lunes, 12 de noviembre de 2012

Cuando el Estado habla, ¿qué debería decir?

Muchos países democráticos limitan la libertad de expresión para impedir el discurso de odio, esto es, cualquier manifestación pública que implique hostilidad hacia algún grupo por motivo de su raza, religión, nacionalidad, género, orientación sexual, etcétera. Dicha limitación se justifica por considerar que ese tipo de discurso constituye una forma de discriminación. Y porque la discriminación es incompatible con un valor fundamental de la democracia: la igualdad.

En Estados Unidos ocurre lo contrario. La primera enmienda garantiza a los ciudadanos el derecho a manifestarse sin ninguna restricción. Dicha ausencia de límites se justifica porque sancionar cualquier tipo de discurso, por ofensivo u hostil que pueda resultar para algún grupo, es considerado una forma de censura. Y porque la censura es incompatible con un valor fundamental de la democracia: la libertad de expresión.

Ambos esquemas son problemáticos. Uno le da al Estado demasiado poder al permitirle decidir qué se vale y qué no se vale decir; otro abandona a grupos vulnerables a su propia suerte al permitir la expresión pública de hostilidad en su contra. Se trata, pues, de una “paradoja de los derechos”: si el Estado censura el discurso de odio atenta contra la libertad de expresión, pero si garantiza la libertad de expresión deja que otros atenten contra la igualdad. ¿Cómo preservar ambos valores sin que se amenacen el uno al otro?

Invitado por el Seminario Internacional de Ética y Asuntos Públicos del CIDE hace unos días estuvo en la ciudad de México Corey Brettschneider, autor de Cuándo el Estado habla, ¿qué debería decir? Cómo las democracias pueden proteger la expresión y promover la igualdad (Princeton University Press, 2012), un libro en el que plantea una tercera alternativa para evitar los excesos tanto del “Estado invasivo” como de la “sociedad odiosa”.

Un Estado no puede llamarse plenamente democrático si censura la libertad de expresión; pero tampoco si permanece indiferente cuando un grupo vulnerable es víctima de quienes, ejerciendo su libertad de expresión, promueven un discurso de odio en su contra.

La solución que propone Brettschneider se basa en distinguir entre los poderes coercitivos y los no coercitivos del Estado. Los primeros implican la fuerza (e.g., prohibir, encarcelar, multar); los segundos, la persuasión (e.g., hablar, educar, gastar).

Un Estado plenamente democrático, entonces, sería aquel que rechazara usar la fuerza contra la libertad expresión pero, al mismo tiempo, usara decididamente la persuasión contra el discurso de odio. Por ejemplo, haciendo declaraciones que condenen toda expresión de hostilidad contra algún grupo, adoptando políticas y emprendiendo campañas que promuevan la igualdad, distribuyendo recursos o beneficios sólo entre organizaciones que no discriminan, etcétera.

En este, como en tantos otros temas, es urgente entender que en democracia el Estado es mucho más que sólo poder coercitivo.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 12 de noviembre de 2012

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