martes, 6 de noviembre de 2012

De gritones y aguafiestas II


La semana pasada ocurrió una polémica interesante en Estados Unidos. Nate Silver, el joven maravilla de las predicciones electorales que dirige el blog fivethirtyeight.com en la página del New York Times, retó públicamente a Joe Scarborough, el conocido excongresista que conduce el programa Morning Joe en MSNBC, a una apuesta: “si crees que la elección es un volado, apostemos. Si gana Obama, tú donas mil dólares a la Cruz Roja. Si gana Romney, los dono yo. ¿Es un trato?”

El reto fue en respuesta a que Scarborough quiso mofarse de la cifra que Silver dio a conocer ese día: “Nate Silver dice que hay un 73.6% de probabilidad de que el presidente gane. Pero nadie en la campaña de Obama cree que tienen un 73.6%, creen que tienen un 50.1% de probabilidad de ganar. Y si hablas con la gente de Romney es lo mismo. Ambas partes entienden que la elección está reñida y que puede decidirse en cualquier sentido. Todos aquellos que piensen que la carrera no es un volado en este momento son ideólogos que deberían mantenerse alejados de las máquinas de escribir, las computadoras o los micrófonos en los próximos diez días. Porque son una burla”.

El intercambio generó incontables reacciones en redes sociales y medios de comunicación, mismas que evidenciaron que la polémica no se trata sólo de un choque entre dos personalidades sino, más aún, de una disputa por la autoridad en la conversación pública.

Por un lado, Silver usa un modelo estadístico que agrega y pondera encuestas, perfiles sociodemográficos y antecedentes históricos para calcular lo que realmente vale: la probable composición del colegio electoral según la intención de voto en cada estado. Por el otro, Scarborough se refiere al ambiente que prevalece al interior de las campañas presidenciales para comentar lo que realmente vende: que los sondeos de intención de voto a nivel nacional reportan casi un empate.

La figura de Silver evoca la autoridad de un científico: datos, fórmulas, conocimiento. La de Scarborough, la de un insider: acceso, información privilegiada, astucias. El negocio de Silver es procesar complejidad y hacer estimaciones. El de Scarborough es decir vaguedades y mantener el suspenso. Silver trata de domar la incertidumbre anticipando los resultados. Scarborough trata de lucrar con la incertidumbre para subir los ratings.

La ventaja que tienen los aguafiestas como Silver es que producen información sólidamente fundamentada. Su desventaja es que mucha gente no entiende de estadística. La ventaja que tienen los gritones como Scarborough es que mucha gente les entiende. Su desventaja es que lo suyo, francamente, es más entretenimiento que información.

En cualquier caso, la elección no es un volado. Obama tiene, según el cálculo de Silver de ayer, una probabilidad de 85.1% de ganar. Pero la disputa por la autoridad en la conversación pública estadounidense es, esa sí, de pronóstico reservado.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 5 de noviembre de 2012

Coda. El "De gritones y aguafiestas" I puede leerse aquí.

lunes, 29 de octubre de 2012

"Pluris": premisas vs. evidencia

Hace algunas semanas se presentaron en la Cámara de Diputados dos iniciativas. Una del PAN para eliminar la figura de los legisladores plurinominales y otra del PRI para reducir 100 curules plurinominales en Cámara de Diputados y 32 en el Senado. Las premisas de las que parten dichas iniciativas son, básicamente, tres: que en México tenemos demasiados legisladores, que nuestro Congreso es muy caro y que entre menos legisladores haya más fácil será llegar a acuerdos. Veamos la evidencia al respecto.

¿Es cierto que en México tenemos demasiados legisladores? Consideremos dos maneras de responder. Una es calcular la proporción de diputados por cada 100 mil habitantes en países que tienen, como México, un sistema electoral mixto (en el que una parte de los legisladores se elige por mayoría relativa y otra por representación proporcional). Javier Aparicio  ha hecho ese cálculo. De una muestra de 33 países, México (0.5) quedó en el lugar 30, con una proporción sólo mayor a la de Japón (0.4), Rusia (0.3) y Filipinas (0.3). Otra manera es calcular la proporción de legisladores electos por representación proporcional --lo que conocemos comúnmente como “pluris”—en el Congreso. El mismo estudio de Aparicio muestra que México queda en el lugar 12 de 33, con una proporción (40%) ligeramente por encima del promedio internacional (31%). No es cierto, pues, que ni como proporción de diputados por cada 100 mil habitantes ni como proporción de “pluris” en el Congreso, México tenga demasiados legisladores.

¿Es cierto que en México tenemos un Congreso muy caro? Consideremos dos maneras de responder. Una es calcular el presupuesto asignado al Poder Legislativo como porcentaje del presupuesto nacional. Según un estudio de  María Amparo Casar, en México dicho porcentaje equivale al 0.3%, cifra que está por debajo del promedio regional latinoamericano, que es de 0.5%. Otra manera es dividiendo el gasto anual del Congreso entre el número de habitantes del país. El mismo estudio de Casar muestra que, en ese sentido, en México gastamos en el Congreso alrededor de 7 dólares al año por habitante, mientras que el promedio latinoamericano es de 12. No es cierto, pues, que ni como porcentaje del presupuesto nacional ni por gasto anual en el Congreso por número de habitantes, México tenga un Congreso muy caro.

¿Es cierto que un número menor de legisladores podría traducirse en que haya más acuerdos en el Congreso? No. Porque, para bien o para mal, los legisladores no votan cada uno conforme a su conciencia ni consultando a los habitantes de sus distritos. Votan, más bien, en bloque, según la línea que definen las dirigencias partidistas. Y estudio tras estudio (Lujambio, Nacif, González Tule, García Martínez) muestra que el voto de los legisladores en México, salvo ligeras variantes, es un voto altamente disciplinado, que en términos generales oscila alrededor del 90%. No es cierto, pues, dada la alta disciplina partidista que hay en el Congreso mexicano, que reducir el número de legisladores facilitaría la posibilidad de lograr más acuerdos.

Hace casi veinte años Giovanni Sartori se preguntaba, a propósito de los malestares en la democracia y las reformas institucionales: “¿realmente sabemos qué es lo que se necesita cambiar y cómo cambiarlo?”. La respuesta era entonces, y aparentemente sigue siendo ahora, “un rotundo no”.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 29 de octubre de 2012.

lunes, 15 de octubre de 2012

Premiar a un plagiario


Al tratar de justificar su polémica decisión de entregar el premio FIL 2012 a Alfredo Bryce Echenique los integrantes del jurado, primero en un comunicado conjunto y luego Jorge Volpi a título individual, han echado mano de dos argumentos. Uno es que las acusaciones de plagio competen únicamente a los tribunales del “ámbito penal” y no a quienes juzgan méritos literarios. El otro es que los artículos periodísticos de un autor no forman parte de su “obra narrativa”.

Veamos. En primer lugar, sobre Bryce pesan no acusaciones de plagio sino plagios confirmados y sancionados por el INDECOPI, la autoridad en materia de protección a la propiedad intelectual en el Perú (véase http://bit.ly/OZGHon). Bryce firmó y cobró como propios decenas de textos que no escribió él, a veces sin cambiarles ni una coma, a veces con modificaciones mínimas, pero en todos los casos haciéndose pasar como autor de obra ajena. Seamos claros: lo de Bryce no son “acusaciones”, son plagios enteramente comprobables (véase http://bit.ly/QWYET7) y comprobados.

En segundo lugar, ¿cómo explicar que quienes tienen la encomienda de valorar los méritos de un autor se abstengan de considerar el hábito que tiene dicho autor de atribuirse una y otra vez el trabajo de otros autores? ¿Qué significa que Calin-Andrei Mihailescu, Jorge Volpi, Julio Ortega, Leila Guerrero, Margarita Valencia, Mark Millington y Mayra Santos-Febres hayan decidido premiar, por unanimidad, a quien al ser confrontado por sus plagios responde cosas como “el plagio es incluso un homenaje”, “estoy muy viejo, tengo derecho a perder la memoria” o “he ganado lectores, mis libros últimamente se han vendido más que nunca”? ¿Cómo llamar al hecho de que un jurado literario afirme que el plagio es un asunto legal que no le incumbe, como si no tuviera implicaciones artísticas ni éticas? Se me ocurre una palabra: complicidad.

Y en tercer lugar, si decidimos que la obra periodística (entendida como no ficción o como la que se difunde a través de publicaciones periódicas) no forma parte de la obra literaria, ¿qué hacemos con el doctor Johnson, William Hazlitt, Mark Twain, Jack London, Edmund Wilson, George Orwell o Joan Didion? ¿Con Mariano José de Larra, Leopoldo Alas “Clarín”, Julio Camba, Ortega y Gasset, Josep Pla, Carmen Martín Gaite o Francisco Umbral? ¿O con Fernández de Lizardi, Guillermo Prieto, Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Gutiérrez Nájera, Micrós, Salvador Novo, Ricardo Garibay, Jorge Ibargüengoitia, Carlos Monsiváis o Alma Guillermoprieto? ¿Qué historia, qué tradición, qué literatura avalan ese deslinde? Mejor hubieran dicho que no tomaban en cuenta la obra periodística de Bryce porque al fin y al cabo ni es suya.

Volpi y el jurado argumentan que la obra de Bryce está “más allá de las acusaciones”. Entendámoslos: ellos no se pronuncian con respecto al plagio, sólo están premiando al plagiario.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 15 de octubre de 2012

lunes, 1 de octubre de 2012

Derecha y derechos


Vuelvo a un tema del que ya me he ocupado en un par de entregas anteriores; a ese fenómeno que, a falta de un mejor término, propuse denominar “estado de derechismo”: una visión de lo público en la que se conjugan conciencia de clase y afán punitivo; una idea del derecho que lo reduce, básicamente, a poca regulación y muchas cárceles; un modelo que ofrece mano invisible en las cuestiones económicas y mano dura en la cuestión social.

Vuelvo por dos motivos. El primero es la reforma laboral recientemente aprobada en la Cámara de Diputados; el segundo, el libro más reciente de Pedro Salazar, Crítica de la mano dura. Cómo enfrentar la violencia y preservar nuestras libertades (Océano, 2012). 

La iniciativa de reforma laboral enviada por el Presidente Calderón se dividía, fundamentalmente, en dos partes: la económica, que buscaba la flexibilización del mercado de trabajo; y la política, que buscaba la democratización de los sindicatos. La económica terminó aprobándose prácticamente como llegó, pero de la política no quedó prácticamente nada. Y ni en la versión original ni en la final hubo una parte social, digamos, que procurara ampliar o mejorar los derechos de los trabajadores (creando, por ejemplo, un seguro de desempleo, un nuevo sistema de justicia laboral o disposiciones para contrarrestar la precarización del trabajo). El resultado será, entonces, un mercado laboral no necesariamente más flexible, pues como ha argumentado Ciro Murayama en la práctica ya lo es, sino más desregulado; dirigencias sindicales tan poco democráticas y tan opacas como antes pero ahora además crecidas por haber derrotado el embate; y una clase trabajadora que queda más a la intemperie del libre mercado pero no por ello liberada de “líderes” que ni responden a sus intereses ni le rinden cuentas.

El libro de Pedro Salazar ofrece una inquietante reflexión sobre cómo la sensación de inseguridad, el miedo al crimen y la impotencia ante la impunidad han engendrado entre nosotros una doble pulsión autoritaria: por un lado, una furiosa exigencia de demostrar fuerza antes que de respetar derechos; por el otro, una franca intolerancia que equipara cualquier crítica a la estrategia de combate a la delincuencia con una apología del delito. El resultado, argumenta Salazar, es una política de “excepción institucionalizada”, pensada más en términos bélicos que jurídicos, que plantea la seguridad pública exclusivamente en términos de restaurar orden, no de impartir justicia, y cuya principal objetivo es tener mejores policías, no contar, además, con mejores juzgados.

En lo laboral, más mercado y mismo sindicalismo. En seguridad pública, más policías y mismo sistema de justicia. Ese es el estado de derecho de la derecha: uno en el que, salvo por los derechos de propiedad, no importan los derechos.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 1 de octubre de 2012

lunes, 17 de septiembre de 2012

Izquierda y derecho


En México nos hemos acostumbrado a que ser de izquierda signifique preocuparse mucho por la justicia pero poco por el derecho; a que ser de izquierda suponga aglutinarse en torno a un liderazgo carismático antes que articular una agenda de reformas institucionales; a que ser de izquierda implique más quejarse de las leyes y protestar contra los funcionarios que las interpretan que hacerse cargo de haber apoyado esas mismas leyes y a esos mismos funcionarios.

Es una costumbre que tiene sus razones, desde luego, pero que cada vez tiene menos razón de ser. No porque la izquierda tenga que dejar de hacer oposición sino, más bien, porque ya tendría que hacerse cargo de que también ha sido y es gobierno.

Primero, porque ya es hora de que la izquierda asuma que puede haber derecho sin justicia pero no justicia sin derecho. Es cierto que en demasiadas ocasiones el imperio de la ley sirve como coartada para proteger intereses oligárquicos; pero es igualmente cierto que el imperio de la ley resulta indispensable para darle institucionalidad, continuidad y autonomía, a cualquier proyecto democrático de transformación social. El derecho puede ser un instrumento de clase o un recurso para la emancipación. Que la izquierda lo siga criticando cuando sea lo uno, pero que se lo tome en serio cuando pueda ser lo otro.

Segundo, porque una izquierda que apuesta más por la fuerza de sus figuras personales que por el potencial de sus propuestas de reforma es una izquierda que subordina la posibilidad de implementar su programa a la popularidad de su caudillo en turno. Dicho de otro modo, una izquierda que pone el énfasis en cambiar a las personas que nos gobiernan y no en cambiar la estructura gubernamental, es una izquierda que aspira a gobernar pero que difícilmente podrá cambiar la forma en que se gobierna. Porque ese cambio no depende, no puede depender, de que nos gobierne “gente buena”; depende, en todo caso, de que contemos con los mecanismos y las capacidades institucionales para hacer que quienes nos gobiernen se “porten bien” –es decir, de que si se “portan mal” haya sanciones efectivas.

Y tercero, porque de nada sirve que la izquierda participe en el proceso legislativo o que tenga voz y voto en los órganos que nombran, por ejemplo, consejeros del IFE o magistrados del TEPJF o ministros de la SCJN, si la izquierda luego no se asume al menos corresponsable ni de las designaciones ni de las leyes por las que ella misma ha votado.

Se vale criticar, se vale impugnar, se vale protestar. Lo que no se vale es  que la izquierda haga como si no tuviera nada que ver con aquello que critica, que impugna o que protesta. El derecho es de quien lo trabaja. Un poquito de… por favor.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 17 de septiembre de 2012

lunes, 3 de septiembre de 2012

López Obrador: el político

Quizás nos vendría bien dejar de hablar como hablamos de Andrés Manuel López Obrador. Quiero decir, dejar de hablar de él en términos de su mesianismo o su carisma, de si encarna un regreso al pasado o un cambio verdadero, de si al desconocer la sentencia del Tribunal se convierte en un enemigo o en un defensor de la democracia…

Ocurre que casi siempre hablamos desde las pasiones que despierta su figura, no desde una valoración estrictamente política de su desempeño. Y hace falta esa valoración no para redimirlo ni para deturparlo sino, más bien, para tratar de entenderlo como lo que es: un político.

La estrategia postelectoral de López Obrador en 2006 representó un costo en el corto plazo pero una ganancia en el largo. El costo estuvo en el deterioro de su imagen pública y en la caída de la fuerza electoral de las izquierdas. Pero la ganancia estuvo en su capacidad de mantener movilizadas a sus bases y, así, seguir vivo políticamente. Sus “negativos” se dispararon y el voto de las izquierdas cayó; pero a pesar de haber perdido una elección que tenía ganada, de no ocupar un puesto en la administración pública ni en el Congreso ni en ningún partido y de que un grupo contrario al suyo (los llamados “Chuchos”) se hizo del control burocrático del PRD, López Obrador mantuvo su liderazgo dentro de las izquierdas. Al grado de que, a fines del 2011, logró ganarle la candidatura al Jefe de Gobierno en funciones.

Su campaña presidencial de 2012 fue un éxito: López Obrador comenzó en un distante tercer lugar y terminó en segundo, a menos de 7 puntos del candidato ganador. La “opinión efectiva” sobre él repuntó, su intención de voto volvió a niveles competitivos y las izquierdas obtuvieron un muy buen saldo electoral.

La pregunta, entonces, no es por qué opta ahora por un camino tan parecido, aunque no idéntico, al de hace seis años. La pregunta, en todo caso, es por qué no habría de hacerlo, sobre todo cuando ya sabe que los costos pueden revertirse y las ganancias consolidarse. Mientras haya un electorado que lo vote como lo votó en julio pasado, ¿es realmente razonable esperar que adopte una estrategia distinta?

La presidencia constitucional dura sólo seis años. Pero la “legítima”, con el veredicto de las urnas mediante, puede durar varios sexenios.

-- Carlos Bravo Regidor 
La Razón, lunes 3 de septiembre de 2012