lunes, 17 de septiembre de 2012

Izquierda y derecho


En México nos hemos acostumbrado a que ser de izquierda signifique preocuparse mucho por la justicia pero poco por el derecho; a que ser de izquierda suponga aglutinarse en torno a un liderazgo carismático antes que articular una agenda de reformas institucionales; a que ser de izquierda implique más quejarse de las leyes y protestar contra los funcionarios que las interpretan que hacerse cargo de haber apoyado esas mismas leyes y a esos mismos funcionarios.

Es una costumbre que tiene sus razones, desde luego, pero que cada vez tiene menos razón de ser. No porque la izquierda tenga que dejar de hacer oposición sino, más bien, porque ya tendría que hacerse cargo de que también ha sido y es gobierno.

Primero, porque ya es hora de que la izquierda asuma que puede haber derecho sin justicia pero no justicia sin derecho. Es cierto que en demasiadas ocasiones el imperio de la ley sirve como coartada para proteger intereses oligárquicos; pero es igualmente cierto que el imperio de la ley resulta indispensable para darle institucionalidad, continuidad y autonomía, a cualquier proyecto democrático de transformación social. El derecho puede ser un instrumento de clase o un recurso para la emancipación. Que la izquierda lo siga criticando cuando sea lo uno, pero que se lo tome en serio cuando pueda ser lo otro.

Segundo, porque una izquierda que apuesta más por la fuerza de sus figuras personales que por el potencial de sus propuestas de reforma es una izquierda que subordina la posibilidad de implementar su programa a la popularidad de su caudillo en turno. Dicho de otro modo, una izquierda que pone el énfasis en cambiar a las personas que nos gobiernan y no en cambiar la estructura gubernamental, es una izquierda que aspira a gobernar pero que difícilmente podrá cambiar la forma en que se gobierna. Porque ese cambio no depende, no puede depender, de que nos gobierne “gente buena”; depende, en todo caso, de que contemos con los mecanismos y las capacidades institucionales para hacer que quienes nos gobiernen se “porten bien” –es decir, de que si se “portan mal” haya sanciones efectivas.

Y tercero, porque de nada sirve que la izquierda participe en el proceso legislativo o que tenga voz y voto en los órganos que nombran, por ejemplo, consejeros del IFE o magistrados del TEPJF o ministros de la SCJN, si la izquierda luego no se asume al menos corresponsable ni de las designaciones ni de las leyes por las que ella misma ha votado.

Se vale criticar, se vale impugnar, se vale protestar. Lo que no se vale es  que la izquierda haga como si no tuviera nada que ver con aquello que critica, que impugna o que protesta. El derecho es de quien lo trabaja. Un poquito de… por favor.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 17 de septiembre de 2012

lunes, 3 de septiembre de 2012

López Obrador: el político

Quizás nos vendría bien dejar de hablar como hablamos de Andrés Manuel López Obrador. Quiero decir, dejar de hablar de él en términos de su mesianismo o su carisma, de si encarna un regreso al pasado o un cambio verdadero, de si al desconocer la sentencia del Tribunal se convierte en un enemigo o en un defensor de la democracia…

Ocurre que casi siempre hablamos desde las pasiones que despierta su figura, no desde una valoración estrictamente política de su desempeño. Y hace falta esa valoración no para redimirlo ni para deturparlo sino, más bien, para tratar de entenderlo como lo que es: un político.

La estrategia postelectoral de López Obrador en 2006 representó un costo en el corto plazo pero una ganancia en el largo. El costo estuvo en el deterioro de su imagen pública y en la caída de la fuerza electoral de las izquierdas. Pero la ganancia estuvo en su capacidad de mantener movilizadas a sus bases y, así, seguir vivo políticamente. Sus “negativos” se dispararon y el voto de las izquierdas cayó; pero a pesar de haber perdido una elección que tenía ganada, de no ocupar un puesto en la administración pública ni en el Congreso ni en ningún partido y de que un grupo contrario al suyo (los llamados “Chuchos”) se hizo del control burocrático del PRD, López Obrador mantuvo su liderazgo dentro de las izquierdas. Al grado de que, a fines del 2011, logró ganarle la candidatura al Jefe de Gobierno en funciones.

Su campaña presidencial de 2012 fue un éxito: López Obrador comenzó en un distante tercer lugar y terminó en segundo, a menos de 7 puntos del candidato ganador. La “opinión efectiva” sobre él repuntó, su intención de voto volvió a niveles competitivos y las izquierdas obtuvieron un muy buen saldo electoral.

La pregunta, entonces, no es por qué opta ahora por un camino tan parecido, aunque no idéntico, al de hace seis años. La pregunta, en todo caso, es por qué no habría de hacerlo, sobre todo cuando ya sabe que los costos pueden revertirse y las ganancias consolidarse. Mientras haya un electorado que lo vote como lo votó en julio pasado, ¿es realmente razonable esperar que adopte una estrategia distinta?

La presidencia constitucional dura sólo seis años. Pero la “legítima”, con el veredicto de las urnas mediante, puede durar varios sexenios.

-- Carlos Bravo Regidor 
La Razón, lunes 3 de septiembre de 2012