lunes, 29 de agosto de 2011

De asalariados y catrines


¿Qué clase de insulto quiere ser “pinche asalariado de mierda”? ¿Qué significa cuando va dirigido a un hombre de piel morena que porta uniforme de policía? ¿Qué sentido adquieren esas palabras en el contexto de un punto de revisión del alcoholímetro, pasadas las doce de la noche, en la colonia Polanco de la ciudad de México? ¿Y qué añade el hecho de que quien las pronuncia con gestos ostensiblemente agresivos, amenazantes, sea una mujer de piel blanca que corona la trastada con un “no saben con quién están hablando, cabrones”?

Cualquier persona mínimamente socializada en México sabe reconocer, creo, las coordenadas del episodio en cuestión: la furiosa afirmación de una diferencia de clase más o menos vinculada al color de la piel; el inmenso desprestigio social que pesa sobre los cuerpos policiacos; la utilización interesada de ese desprestigio para oponerles resistencia o incluso desobedecerlos cuando están haciendo su trabajo; los alardes de prepotencia de quienes tienen, o saben comportarse como si tuvieran, mucho dinero o mucho poder o muchas influencias; el justificado temor que esos alardes infunden en los policías que, sabiéndose vulnerables, prefieren no “meterse” con la persona “equivocada”.

Seamos francos: no hay nada en ello que constituya una novedad. Lo único nuevo fue que esta vez alguien lo grabó y el video circuló en redes sociales y medios de comunicación. Así, la novedad no fue lo que pasó, sino que eso que pasó se convirtió en noticia. Y en tema, por ende, de la conversación pública.

Sin embargo, como anotó Andrés Lajous el viernes pasado, la discusión al respecto poco a poco se redujo a emitir juicios sobre la actuación de los policías en eso que llamamos, como si se tratara de un mero trámite sin complicaciones, la “aplicación de la ley”: a si están o no capacitados, a si actuaron prudentemente, a la imagen de autoridad que proyectaron, etcétera.

Así, los comentarios sobre nuestro malogrado “estado de derecho” terminaron imponiéndose por encima de cualquier reflexión a propósito de la violencia que hay en nuestras relaciones de clase. Lo primero, aparentemente, es un problema; lo segundo, la normalidad.

Peor aún, hubo quienes interpretaron el episodio haciendo suyo el vocabulario brutalmente clasista de las llamadas “Ladies de Polanco”. Por ejemplo, Ciro Gómez Leyva, quien en su artículo “Sí, parecen pinches asalariados de mierda” aseveró, con absoluta naturalidad, que “en efecto, el video los muestra (a los policías) como unos pobres muertos de hambre a quienes se puede, casi se debe, maltratar”.

¿Es necesario decir algo más?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 29 de agosto de 2011.

lunes, 15 de agosto de 2011

De muertos y distinciones


La revista Nexos de este mes publica una interesante reflexión de José Antonio Aguilar sobre la forma en que ha cambiado nuestra manera de elaborar simbólicamente las muertes asociadas con la llamada “guerra contra el crimen organizado”. Si antes, apegados al guión presidencial, imaginábamos a los muertos como delincuentes (primero como bajas que las fuerzas armadas causaban a bandas criminales, luego como saldos de luchas intestinas o entre cárteles rivales); ahora, después de San Fernando y de Javier Sicilia, comenzamos a representárnoslos cada vez más como víctimas.

El problema, dice Aguilar, es que esa narrativa de los muertos como víctimas supone una equiparación que termina colocándolos a todos (al migrante, al sicario, al policía, al secuestrador, al transeúnte, al capo o al soldado) en un mismo plano moral: “si todos son víctimas, entonces desaparecen los victimarios”. La exigencia de saber sus nombres y conocer sus historias es tan legítima como urgente, advierte Aguilar, pero no todos los muertos son iguales. Hay que distinguir.

Desde una estricta perspectiva liberal, basada en el imperativo de adjudicar responsabilidades individuales, el argumento es impecable. Ocurre, sin embargo, que si no hay información sobre la identidad de los muertos resulta materialmente imposible hacer esa distinción. Peor aún, hacerla sin saber bien a bien quiénes eran implica incurrir en el riesgo de convertir a las víctimas en criminales (e.g., el Presidente en el caso Villas de Salvárcar; el Ejército en el caso Tec de Monterrey). Cuando ni siquiera existe averiguación previa en el 95% de los homicidios vinculados a la “guerra”, el alegato de que “probablemente 90% de esa gente estuvo vinculada al crimen organizado de una u otra manera” (Calderón) es tan siniestro como el de que “los delincuentes también son víctimas” (Sicilia) o que “sufren igual” (Ferriz de Con). Antes de distinguirlos es indispensable identificarlos.

Y algo más. Si aspiramos a distinguir entre los muertos conforme a un criterio de responsabilidad moral, además de identificarlos habría también que dejar de distinguirlos conforme a ese inmoral criterio de clase que reina en nuestra conversación pública: entre los muertos que tienen un nombre (e.g., Yolanda Ceballos Coppel, Paola Gallo, Fernando Martí, Silvia Vargas, Hugo Alberto Wallace) y los que son sólo un número (e.g., 72 migrantes en San Fernando, 218 cadáveres en fosas de Durango, 18 michoacanos cerca de Acapulco, 11 cuerpos en Valle de Chalco, 6 decapitados en Pánuco). No todos los muertos son iguales pero hoy en México lo cierto es que hay muertos más iguales que otros.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 15 de agosto de 2011

lunes, 1 de agosto de 2011

Hacer olas


Transcribo libremente una historia con la que me topé leyendo un libro divertidísimo, al mismo tiempo inquietante y luminoso: La autobiografía de Lincoln Steffens (Berkeley, Heyday Books, 2005). El autor fue uno de los primeros exponentes de un estilo periodístico muy activista, que quería agitar conciencias y promover la reforma social, conocido como muckracking (algo así como “menear la mierda”). La historia transcurre en Nueva York, circa 1896.

Steffens trabajaba como reportero del New York Evening Post. Una tarde, vagando en la estación de policía, escuchó los pormenores de un robo recién cometido en la mansión de un magnate de Wall Street. De inmediato corrió a su oficina y, dado que el magnate en cuestión era un personaje público ampliamente conocido, escribió una nota al respecto. A la mañana siguiente, la noticia apareció como exclusiva del Post.

El editor de un diario rival, el New York Tribune, reprochó entonces a su reportero estrella, Jacob Riis, por haberse perdido esa nota. Riis le contestó que era fácil conseguir cuanto material de ese tipo hiciera falta. Así, en su edición de la tarde, el Tribune publicó la primicia de otro robo. Horas después, el editor del Post llamó a Steffens: no podían permitir que les ganaran la mano. Había que reportar más crímenes.

Al día siguiente el Post publicó un reportaje sobre el asalto a un club en la Quinta Avenida. El Tribune, por su parte, dio cuenta de dos robos más. Otros periódicos no quisieron quedarse atrás y, picados por la competencia, mandaron a sus reporteros a escudriñar la fuente policíaca. Al poco tiempo Nueva York padecía una de las peores olas criminales de su historia.

Ante el escándalo, los políticos achacaron la responsabilidad a sus adversarios, los pastores arengaron a sus fieles, el público demandó mano dura, los expertos ofrecieron raudas explicaciones e incluso el jefe de la policía (el mismísimo Theodore Roosevelt) se vio obligado a despedir al superintendente en turno.

Sin embargo, durante una reunión urgente del cuerpo de policía un comisionado, de apellido Parker, puso las cosas en perspectiva: en lugar de mirar los periódicos, exhortó a mirar el registro de crímenes y arrestos. Las cifras no reflejan ningún aumento, dijo. Lo que padece Nueva York es, fundamentalmente, una “ola de publicidad”. Luego de rastrear su origen, el jefe de la policía habló largamente con Steffens y Riis.

Días después, la ola de crimen había desaparecido. La prensa reportaba otras noticias, los expertos elaboraban sesudos análisis sobre las altas y bajas en los ciclos delincuenciales, policías y ladrones reanudaron sus actividades y los ciudadanos durmieron tranquilos otra vez. La caótica vitalidad de Nueva York volvió a su curso. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 1 de agosto de 2011