lunes, 20 de diciembre de 2010

Una evasión inquietante

La semana pasada el Presidente Felipe Calderón entregó el Premio Nacional de los Derechos Humanos 2010 a Isabel Miranda de Wallace. En varios medios y espacios de opinión se comentó, ampliamente, su historia: el secuestro y asesinato de su hijo Hugo Alberto, su cruzada por encontrar sus restos e impedir que los responsables quedaran impunes, sus aportaciones mediante la asociación Alto al secuestro.

Algunos incluso la propusieron como “personaje del año” (Leo Zuckermann); como “la ciudadana que, por su dolor y su lucha, encarna mejor la década que termina” (León Krauze); como un ejemplo a seguir porque “¡si todos fuéramos como Isabel no habría un secuestrador libre en nuestras calles!” (Denise Maerker).

En su discurso durante la entrega del Premio, el Presidente Calderón recordó que su primera reflexión al ver los anuncios a través de los cuales la señora ofrecía recompensas fue “ojalá lo encuentre”. Calificó el caso como “una poderosa fuente de inspiración” y secundó la propuesta de construir un monumento dedicado a quienes han perdido la vida en un secuestro “para conmemorar, para recordar, para querer y para inspirarnos también en todos aquellos que han sido víctimas de este delito”.

Me detengo en el caso de la señora Miranda de Wallace no para discutir sus méritos ni para repetir lo que ya se ha dicho al respecto sino, más bien, para reparar en un rasgo peculiar de su inserción en nuestra conversación pública. Porque en la manera que buena parte de la prensa lo ha discutido y, sobre todo, en los elogios que le dedicó el Presidente, me parece detectar una evasión francamente inquietante.

Y es que una cosa es promover la participación ciudadana en los asuntos públicos, reconocer a la sociedad civil que se organiza para plantear demandas a la autoridad; y otra, muy distinta, celebrar a una ciudadana que se ve obligada a hacer por sí misma, sola y con sus recursos, el trabajo que no hacen las autoridades. Si lo primero es parte constitutiva de la dinámica democrática, lo segundo… ¿qué es?

Hay algo extraño en como la exaltación de la sociedad civil ha terminado, en esta ocasión, eclipsando la negligencia de las policías y los ministerios públicos. Hay algo absurdo en la disposición con que la prensa ha dignificado el Premio; no por quien lo recibe sino por quien lo entrega: el principal responsable de la seguridad pública y la procuración de justicia en el país. Y hay algo grotesco en el hecho de que el Presidente se asuma como un espectador más de la tragedia (“ojalá lo encuentre”), que se diga “inspirado” por lo que no deja de ser un categórico testimonio de su propia ineptitud como Jefe del Ejecutivo.

La imagen de Calderón premiando a Miranda de Wallace es la imagen de la incompetencia premiando a la capacidad desesperación.

¿Por qué aplaudimos?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 20 de diciembre de 2010

lunes, 6 de diciembre de 2010

Épica de la época

No recuerdo dónde lo leí o a quién se lo escuché: “toda época engendra su épica”. Tampoco sé si sea del todo cierta, pero es una idea interesante. Porque sugiere la posibilidad de que cada periodo histórico se exprese a sí mismo, por decirlo de algún modo, a través de las gestas que imagina, de las fantasías que exalta, de los héroes que consagra.

La idea viene a cuento por algunas intervenciones recientes en la conversación pública mexicana que parecieran insinuar ciertos rasgos de una épica de nuestra época.

Pienso, por ejemplo, en el fragmento del nuevo libro de Porfirio Muñoz Ledo que publicó el domingo antepasado el suplemento Enfoque: “El tiempo de la transición se ha agotado, con resultados catastróficos […] Lo que ganamos en pluralismo lo pagamos en impotencia y a una época de concentración de poderes siguió otra de parcelación del despotismo y dispersión de los abusos: la metástasis de la corrupción. […] Todo intento valedero ha de tener aliento revolucionario […] La agenda mínima para la reconstrucción del país es clara. Primero debemos abordar la crisis del Estado Nación, en su vertiente histórica e identitaria […] Recordemos que en 1910 la aportación oficial más perdurable fue la refundación de la Universidad Nacional. Ahora el empeño debería ser mayormente ambicioso en la vía inacabada de salvar la raza mediante el espíritu”.

O pienso, también, en el “termómetro” que elaboró Pedro Ferriz de Con hace casi un mes en su columna de Excélsior: “Un concepto que tenemos que aprender es que en democracia hay niveles […] D-1: Mucha discusión y pocos acuerdos […] D-2: Empieza a haber un equilibrio […] D-3: Aquí los acuerdos predominan sobre la discusión […] D-4: Esta es la más sofisticada forma de expresión del Estado. La discusión sobre temas medulares no existe. Los políticos son queridos por el pueblo. Una especie de ‘rockstars’ que apasionan al electorado. Todo es acuerdo […] ¿En cuál nivel estamos? […] Nuestra democracia no puede ser más que una D-0. No quiero denostar lo que tenemos, pero entre nosotros prevalece la discusión. Los acuerdos son inexistentes […] Todo es desesperanza. No hay liderazgo”.

Y pienso, finalmente, en la exhortación de Jaime Sánchez Susarrey, hace poco más de una semana en Reforma, a propósito de Alejo Garza Tamez, el señor que se atrincheró en su rancho y “decidió asumir su propia defensa” contra un grupo de sicarios que quiso extorsionarlo: “la historia de don Alejo ha tenido un gran impacto. Todos los comentarios son favorables y hay quien lo define como el único héroe del bicentenario. No es difícil entender por qué. Su historia encarna a la perfección el sentimiento de indefensión y rabia que sentimos […] Ante semejante desastre vale recordar que la Constitución de 1857 establece en su artículo 10: ‘Todo hombre tiene derecho a poseer y portar amar para su seguridad y legítima defensa’. Más aún, se podría agregar hoy, cuando el Estado es incapaz de garantizar la paz y el orden. […] Los ciudadanos tienen todo el derecho de organizarse para defenderse. Ellos son, en los municipios, barrios y pequeñas comunidades, quienes mejor pueden hacerlo. Sería más inteligente utilizar ese potencial que ignorarlo o, peor aún, intentar sofocarlo. Basta imaginar qué hubiera pasado si don Alejo hubiese podido recurrir a vecinos y amigos para defender su rancho y su dignidad. No honraríamos hoy su memoria, sino celebraríamos su triunfo”.

Los tres coinciden en interpretar el presente en términos apocalípticos, en alternar de tono entre la desolación y la furia, en plantear soluciones delirantes: que el “espíritu” rescate a la “raza”, una política de “rockstars” en la que no haya discusión, una ciudadanía armada que ponga “orden” por su propia mano.

Tenemos, pues, una época que se representa a si misma con imágenes de descomposición, de esterilidad parlamentaria, de desamparo y desesperación. Y que empieza a engendrar, en consecuencia, una épica de regeneración nacional, de liderazgos mesiánicos y heroísmo paramilitar.

He ahí lo que pareciera ser, parafraseando a Walter Benjamin, la fórmula política de la situación.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 6 de diciembre de 2010

lunes, 22 de noviembre de 2010

Apologistas y detractores

Para los apologistas de la Revolución Mexicana lo importante son las causas. Para los detractores, en cambio, lo crucial son las consecuencias. Los primeros piensan la historia de atrás para adelante, del Porfiriato a la Revolución, en clave de lucha popular. Los segundos piensan la historia de adelante para atrás, del régimen posrevolucionario a la Revolución, en clave de fracaso nacional.

Los apologistas argumentan que el carácter autocrático del régimen de Don Porfirio no dejó otra alternativa más que el levantamiento armado. Los detractores, por su parte, consideran que era posible una evolución pacífica. Si para unos la Revolución fue inevitable y, en esa medida, justa; para otros la vía reformista era factible y, por lo tanto, deseable. Unos creen que la historia es lo que fue y nada más; otros, que la historia debió ser, sin embargo, distinta.

Los apologistas ponen el énfasis en las transformaciones: no sólo del antiguo régimen porfirista a la Revolución sino, además, de la Revolución al régimen posrevolucionario. Por un lado, pregonan que la Revolución Mexicana destruyó el sistema porfiriano y reivindicó múltiples reclamos sociales largamente postergados (la democracia, el nacionalismo, la reforma agraria, la educación, el sindicalismo). Pero, por el otro lado, deploran que los herederos del movimiento armado no culminaran la obra, que los dirigentes posrevolucionarios “no estuvieran a la altura”, “interrumpieran”, “corrompieran”, “abandonaran” o “traicionaran” el proyecto. Para ellos, la Revolución rompió con el Porfiriato pero los posrevolucionarios rompieron con la Revolución.

Los detractores ponen el acento en la persistencia: del porfirismo al priísmo, advierten, hubo poco de “revolucionario” en la supuesta “Revolución”. Su idea, de hecho, es que más que una revolución lo que hubo fue una guerra civil; más que emancipación y libertad, destrucción y pillaje; más que conquistas populares, nuevos instrumentos de control. La Revolución, insisten, no hizo más que convertir al México de un solo hombre en el México de un solo partido, llevarnos de la dictadura imperfecta de Porfirio Díaz a la “dictadura perfecta” del PRI. Para ellos, la Revolución no fue más que la continuación del Porfiriato más muchos muertos.

Así, entre las causas inmaculadas que celebran unos y las consecuencias nefastas que lamentan los otros, la integridad de la Revolución Mexicana como proceso histórico queda irremediablemente escindida: su génesis de sus efectos, sus rupturas de sus continuidades, sus promesas de sus decepciones. La historia, pues, deja de ser historia y transmuta, apologistas y detractores mediante, en caricatura.

-- Carlos Bravo Regidor

La Razón, lunes 22 de noviembre de 2010

lunes, 8 de noviembre de 2010

Optimismo clasemediero

Mucho ha dado de que hablar el librito de Luis de la Calle y Luis Rubio, Clasemediero. Pobre no más, desarrollado aún no (México, CIDAC, 2010). Su argumento, en una nuez, es que durante los últimos años México experimentó una transformación que no hemos sabido registrar, a saber, que la mayoría de los mexicanos ya es –o está próxima a ser– de “clase media”.

Se trata de un texto apresurado, de conceptos imprecisos, sin mayor rigor analítico, pero repleto de datos y comparaciones, de frases enfáticas y, sobre todo, de mucho optimismo: “la democracia empata, de forma natural, con las características de la clase media”; “las sociedades exitosas dependen de que la creciente clase media opte por la estabilidad como precondición para el cambio”; “aunque exista pobreza extendida, México ya no es un país pobre”; “el anhelo de movilidad social se refleja en los nombres extranjeros para los hijos e instituciones educativas”; “no hay nada más importante para el futuro del país –para su desarrollo y estabilidad—que fortalecer y engrandecer la clase media mexicana”.

No me ocupo de las cifras, que pueden interpretarse de maneras muy distintas, sino del optimismo con que De la Calle y Rubio las reportan: como si la clase media fuera por definición –y siempre hubiera sido– un ejemplo de compromiso democrático, de ímpetu meritocrático, de virtud cívica; como si históricamente la clase media no hubiera tenido nada que ver con el ascenso de los fascismos en Europa, de las dictaduras militares en América del Sur o, más cerca de casa, con la estabilidad del régimen posrevolucionario en México.

Y es que contra las fórmulas de una vieja teoría de la modernización (pienso, sobre todo, en el influyente trabajo de Seymour M. Lipset ), la expansión de las clases medias no necesariamente se traduce endemocracias más sólidas, en valores más liberales, ni en economías más dinámicas. Antes al contrario, en contextos de incertidumbre, de inseguridad, de desigualdad, de amenaza o desorden (real o imaginario), las clases medias suelen mostrar un talante bastante más autoritario, más intolerante y “paternalista”, de lo que parece dispuesto a admitir el indulgente diagnóstico de nuestros autores.

¿O qué la nostalgia por las mayorías absolutas; la creciente hostilidad contra las elecciones, los partidos políticos, el Congreso; las cada vez más frecuentes convocatorias públicas a “aplicar mano dura”, a “limpiar la política”, a “refundar la república”; la relativa confianza que, según las encuestas, todavía le inspiran al ciudadano instituciones tan escasamente democráticas como la Iglesia o el Ejército; en fin, ese malestar en la pluralidad, ese ánimo tan impaciente e histérico que impera en nuestra conversación pública… no son, precisamente, los de nuestra “clase media”?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 8 de noviembre de 2010

lunes, 25 de octubre de 2010

La mirada de Friedrich Katz (1927-2010)

Digamos que, de ordinario, los historiadores estudian épocas: delimitan principio y fin de distintos períodos, hacen inteligibles cambios y continuidades, buscan un sentido de orden en el azaroso transcurrir del tiempo. Pero hay historiadores que, además, hacen época ellos mismos: que cuentan historias como nadie las había contado, que descubren relaciones entre hechos aparentemente inconexos, que inauguran nuevas visiones del pasado. Friedrich Katz fue uno de esos historiadores extraordinarios.

Primero, por el amplísimo registro de su obra, por haber desarrollado un repertorio temático y cronológico que abarcó desde la organización socioeconómica de los aztecas hasta las condiciones de trabajo en las haciendas porfirianas, desde las revueltas rurales durante la colonia hasta la participación de las potencias extranjeras en la Revolución Mexicana, desde la República Restaurada hasta las bases sociales del villismo en Chihuahua, desde la colonización de la frontera norte hasta las gestiones diplomáticas de México para dar asilo a los perseguidos por el fascismo en Europa. Nada de la historia mexicana le fue ajeno.

Segundo, por la vocación internacionalista y comparativa de su método. Internacionalista porque Katz mostró que para entender a México hay que entender la importancia que otros países tuvieron en su historia así como la importancia que México tuvo en la historia de otros países. Comparativa porque Katz recurrió una y otra vez al contraste, a la identificación de similitudes y diferencias con lo ocurrido en otros lugares y/o momentos, para distinguir tanto lo universal como lo específico del devenir histórico mexicano. En su interpretación México nunca fue un caso aislado ni exótico.

Y, tercero, por el profundo compromiso social que nutrió su quehacer historiográfico. Y es que Katz siempre pensó la historia desde la perspectiva de quienes él mismo solía denominar, con su encantador acento austriaco, “las clases populares”. Pero, a diferencia de otros historiadores “comprometidos”, lo hizo sin caer en la condescendencia ni el romanticismo, ciñéndose rigurosamente a las verdades parciales de los archivos antes que a la verdad absoluta de la ideología. La historia para Katz no fue una forma de la militancia sino, más bien, un género de la empatía.

¿Cómo se gestó esa mirada, esa visión tan original de la historia mexicana? El propio Katz sugirió una posible respuesta hace algunos años, cuando alguien le preguntó por qué, si su vida y la de su familia se habían visto tan marcadas por las turbulencias de la historia europea, él terminó dedicándose a la historia de México. Katz se tomó unos segundos y respondió (cito de memoria): “Mi familia y yo huimos de la Alemania nazi por ser judíos, huimos de la Francia ocupada por haber apoyado la causa de la República en la Guerra Civil Española, huimos de Estados Unidos por la filiación comunista de mi padre. Fue así que acabamos refugiados en México, el primer lugar del que nunca tuvimos que huir. Yo llegué a la edad de 13 años, conocí el país durante la etapa final de su revolución y pensé: caray, los mexicanos… qué gente tan civilizada”.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 25 de octubre de 2010 

lunes, 11 de octubre de 2010

Pasado inmediato

En cierto sentido, dos fechas definen las coordenadas de nuestro espectro político actual: 1982 y 2006. Ambos son, cada uno a su manera, momentos que señalan un antes y un después, puntos de no retorno, años que engendraron épocas. Son fechas cuyo legado organiza, para bien o para mal, buena parte de nuestros antagonismos; fechas emblemáticas, preñadas de polémica, en torno a las cuales gravitan muchas de los rencores, temores y frustraciones que dicen la historia de nuestro presente.

Digamos, para empezar, que cada fecha tiene su alarde autoritario, un gesto a un tiempo de poder y de impotencia: en el caso de 1982, es la decisión del presidente López Portillo de nacionalizar la banca; en el del 2006, es la decisión del candidato López Obrador de no admitir su derrota en las elecciones presidenciales. La primera quiso ser un golpe de timón para controlar una crisis económica que parecía ingobernable; la segunda, una patada en el tablero del juego democrático para deslegitimar un resultado desfavorable.

Cada fecha marca, así, una ruptura fundamental: en 1982, la del modelo económico; en 2006, la del arreglo electoral. La ruptura de 1982 conduce, a la larga, al programa de reformas que en aquel entonces se denominó “ajuste estructural”. La ruptura de 2006 deriva, al año siguiente, en la remoción de varios consejeros del IFE y nuevas reformas al sistema electoral.

Pero el saldo de unas y otras reformas resultó, por llamarlo de algún modo, contradictorio. Las primeras, que proponían darle dinamismo a una economía postrada, resultaron en recesiones recurrentes (1982-1983, 1986, 1995, 2001, 2009) y tasas de crecimiento que promedian apenas un 2% anual; las segundas, que respondían a la necesidad de reencauzar institucionalmente el conflicto, terminaron debilitando aún más a una ya de por sí maltrecha autoridad electoral.

Por un lado, 1982 significa el agotamiento del “milagro mexicano” (inflación, deuda, fuga de capitales), significa “la crisis” (precariedad, inestabilidad, incertidumbre), significa “neoliberalismo” (privatizaciones, corrupción, informalidad). Significa, pues, un legado de contracción de lo público, de incredulidad tras la experiencia de la liberalización económica, de dificultad para imaginar futuro.

Por el otro lado, 2006 significa el fin de la “era Woldenberg” (sospechas, acusaciones, desprestigio), significa multitud de agravios y resentimientos (“nacos” vs. “pirruris”, “cállate chachalaca”, “un peligro para México”, “no al pinche fraude”, “haiga sido como haiga sido”). Significa, pues, un legado de baja política, de polarización social, de desconfianza en la competencia democrática.

Decir 1982 y 2006 es decir, en suma, dos años cuyas sombras nos envuelven.

-- Carlos Bravo Regidor 

La Razón, lunes 11 de octubre de 2010 

lunes, 27 de septiembre de 2010

Tres bicentenarios

El 2010 ha sido, en cierto sentido, el año de los historiadores: conferencias, programas, libros, entrevistas, premios, documentales, artículos, cursos, becas… en fin, reflectores y plata. Pero, en otro sentido, también ha sido lo contrario: pocas veces había sido más tangible, más estridente, la irrelevancia del conocimiento histórico que producen los especialistas frente a los pasados imaginarios que conmemoran las autoridades o a las intervenciones sobre temas históricos que menudean en la conversación pública.

Asistimos, pues, no a uno sino a tres bicentenarios.

El primero sería el bicentenario del saber, es decir, el de los historiadores profesionales. Se trata de un bicentenario en el que parece despuntar un nuevo consenso académico según el cual la “independencia nacional” no fue resultado de una guerra de “independencia” ni un fenómeno estrictamente “nacional”, sino la consecuencia imprevista de una crisis de la monarquía hispánica que adquirió proporciones transcontinentales y terminó propiciando múltiples guerras civiles en los territorios americanos que todavía no eran, ni tenían por qué ser, naciones en el sentido moderno de la palabra. (Para una diestra síntesis de la vasta producción historiográfica que sustenta esta reinterpretación véase el reciente libro de Tomás Pérez Vejo,
Elegía Criolla).

El segundo sería el bicentenario del poder: comisiones, presupuesto, discursos, ceremonias, monumentos, guardias de honor, días de asueto, parafernalia, desfiles… en fin, la política de las fiestas patrias. Es un bicentenario que no ha querido o no ha podido renovar el sentido de ese pasado al que pretende rendir homenaje; un pasado que sigue atrapado en las acartonadas inercias de una mitología nacionalista empeñada en relatarlo independentista y mexicanísimo desde el primer día –como los dramaturgos ingenuos que, ironizaba Ortega, hacen que sus héroes se despidan diciendo “¡me voy a la guerra de los Treinta Años!”.

Y el tercero, finalmente, sería el bicentenario del joder: de la duda, de la crítica, de la irreverencia, del mal humor, de la impertinencia. Un bicentenario poco propositivo pero muy plural, en el que lo mismo caben el reproche de Gabriel Zaid contra “los asesinos que nos dieron patria”; variopintos revisionismos contra la “historia de bronce”; el macabro humor de Luis Estrada cuya película,
El Infierno, se promueve con el eslogan “México 2010. Nada que celebrar”; la habitual acrimonia de La Jornada o Proceso; o incluso el faux pas diplomático de Hillary Clinton, quien un día tuvo a bien declarar que la narcoviolencia en México alcanza cada vez más “niveles de insurgencia” y al día siguiente nos deseo “Happy Bicentennial, Mexico!”

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 27 de septiembre de 2010

lunes, 13 de septiembre de 2010

Volver

Vuelvo a la ciudad de México tras siete años de vivir en Chicago. Me atrapan, implacables, estos versos entrecortados de Urbina: “Volveré a la ciudad que yo más quiero / después de tanta desventura; pero / ya seré en mi ciudad un extranjero […] Y en esa soledad, que reverencio / en la muda tragedia que presencio / dialogaré con todo en el silencio […] Iré como un sonámbulo: abstraído / en la contemplación de lo que ha sido / desde la cima en que me hundió el olvido”. 

Es como si todo estuviera (casi) igual pero (casi) nada fuera ya lo mismo. 

Cuando me fui las primeras planas de los periódicos rezaban “Reconoce Fox ineficacias y desaliento social”, “¡No les tengo miedo!: Elba Esther”, “Dan a los diputados un bono final de hasta 288 mil pesos”, “Descubren pruebas de tortura policiaca”, “Para Presidente, Carlos Slim, De la Fuente o yo: Castañeda”, “Pactan alianza contra el hampa”. Ahora que vuelvo afirman cosas como “Comparto la insatisfacción: el Presidente”, “A Lujambio le vale la educación: Elba”, “Crimen cuesta al país 154 mil mdp”, “Ejército admite error en muerte de civiles en NL”, “Alianzas amenazan la democracia: Peña Nieto”, “El secuestro se triplicó en el país en 5 años”. 

Puestas así, unas contra otras, no sé si dicen que en vano ha pasado el tiempo, que el tiempo no pasa en vano, o qué vano es valorar el paso del tiempo comparando primeras planas. 

Cuando me fui no había segundos pisos en Periférico, vialidades reversibles, ni Metrobús en Insurgentes. Pero ahora que vuelvo no es menos lo que tardo en ir a Cuajimalpa, a Tlalpan, a Cuahutémoc. Encuentro una ciudad que es no sólo “la demasiada gente” sino los demasiados coches, los demasiados anuncios, el demasiado cemento, la demasiada riqueza, la demasiada miseria… 

Lo de siempre, lo que nunca. 

Y las calles, los rostros, el habla, los sabores, el ruido, los parques, el color: de algún modo lo familiar no se cansa de hacerme extraños y lo extraño de resultrame vagamente familiar. Quizás ocurre que yo ya no soy el que se fue y la ciudad ya no es la que era, que ahora nos encontramos como dos viejos conocidos desconociéndose, tantos años mediante, por primera vez. 

Mas en este extrañamiento, en este dichoso naufragio que es aprender a ver mi ciudad con los ojos de un forastero, tropiezo con unos versos de Borges que sin querer me ubican: “aquí el incierto ayer y el hoy distinto / me han deparado los comunes casos / de toda suerte humana, aquí mis pasos / urden su incalculable laberinto […] No nos une el amor sino el espanto / será por eso que la quiero tanto”. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 13 de septiembre de 2010

martes, 31 de agosto de 2010

Reductio ad labyrinthus

De entre la generosa colección de fiascos que nos ha regalado el año del Bicentenario, hay uno que ha pasado inadvertido pero que resulta harto significativo. Es un fiasco que no tiene que ver con la desorganización, con el derroche de dineros públicos, ni con la falta de una visión histórica que dé sentido al festejo sino, más bien, con una generalizada insistencia en apelar a los más gastados clichés sobre la “cultura” o la “identidad” del “mexicano” para dar cuenta de cualquier decepción o problema que nos aqueje. 

Tres ejemplos. Primero: sobre las derrotas de equipos mexicanos en torneos internacionales, se ha dicho que ocurren porque “el mexicano no está educado para ser triunfador” (El Universal, 20 de agosto); porque no sabemos perderle “el miedo al éxito” (Crónica, 3 de junio); o porque “aunque nuestros jugadores estén superando momentáneamente sus inseguridades y complejos jugando en clubes de Europa, para la gran mayoría de ellos, cuando llega el momento en el que tienen que mostrar entereza y sacar la casta, se les activa el gen que les recuerda que somos ‘Hijos de la Malinche’” (Milenio, 24 de junio). 

Segundo: en entrevista a propósito de la “doble vida” de Marcial Maciel, Juan Sandoval Iñiguez declara que “todos los demás fundadores de grandes órdenes son santos, o sea, salieron bien. Y el único gran fundador mexicano es este y salió mal. ¿Qué no nos representará a todos nosotros, medios tramposos, medios mañosos, medios dobles? […] Como dice el dicho: ‘lo que tiene la olla, saca la cuchara’. ¿Por qué del pueblo mexicano salió un fundador así? A ver, ¿qué hay en las raíces de nuestro pueblo? […] Desde la Conquista para acá. […] De Hernán Cortés, que era un cristiano no cristiano, desde allá vienen las cosas […] Ser y no ser, eso es lo que ha sido del mexicano. Eso es lo que hay en el fondo de esta conducta” (Noticias MVS, 4 de mayo). 

Tercero: para criticar los excesos de la propia conmemoración bicentenaria, la queja de que “la magnitud de la celebración en ciernes oculta conspicuamente la profundidad de la tristeza y la pobreza del mexicano […] Debe ser grande, estruendosa y suntuosa para compensar al pueblo de su ‘miseria’. La fiesta enmascara la realidad […] Así, al mexicano hay que ponerles máscaras: el mexicano disimula, nos diría [Octavio] Paz” (Eduardo Andere, Reforma, 22 de agosto); o “entiendo que el secretario Lujambio es un hombre muy ocupado, pero quizá éste sería un bueno momento para releer (supongo) El laberinto de la soledad de Octavio Paz: ‘Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo ritual […] Nuestra pobreza puede medirse por el número y la suntuosidad de las fiestas populares. Las fiestas son nuestro único lujo’” (Sergio Sarmiento, Reforma, 23 de agosto). 

Somos alérgicos al triunfo porque nos imaginamos como un pueblo derrotado, desde la época de la Conquista lo nuestro ha sido la simulación, nos entregamos al exceso festivo para olvidar nuestra miseria cotidiana. Se trata de “explicaciones” que comparten un mismo afán por remitir a motivos “de fondo” o “ancestrales”; que confunden la historia con la psicología; y que para dotarse de cierto pedigrí intelectual evocan, implícita o explícitamente, ciertos aspectos de la interpretación del pasado mexicano que hace sesenta años consagró a Octavio Paz. 

Son “explicaciones” que no explican nada, porque no hay en ellas ningún mecanismo causal conmensurable, pero a las que volvemos una y otra vez cautivados más por la familiaridad de su imaginería que por el rigor de su lógica. 

Ocurre, sin embargo, que no es lo mismo ser profundo que meterse en un hoyo. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 30 de agosto de 2010

lunes, 16 de agosto de 2010

Hablar de otras cosas... y de otra manera

Decía Alejandro González Iñárritu, hace un par de semanas, en una entrevista con los locutores de El Weso: “lo que está pasando es que todos los medios de comunicación están secuestrados por la violencia, por el miedo, por la política, por el tremendismo. Yo creo que debemos crear espacios para hablar de otras cosas que también existen”. Terminada la entrevista los weseros procedieron a mofarse alegremente de él con una tonada que decía “yo no sé por qué hablamos de violencia, yo ya estoy hasta el full, yo no sé por qué no nos damos cuenta que todo es Biutiful” (el título de su nueva película).

Pocos días después Soledad Loaeza, en su columna de La Jornada, rescató la inquietud de González Iñárritu: “la prominencia de la nota roja y de la politiquería en la información y los comentarios en los medios, nos ha empobrecido y ha estrechado la perspectiva desde la que vemos a México y a nosotros mismos […] ¿De veras no tenemos otros temas de conversación?”

Héctor Aguilar Camín, desde las páginas de Milenio, terció: “recuerdo de otras épocas a directores de prensa y jefes de información frotándose las manos ante la posesión noticiosa, en exclusiva, de una desgracia. Me atrevería a decir que ese gesto domina la moral periodística del país y tiñe de negro su opinión pública […] No hay quien arriesgue el descrédito de creer una buena noticia o sostener una idea poco lúgubre del país […] Nos hemos vuelto especialistas no en contar nuestras bendiciones, como manda el dicho inglés, sino en censar nuestros males”.

Es cierto que la conversación pública se nos ha vuelto odiosamente monotemática; que la fascinación de los medios con la violencia no convoca a imaginar un país mejor. Sin embargo, también es cierto que en la práctica del periodismo mexicano todavía suele ser mayor el afán de denuncia que el rigor en la investigación; que para buena parte de nuestra opinión pública el volumen de la queja pesa más que la nitidez de la crítica.

Así, quizás la cuestión consiste no sólo en ampliar el repertorio, sino, además, en modular el registro. Es decir: habría que hablar más de otras cosas, sí, pero también habría que hablar de las cosas de siempre de otra manera. Porque aunque demos espacio a temas menos macabros, no vamos a dejar de hablar de asesinatos, balaceras, extorsiones, atentados, ni secuestros, mientras éstos sigan ocurriendo. Podemos, en todo caso, darlos a conocer sin morbo ni sensacionalismo, reportar al respecto con información puntual y contextualizada, hacer análisis que vayan más allá de echarle la culpa al gobierno, emular los protocolos de comunicación que ante emergencias similares desarrollaron prensas como la española o la colombiana…

En fin, que no se trata de cerrar los ojos sino, más bien, de aprender a mirar de otro modo.

Aviso. A partir de hoy, Conversación pública publicará cada dos semanas.

-- Carlos Bravo Regidor

La Razón, lunes 16 de agosto de 2010.

lunes, 9 de agosto de 2010

Esperando el tercer acto

Hay una rutina, una especie de obra absurda en el teatro de nuestra vida pública, que desde hace algún tiempo se repite con cierta frecuencia. Primer acto: personajes de distintas filiaciones políticas (jefes de bancada, gobernadores, secretarios de Estado, líderes partidistas, profesionales de la opinión, etcétera) coinciden en reconocer la existencia de un problema. Segundo acto: los mismos personajes interpretan ese problema como evidencia de que es necesario revisar tal o cual política, modernizar este o aquel sector, modificar uno u otro marco jurídico; en suma, hacer “los cambios que el país necesita”. Tercer acto: no pasa nada.

Es decir que se elaboran estudios, se celebran reuniones, se pronuncian discursos, se presentan propuestas, se negocian posiciones, se invierten recursos, se generan expectativas y, al final, todo parece quedar igual que como estaba al principio —o, si acaso, en cambios menores que bien a bien no constituyen una solución al problema en cuestión.

Se trata de una rutina que, a fuerza de repetirse una y otra vez, engendra cada vez más impaciencia. Algunas voces en los medios de comunicación han querido explicarla como consecuencia de un “arreglo institucional” que no genera los incentivos adecuados (que no fomenta la cooperación, que no integra mayorías, que no produce resultados); otras, como prueba de que la “clase política” como conjunto no está a la altura de las circunstancias (que carece de visión, de compromiso, de responsabilidad, de voluntad, de liderazgo); y, otras más, como resultado de que múltiples “grupos de interés” (consorcios empresariales, sindicatos del sector público, cárteles del narcotráfico) emplean su capacidad de influencia para impedir reformas que les afecten. De ahí expresiones críticas como “la máquina de lo mismo”, “la generación del fracaso”, o “la captura del Estado”: hijas de distintos diagnósticos pero de una idéntica molestia con la rutina en cuestión.

Ocurre, sin embargo, que ahora son los propios medios de comunicación los que están a punto de sucumbir a esa misma rutina. Primer acto: decenas de periodistas asesinados, desaparecidos o secuestrados; incontables atentados y actos de intimidación o amenaza por parte del crimen organizado; inquietantes expresiones de autocensura. Segundo acto: múltiples reconocimientos de que urge “una reflexión sobre las condiciones en que se realiza el trabajo” (Salvador Camarena); imaginar “protocolos de reacción y comportamiento gremial que garanticen la vida de los periodistas” (Dennise Maerker); hacer “mucha autocrítica” (Ricardo Trotti); establecer “criterios para el tratamiento de la violencia” (Mario Campos); etcétera. Tercer acto: ¿? 

Y es que, como escribió Javier Darío Restrepo hace unos días, en un entorno de violencia como el actual, “la experiencia aconseja […] que entre medios haya colaboración y unidad de políticas informativas, pues no se trata de la usual competencia comercial, sino de la defensa conjunta de una sociedad bajo amenaza”.

--Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 9 de agosto de 2010

lunes, 2 de agosto de 2010

Marx, el PRI y la narrativa de la transición

Decía Marx que cuando a los hombres se les presenta una situación de “crisis revolucionaria”, cuando se disponen a encarar una circunstancia sin precedentes, “es precisamente entonces que conjuran con ansiedad a los espíritus del pasado y toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para con ese disfraz de vejez venerable y ese lenguaje prestado representar la nueva escena de la historia”. 

La cita viene a cuento porque, dada la probabilidad de que el PRI recupere la Presidencia de la República en el 2012, comienzan a menudear en nuestra conversación pública voces que insinúan una rehabilitación de la narrativa de la transición democrática; que recurren, pues, a una fórmula vieja para tratar de prevenir un fenómeno nuevo.

Denise Dresser, por ejemplo, en su columna del lunes pasado en Reforma: “Sorprendente que haya tan pocos preocupados ante el posible retorno del PRI a Los Pinos. […] Más bien predominan los argumentos justificando un desenlace así como producto de la normalidad democrática […] Pero hay algo en estas posturas que se parece al acomodamiento, a la resignación, a la claudicación. A la política del ‘appeasement’, instrumentada por el primer ministro inglés Neville Chamberlain cuando firmó el Pacto de Munich con Adolf Hitler […] Para México habría pocas cosas peores que allanar —de manera conciliadora— el retorno de la fuerza política responsable de los usos y costumbres que la democracia necesita erradicar. Sería equiparable a dormir con el enemigo y hacerlo voluntariamente”. 

Obviemos lo disparatado de la comparación (véase Godwin, Ley de) y concentrémonos en la idea del PRI como aquello con lo que no cabe procurar ninguna “manera conciliadora”, como sinónimo de lo que hace falta “erradicar”, como “el enemigo”. Se trata de una idea fundamental en la narrativa de la transición: de un recurso intransigentemente democratizador en un contexto autoritario como el de antes, pero de una caracterización profundamente autoritaria en un contexto de competencia democrática como el de hoy.

Durante aquella edad de la inocencia que fueron los años previos a la alternancia, el carácter no democrático del régimen permitía pensar la política en blanco y negro, como una lucha entre el bien (la “oposición”) y el mal (el “partido oficial”). Pero la experiencia posterior a la alternancia impide seguir pensando la política de ese modo: ahora sabemos que los vicios que antes suponíamos patrimonio exclusivo del PRI son prácticas en las que también incurren, cuando tienen acceso al poder, los demás partidos. 

Resucitar la narrativa de la transición, la idea del PRI como encarnación última de todo mal, implica renunciar a hacerse cargo de lo que ha pasado durante los últimos diez o quince años. Es, paradójicamente, una forma de desconocer las condiciones que ubican al PRI en una posición tan propicia para volver a Los Pinos. 

A contrapelo del afán que inspiraba a Marx, en este caso vestirse con los ropajes del ayer no sirve como estrategia para exaltar la imaginación sino, más bien, como coartada para huir de la realidad. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 2 de agosto de 2010