Friedman en el New York Times en la que se pregunta por las causas de los levantamientos en el mundo árabe. Las explicaciones que remiten al autoritarismo de sus gobiernos, al aumento en el precio de los alimentos o las altas tasas de desempleo entre los jóvenes no lo convencen del todo, por lo que nos presenta una lista de las “fuerzas-no-tan-obvias” (léase sacadas -de-la-manga) que, según él, han inspirado a los rebeldes: entre otras, que el presidente de Estados Unidos sea negro y su segundo nombre sea Hussein, que algunos bareiníes puedan ver las mansiones de los al-Khalifa en Google Earth, que prospere la lucha contra la corrupción en Israel o que China haya hospedado las olimpiadas del 2008. A este paso, en una próxima entrega míster Friedman nos endosará una reflexión sobre cómo la permanencia de Muammar Gaddafi en el poder es consecuencia del efecto desmoralizador que entre los rebeldes libios produjo la noticia del divorcio de Lucerito.

Ni hablar, en este espacio generalmente dedicado a la crítica de la comentocracia mexicana, esta vez no queda más que concluir que en todas partes se cuecen habas.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 14 de marzo de 2011

lunes, 28 de febrero de 2011

Narco-socialité

Curioseando en un puesto de revistas me topo con dos publicaciones, una al lado de la otra, que me provocan una extraña impresión: hay muchos contrastes evidentes entre ambas pero quizás haya también, y esto es sobre lo que me interesa elaborar, algo más de fondo que pareciera hermanarlas. La primera es la revista Quién; la segunda, el semanario Proceso.

La aparición de una revista como Quién, en una sociedad tan desigual como la mexicana y en la que las familias de dinero solían tener el recato de no ostentarlo muy abiertamente, fue uno entre múltiples síntomas del profundo cambio cultural que gobernó las últimas décadas del siglo XX. Un cambio cultural que también se manifestó, por ejemplo, en el ocaso de la Revolución Mexicana como un referente histórico positivo, en la representación de la empresa privada como modelo de organización social, en el surgimiento de “la inseguridad” como tema político, en el creciente desprestigio de la educación pública, etcétera. Un cambio cultural, en suma, que bien podríamos denominar con el título de un brillante libro de Christopher Lasch: La rebelión de las élites (Barcelona, Paidós, 1996).

Así, el proyecto de la revista Quién ha consistido, precisamente, en tratar de darles un rostro amable a esas familias de dinero que dejaron de reconocerse en el país; en otorgarles un espacio privilegiado para presentarse ostentosamente en público; en legitimar, convirtiéndolas en celebridades, su papel como élites en rebeldía.

En años recientes la trayectoria editorial del semanario Proceso ha sido, por el contrario, uno entre múltiples síntomas de un cambio que nunca acabó de cristalizar: la metamorfosis de nuestra vieja prensa de oposición en una nueva prensa democrática. Su estilo estridente y contestatario, su afán por llevar la contra en todo y a toda costa, su apuesta por la denuncia antes que por la crítica, su proverbial insidia en el manejo de la información, su opacidad en la acreditación de fuentes, son resabios periodísticos de un tiempo que ya no es el nuestro. 

Últimamente llaman la atención, sobre todo, su rechazo a la llamada “estrategia gubernamental” desde un punto de vista que por momentos pareciera el de la “resistencia” del propio crimen organizado, su empeño en mostrar el “lado humano” de la delincuencia, su franca fascinación con el narcotráfico como modo de vida: capos de tal o cual cártel en la portada, crónicas en torno a sus leyendas, reportajes de sus vínculos familiares y de negocios, fotografías de sus armas, sus fiestas, sus propiedades...

En fin, en ocasiones da la impresión de que Proceso quisiera ser la Quién de esas otras “élites en rebeldía”, de que su proyecto fuera convertirse en la revista de nuestra narco-socialité.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 28 de febrero de 2011

lunes, 14 de febrero de 2011

Egiptología de ocasión

Durante las últimas semanas hemos padecido un auténtico asedio de opiniones al vuelo en torno a Egipto: opiniones para las que todo está clarísimo, adictas al lugar común lo mismo que al prejuicio islamofóbico, que insisten en querer ceñirle a la novedad el corsé de lo conocido.

Veamos, por ejemplo, el caso de Leo Zuckermann en Excélsior. De entrada, toca base: “Para todos los que creemos que la democracia es el mejor de los regímenes políticos, resulta muy alentador ver las protestas en las calles en contra de la dictadura de Hosni Mubarak”. Acto seguido, sin embargo, empiezan los peros.

Primero, por la Hermandad Musulmana. Si las protestas derrocan a Mubarak y se llama a elecciones democráticas ¿quién ganaría?, se pregunta Zuckermann: “Muy probablemente […] la Hermandad Musulmana. Dicha organización pretende instaurar un régimen islamista en Egipto y, para ello, utilizaría un discurso populista de derecha apelando a los sentimientos nacionalistas y religiosos de los 70 millones de egipcios que viven en la pobreza. Esta población, no la sociedad occidentalizada que quiere una democracia, sería la que decidiría el rumbo político de Egipto”.

Segundo, por el fantasma de la revolución iraní: “En el mundo islamista ya hemos visto la película de una supuesta rebeldía democrática que termina en un régimen autoritario fundamentalista. Ahí está, por ejemplo, el caso de Irán. El movimiento que depuso en 1979 a un dictador, el sha Mohammad Reza Pahlevi, terminó en un referéndum donde se proclamó una república islámica gobernada por las reglas del Corán y el clero que las aplica. ¿Podría pasar lo mismo en Egipto? Sin duda”.

Tercero, por las consecuencias para Israel: “Hay que recordar que el ejército egipcio es uno de los más poderosos de la región. No hay que ser magos para adivinar qué harían los fundamentalistas con estas fuerzas armadas en un país vecino a Israel”.

Para terminar, entonces, mete reversa: “lo que está sucediendo en Egipto no debe ser motivo de celebración sino más bien de mucha preocupación”.

Veamos ahora, como contrapunto, las opiniones de tres especialistas.

Sobre la Hermandad Muslumana, Carrie Rosefsky Wickham (especialista en Egipto de la Universidad de Emory) en Foreign Affairs: la imagen de la Hermandad Musulmana como un grupo de fanáticos ávidos de hacerse del poder e imponer su versión de la sharia “es una caricatura que exagera ciertos rasgos de la Hermandad y desdeña la magnitud de los cambios que dicho grupo ha experimentado a lo largo del tiempo […] Con un registro de casi 30 años de comportamiento (aunque no de retórica) responsable y una fuerte base de apoyo, la Hermandad Musulmana se ha ganado un lugar en la mesa de la era post-Mubarak. Ninguna transición democrática puede tener éxito sin ella”.

Sobre el supuesto parecido con Irán en 1979, Olivier Roy (especialista en estudios islámicos del Instituto Universitario Europeo) en Le Monde: los protagonistas de estas protestas son “una generación post-islamista”. Las grandes revoluciones de los años setenta y ochenta no son para ellos más que “historia antigua”. Esta nueva generación no es tan ideológica, “sus consignas son pragmáticas y concretas, no apelan al Islam como las de sus predecesores” sino que “expresan, sobre todo, su rechazo a las dictaduras corruptas y su demanda por democracia”. Para ellos, el Islam no constituye una ideología política capaz de mejorar las cosas. Más aún, “son nacionalistas pero no promueven el nacionalismo […] No designan a Estados Unidos ni a Israel como los causantes de los males del mundo árabe”. En resumen, lejos de estar condenados a repetirla, “han aprendido las lecciones de su propia historia”.

Y sobre las consecuencias para Israel, Marta Tawil (especialista en Medio Oriente de El Colegio de México) en entrevista con Notimex: “Es probable que para recuperar credibilidad y prestigio el gobierno de transición adopte una posición más autónoma en temas clave de política exterior y de seguridad regional, como es el conflicto israelí-palestino. Pero no veo problemas serios con Israel. No veo que vayan a tirar a la basura el tratado de paz bilateral. Egipto perdería muchísimo”.

He ahí la diferencia, digamos, entre las juiciosas voces de los expertos en Medio Oriente y la incontinente palabrería de los expertos en “medio orientar” (Antonio de la Cuesta dixit).

Aristeguiana. ¿No estaremos confundiendo la libertad con los micrófonos?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 14 de febrero de 2011