domingo, 31 de enero de 2010

Santurronería ciudadana

Hace un mes, tras la primera vuelta en la elección presidencial chilena, Jorge Edwards publicó en El País una crítica de la campaña concertacionista: de su empeño infantil en “satanizar” a la derecha; de su “tendencia a creerse dueños del llamado progresismo, a arroparse en las banderas del pensamiento políticamente correcto”; de su abuso del término izquierda como “palabra mágica, una especie de escudo moral y mental”. Edwards remataba confesando que, por primera vez en su vida (tiene 78 años), votaría por la derecha. “Lo hago a conciencia, después de meditarlo bien y sin la menor hipocresía. Siempre he tenido un sentimiento de izquierda, pero el rótulo de izquierdista, el letrero, la aureola santurrona, no me interesan para nada”.

No sé qué tan justas sean las apreciaciones de Edwards con respecto a la candidatura de Frei, pero encuentro en su reflexión una veta muy a propósito de cierta retórica que desde hace tiempo abunda en la conversación pública mexicana. Me refiero a esa retórica que opone, como si se tratara de dos extremos ontológicos, de dos polos contrarios e incompatibles, a los políticos y a los ciudadanos. A los primeros los representa como la encarnación de todos los vicios; a los segundos, como un inagotable dechado de virtud.

Se trata de una retórica harto efectiva, que traduce el clásico antagonismo populista (pueblo auténtico vs. élites corrompidas) al lenguaje del desencanto democrático (ciudadanos vs. “partidocracia”) pero añadiéndole un curioso elemento de clase: la ciudadanía que celebra, antes que una condición de igualdad jurídica, es un emblema de estatus. No es una categoría de pertenencia a la comunidad política sino una forma de distinción social, una suerte de garantía de “calidad”.

Pienso, por ejemplo, en la campaña por el voto nulo durante las últimas elecciones. En los desplantes de superioridad moral que derrocharon sus más exaltados promotores; en el desprecio hacia quienes optaban por un partido que iba implícito en su cruzada; en los que incluso llegaron a insinuar que el electorado se dividía entre “voto ciudadano” (que era el voto nulo, el suyo) y “voto duro” (es decir el de los acarreados, la chusma política).

O pienso, también, en la ilusión con la que ahora se proponen las llamadas candidaturas independientes. En la fantasía de que basta con abrir un canal de participación al margen de los partidos para renovar la democracia; en la escasa probabilidad que tienen de ser candidaturas competitivas y en la todavía más escasa de que, si lo son, lo sean por su carácter “independiente”.

Entre su populismo para gente bien y su ingenuidad política, la retórica de esa santurronería ciudadana condena a quienes la cultivan, en el mejor de los casos, a la intrascendencia, o, en el peor, a hacer las veces de tontos útiles.

-- Carlos Bravo Regidor

(La Razón, lunes 1 de febrero de 2010)

domingo, 24 de enero de 2010

De escopetazos y relojería

Decía Soledad Loaeza el jueves pasado, en La Jornada, que el proyecto de reforma política presentado por el presidente Calderón es como un “escopetazo”, es decir, como un disparo repentino y sin precisión.

Y es que la propuesta, efectivamente, no parece tener mucha coherencia. Abre la competencia política al permitir candidaturas por fuera de los partidos, pero la cierra al aumentar el umbral de votación mínima para acceder a la representación. Reduce el número de legisladores para “facilitar los mecanismos de negociación y concreción de acuerdos”, pero (1) promueve la reelección consecutiva, una medida que debilita la disciplina partidista y fragmenta la negociación, y (2) otorga a los ciudadanos el derecho, y a la Suprema Corte de Justicia la facultad, de presentar iniciativas de ley, con lo cual multiplica el número de jugadores en el proceso legislativo y convierte a la Corte en juez y parte del mismo.

En consecuencia, salvo por las disposiciones orientadas a fortalecer al Poder Ejecutivo (segunda vuelta, iniciativa preferente y veto parcial), es difícil encontrar la lógica, saber hacia dónde apunta, a qué le tira semejante escopetazo de enmiendas constitucionales.

Queda claro que se quieren hacer cambios, pero no si se entiende lo que se quiere cambiar ni cómo cambiarlo.

Porque a pesar del sentido de urgencia que ha imperado en buena parte de la discusión, y de la temeridad con la que se han emitido muchas opiniones al respecto, las constituciones son artefactos complejos que tienen sus propios ritmos y cuyo funcionamiento depende de multitud de factores circunstanciales y mecanismos internos engranados, de manera deliberada o fortuita, unos con otros. Así, como escribió María Amparo Casar en la revista Nexos de diciembre pasado, “cada reforma tiene un impacto distinto según el régimen en que se inscriba y el contexto en que se adopte. Sus efectos no son únicos ni automáticos. Varían al combinarse con el resto de los elementos de un sistema”. Para reformar las instituciones y conseguir los efectos deseados harían falta, pues, menos escopetazos y más labores de relojería.

Discutimos las reformas (electoral, fiscal, energética, laboral, del Estado, etc.) como si fueran un concurso de tiro al blanco en el que sólo se puede acertar de manera fulminante o fallar definitivamente, lo cual ha producido un ciclo muy perverso de inflación de expectativas y subsecuente decepción. Acaso convendría, esta vez, recuperar la dimensión tentativa, de ensayo y error, que caracteriza a la democracia realmente existente. Recordar que se trata de un experimento, de un régimen en el que no hay lugar para tiradores infalibles sino apenas un método para ir ajustando sobre la marcha, una y otra vez, nuestro reloj.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, lunes 25 de enero de 2010)

lunes, 18 de enero de 2010

Nueva vieja izquierda

El 8 de marzo de 1994, tras el célebre discurso de Luis Donaldo Colosio en el monumento a la revolución, Humberto Musacchio (HM) escribió en Reforma: “El partido en el poder –veterano con 65 años de edad, numerosas cirugías, dos cambios de nombre y una notoria importancia para fecundar a la patria– aparece como vendedor de ilusiones […] Por repetidas experiencias, no puede evitarse la tentación de leer ese discurso como pieza demagógica, como un mero reciclaje de expectativas, proceso en el que el PRI tiene una luenga y reconocida capacidad”.

El 4 de julio del 2000, luego de que Francisco Labastida perdiera las elecciones presidenciales, HM escribió en Reforma: “Los votantes, en buena hora, decidieron defenestrar al PRI y llega a su fin no sólo la larga estancia de un partido en el poder, sino todo un régimen político que ya no servía para regular la convivencia de los mexicanos, no permitía superar contradicciones ni resolver los problemas sociales, que iban amontonándose en la contabilidad gubernamental sin que las partidas del haber compensaran las inmensas pérdidas de cada día”.

El 29 de agosto del 2000, a tres meses de que Ernesto Zedillo le entregara la banda presidencial a Vicente Fox, HM escribió en Reforma: “se avecinan los 100 días más largos en la historia del priísmo. Afortunadamente serán los últimos”.

El 22 de octubre de 2002, a propósito de la decepción que ya provocaba la gestión del Presidente Fox, HM escribió en Reforma: “En épocas de insatisfacción generalizada cobra corporeidad el falso recuerdo de una edad de oro. Siempre merodea, como fiera expulsada del paraíso, la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Por eso, un presente que no responde a las expectativas de cambio hace deseable el pretérito y suele convertirse en coartada sicológica para el retroceso”.

El 6 de septiembre de 2005, al dar cuenta del rompimiento entre Elba Esther Gordillo y Roberto Madrazo, HM escribió en Reforma: “Como rezaba el letrero a las puertas del infierno de Dante, el PRI bien podría colgar en la entrada de su edificio de Insurgentes aquello de ‘Dejad aquí toda esperanza…’. Sí, porque ese partido parece congénitamente impedido para cambiar”.

El 18 de septiembre de 2008, comentando el conflicto entre el Presidente Evo Morales y los prefectos de la Media Luna, HM escribió en Excélsior: “Lo cierto es que la democracia que siguió a la larga noche de las dictaduras sudamericanas no ha sido capaz de resolver los problemas de la gente común ni ha podido disminuir la pobreza de las mayorías […] Lo anterior prueba que la democracia representativa no es la vía para encauzar y resolver pacíficamente los conflictos sociales y dar respuesta a la pobreza, el analfabetismo, la insalubridad, la escasez de vivienda y otros problemas derivados de un pésimo reparto de la riqueza […] De poco sirve realizar elecciones si unos introducen recursos como los de la guerra sucia desplegados en México en 2006 o si la oligarquía pone sobre la mesa su dinero para comprar voluntades y desviar el voto, por no hablar de los infaltables fraudes […] Por eso, si se produce el golpe de Estado en Bolivia, cada latinoamericano muy bien podrá preguntarse para qué sirve la democracia y qué sentido tiene mantener esa simulación onerosa y carnavalesca que apuntala la desigualdad y la injusticia”.

En julio de 2009, cuando las encuestas ya indicaban que Enrique Peña Nieto era la figura con mayor intención de voto para la próxima elección presidencial, HM escribió en Examen (la revista publicada por el Comité Ejecutivo Nacional del PRI): “La renovación del país requiere de una conjunción de fuerzas variopintas, pero nadie puede descartar al viejo partido tricolor para encabezar los cambios que puedan sacar al país del hoyo profundo en que se encuentra”.

El 14 de enero de 2010, apenas la semana pasada, HM escribió en Excélsior: “el México posterior a 2000 poco tiene que ver con los años dorados del dominio priísta. Ya no hay legitimidad política, carecemos de movilidad social, se ahondan peligrosamente las diferencias en el reparto de la riqueza, la educación pública es un completo desastre, las instituciones de salud están en el abandono”.

El 10 de septiembre de 2009, celebrando la libertad de expresión, HM escribió en Excélsior: “Que cada quien se haga cargo de sus palabras”.

Pues eso, pero… ¿cuándo?

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 18 de enero de 2010)

lunes, 11 de enero de 2010

¿Y los otros panistas?

Decía Fernando Escalante hace unos días, en La Razón, que no cabe llamarse a sorpresa por las furibundas reacciones contra la reforma que aprobó la Asamblea Legislativa del Distrito Federal para reconocer el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo: la jerarquía eclesiástica, Mariana Gómez del Campo, El Colegio de Abogados Católicos, Esteban Arce y demás inquilinos de la caverna homofóbica, “cada uno está en lo suyo y todos haciendo su chamba”… excepto el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, que tiene bajo su responsabilidad hacer valer el artículo 130 de la Constitución, ese que prohíbe expresamente a los ministros de cualquier culto intervenir en política, hacer proselitismo, oponerse a las leyes o a las instituciones civiles.

El lunes pasado, en Reforma, Jesús Silva-Herzog Márquez insistió en el asunto. Repasando los argumentos esgrimidos por el PAN para oponerse a la susodicha reforma, mostró que en ellos no hay más lógica que la del dogma: “nunca como ahora se ha expuesto la relación de Acción Nacional con la ortodoxia, su disposición a convertirse en escudero de lo sagrado […] no ha podido más que defender las ofuscaciones clericales y exigir la sumisión de la política frente a la fe”.

Frente a estas y otras críticas que coinciden en la necesidad de secularizar la discusión, ¿qué tienen que decir quienes, desde la simple simpatía o la franca militancia, han querido reivindicar una veta liberal en la doctrina panista?

Pienso, concretamente, en el actual secretario de Educación, Alonso Lujambio: en sus interpretaciones sobre la historia del panismo; en sus escritos dedicados a Manuel Gómez Morín, a Adolfo Christlieb Ibarrola, incluso a Carlos Castillo Peraza; en cómo sus estudios sobre el Congreso, el federalismo y las elecciones han sabido enfatizar la aportación del PAN a la democracia mexicana. La de Lujambio ha sido, en ese sentido, de esas escasas obras que logran una combinación afortunada entre el rigor académico y la afinidad política. Una obra seria, de la que se desprende una visión compleja del PAN, pero claramente comprometida con la corriente interna que el propio Lujambio identifica como liberal, una corriente que desde sus orígenes fue antagónica a la de aquellos que querían hacer de la lucha política un medio para procurar la salvación de las almas (Christlieb Ibarrola los llamaba “piadosos meadores de agua bendita”).

Busco en la prensa, en el debate sobre la universalización del derecho al matrimonio, y no encuentro en ninguna parte la voz de esos panistas liberales –ni de Lujambio ni de sus pares ni de sus antecesores ni de sus discípulos ni de nadie dentro o al menos cerca del PAN. ¿Dónde están? ¿Existen?

-- Carlos Bravo Regidor

(La Razón, lunes 11 de enero de 2010)